miércoles, 15 de julio de 2009

9 TO 6: LA OFICINA COMO DIVERTIMENTO

IGNACIO URIARTE: ‘TRABAJOS SOBRE (EL) PAPEL’
GALERÍA LA FÁBRICA: 04/06/09-24/07/09

Cuando la utopía ilustrada del sueño de la razón, más que producir monstruos, lo que ha conseguido es el triunfo absoluto en cuanto negatividad a base de llevar a cabo un desencantamiento general del mundo, si algo entonces han conseguido tener claro las élites bien pensantes es que, con carácter primordial, al trabajador, de 9 a 6, como decía la canción de Dolly Parton, hay que darle un hábitat cómodo, flexible y bien climatizado.
Y es que la paradoja final a la utopía viene de la mano de la identidad de los contrarios: el ocio y el trabajo se confunden en cuanto en tanto, producir y consumir son las dos caras de una misma moneda: la que da cuenta de un sujeto esquizoide, fragmentado y fútilmente infantilizado. “De la inmadurez de los sometidos vive la excesiva madurez de la sociedad”, pronosticaron acertadamente Horkheimer y Adorno. Y es más, “cuanto más complicado y sutil es el aparato social, económico y científico, a cuyo manejo el sistema de producción ha adaptado desde hace tiempo el cuerpo, tanto más pobres son las experiencias de las que éste, el sujeto, es capaz”.
El proceso entonces de producción pareciera entonces que se hubiese invertido: si con Max Weber todo apuntaba a un triunfo de la razón en cuanto en tanto total desencantamiento y burocratización del mundo, ahora las tornas se han dado la vuelta para promover una razón utilitarista y productiva que finge ser también razón dialogada, consensuada y buenrollista.
¿Para qué ejercitarse en labores de control y supervisión si el propio sujeto es ahora su propia policía? El médico no cura, el científico no investiga, el profesor no enseña. De lo que se trata es de rellenar informes, de explicar lo que se ha hecho, lo que se hace y lo que se hará; más que actuar lo que se lleva es el dejar patente que, para lo que pueda pasar, uno esta allí y conoce los procedimientos. Cada uno vigila de sí mismo en una vorágine de producción donde el miedo a no dar la talla es premisa inviolable y el aburrimiento en tormentosas tareas de autovigilamiento moneda común.
El poder ya no se ejerce, la burocratización ya no es necesaria. Ahora el poder deambula fraccionado en una infinidad de corpúsculos actuando bidireccionalmente: yo me vigilo y, así, entre todos, nos vigilamos. No es necesaria ya tanta parafernalia en los procesos de jerarquización: tanto más se asciende, tanto menos uno tiene que llevar a cabo. Si el sujeto ya no es capaz de nada más que de producir y vigilarse, ¿para qué unas estructuras verticales de producción?
La moda son las sociedades corporativas horizontales: cada uno delega su cuota de poder sabedor de que ya no es necesaria. Otra vez Horkheimer y Adorno: “Todos aprenden, a través del poder de las cosas, a desentenderse del poder”.
No se trata sólo de que, como decía Weber, “cualquiera que desee intervenir en política en este mundo debe de estar, por encima de todo, desprovisto de ilusiones”, sino que el currito de a pie, para un perfecto funcionamiento y un autovigilamiento también impecable, donde la misma coacción sea subjetivada, ha de estar igualmente desprovisto de ilusiones.
Y que el tardo-capitalismo haya llevado a cabo este giro, diríamos casi existencial, poniendo una sonrisa de memo en cada trabajador al tiempo que bosteza de aburrimiento, es un hecho tan fantástico como inherente al propio proceso ilustrado.
En este estado de cosas, de la oficina siniestra, se pasa al loft de diseño; del jefe malhumorado a la persona dialogante y comprensiva; de la masculinidad pervertida como marca de la casa, a la ejecutiva agresiva y a la becaria húmeda. Una mayor producción requiere de un poder más sutil: no el ordeno y mando, sino las buenas formas. En definitiva: la oficina como la segunda casa.
El Kafka apesadumbrado por el mundo burocratizado y lo mecánico de su trabajo en la oficina de seguros, es hoy en día el simpático compañero que no duda en ayudar; el Pessoa silencioso y rumiante en el desasosiego de sus días de oficina, es hoy también el bienhumorado y afable jefe con quien tomarnos un café.
Así, un intento de abordar las relaciones laborales, desde cualquier punto de vista, debería sacar a colación este estado apolillado del trabajador actual que ve como las mismas estructuras que lo acogen son las que lo amilanan en una subjetividad autocomplaciente, miedosa y, sobre todo, autocoaccionada en la vigilancia de sí mismo.
La exposición de Ignacio Uriarte que acoge la galería La Fábrica dentro de PHotoespaña’09, intenta reflexionar sobre los utensilios de trabajo en una oficina cualquiera. Pero, lo hace de una forma tan escasamente sugestiva, que apenas logra acercarse a momentos de reflexión.
Quizá sea porque, como bien reza el título de la exposición, su intento no sea tanto adentrarse dentro de las relaciones laborales, sino que únicamente se trate de ejercicios, más o menos preciosistas, llevados a cabo sobre papel y sobre el papel. Sin embargo, el hacer uso de este arsenal de posibilidades para quedarse, después de todo, en la superficie, se nos antoja un intento desaprovechado y, sobre todo, una mala decisión.
En uno de estos trabajos se nos muestra cuarenta diapositivas en las que con bolígrafos bic se van ‘escribiendo’ en números romanos la secuencia completa del uno al cuarenta. En otra obra, una hoja entera de excell es dispuesta y numerada en cada casilla al tiempo que se le superpone otra red cuadriculada pero esta vez verticalmente. El resultado asemeja a un ejercicio de mampostería fina sin mucho más que ofrecer. A la entrada, el artista ha fotografiado su escritorio vacío con una luz extraña lo que hace que el mismo lugar de trabajo asuma las dimensiones de extrañamiento y lejanía.


Como se ve, poco más que ejercicios formales que tienen a las ‘modernas’ armas de trabajo como protagonistas y que no aprovechan, de todo el caudal significativo de estos objetos, más que sus cualidades primarios de forma, color, textura, etc.
Quizá lo más interesante de la exposición sea un video en el que se nos muestra como cincuenta pelotas de papel, de tamaño decreciente, son arrojadas a la papelera. Lo que se nos enseña es únicamente el primer plano de la papelera quedando tanto el sonido de la pelota contra las demás al caer y el inicio de la caída del papel fuera de plano. Aquí se nos remite a la repetición del gesto de tirar a la basura nuestro trabajo. Se trata de un gesto terapéutico, que recuerda a la estructura ausencia-presencia del for-da de Freud: el error de nuestro trabajo lo solventamos con un gesto díscolo, infantil, casi hasta deportivo.



Aquí si que roza el artista las estructuras subliminales del proceso de producción actual como ámbito de sofisticación en el ejercicio del poder: el empleado mismo toma consciencia, mediante ese gesto repetitivo, de lo frustrante de su tarea; pero, al tiempo, lo disfraza en el divertimento de un juego.
No estresar, no violentar, no inquirir… El propio empleado sabe que, detrás de su juego, está la necesidad de hacerlo bien la próxima vez. No es juego como momento de asueto en el recreo; es el juego de quien sabe que más le vale poner más cuidado, vigilarse mejor, o no habrá próxima vez.
Pessoa, para quien el trabajo era algo muy serio, nunca hubiese lanzado un folio arrugado a la papelera de semejante manera: “Eran las seis. Se cerraba la oficina. El patrón Vasques dijo, con la antepuerta abierta, “pueden salir”, y lo dijo como una bendición comercial. Me levanté en seguida, cerré el libro y lo guardé. Puse el portaplumas, visiblemente, en la depresión del tintero y, avanzando hacia Moreira, le dije “hasta mañana” lleno de esperanza, y le estreché la mano como después de un gran favor”.
Pero eran otros tiempos, a Pessoa si que había que vigilarle, y además de cerca…

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