FRANK THIEL.
GALERÍA HELGA DE ALVEAR: 23/06/09-31/07/09
Si, como sostenía Adorno, lo novedoso no viene nunca de parte del sujeto sino del objeto, intentar una primacía respecto a los humeantes efluvios del pasado, es ya mecerse por completo en el poder hipnótico del objeto. No hay memoria sin objeto a la que adherirse al igual que no hay objeto sin una memoria pretérita a la que dar rienda suelta.
El silencio de las cosas no alude sino al torrente histórico que se atesora en sus entresijos. De ahí que, como dice el propio artista, cuanto más cerca observas algo, más confuso se vuelve. Aunque decir confuso es quedarse más bien corto en los planteamientos: cuanto más se acerca uno, más traumático se vuelve el objeto. Porque la Historia, más que confusa, es traumática.
La Historia, en su desenvolverse, establece lo Real de su propia dinámica como aquello a lo que sostener pero, igualmente, aquello a lo que acallar y silenciar: es decir, lo Real de la Historia son las víctimas. La Historia es traumática en cuanto en tanto el mismo hecho de narrarla (simbolizarla) no produce sino víctimas. La víctima es lo Real que necesita la misma Historia para poder continuar infatigable.
El campo ideológico se muestra aquí en su más eficiente estadio: acompañar a las víctimas, consolarlas, dar cuenta de sus méritos, sostener la necesidad de su sacrificio; pero, al tiempo, no acercarse demasiado no sea que de tanto aproximarnos nos convirtamos nosotros también en víctimas y la estructura ideológica se venga abajo.
Tragedia y barbarie: la Historia se repite haciendo brillar la hegeliana astucia de la razón allí dónde más escalofríos produce. Y es que, sin víctimas, no hay Historia. Y si además, la razón histórica es razón ilustrada (es decir, la narración de la historia se hace siempre desde el lado de la victoria), el ser de las víctimas no es sino el momento necesario para la objetivación de la propia Historia en un nuevo escalón. De tal manera, como dice Adorno (hegeliano a su pesar) “toda reificación es un olvido”; es decir, toda objetivación es una desfachatez contra las víctimas al tiempo que una palmadita en la espalda dándoles las gracias por los servicios prestados.
El error del marxismo fue, y parece que seguirá siendo, fetichizar este ‘olvido’ como la posibilidad inherente a la clase trabajadora: llegará un tiempo en que por fin se den las condiciones socio-políticas idóneas para una verdadera revolución, etc,… ¡que logre restañar la herida de lo Real traumático de la Historia: las víctimas!
Pero ese momento obviamente que no llegará nunca ya que la Historia sólo se hará propiamente autoconsciente, y con ello sabedora del momento idóneo de iniciar la definitiva revolución, cuando todos seamos víctimas o cuando ya no haya víctima alguna (es decir, cuando lo Real traumático se elimine o lo llene todo por completo). Pero, y esta es la paradoja última, dándose cualquiera de las dos condiciones, ¿para qué iniciar entonces una revolución?
Esa pareciera que es la conclusión de los dos últimos pseudo-hegelianos: por una parte, Fukuyama declara que la democracia liberal capitalista ha resultado vencedora y que, como tal, los demás acontecimientos que sucedan a partir de aquí no pueden ser considerados propiamente dentro de la Historia, ya que esta se da por concluida. Es decir, la noción de víctima se disuelve como un azucarillo en un vaso de agua. Por otra parte, Huntington y su famoso “choque de civilizaciones” aboga por una Historia que, pese a no darse aún por finalizada, sí que es capaz de desarrollarse en un último paso previo a su autoconocimiento definitivo: un último choque, entre Occidente y el mundo islámico, y todo está concluido; o todos seremos víctimas o no las habrá en absoluto (tanto da como da lo mismo, ya que ambas son posiciones límites que, en cuanto autodesvelamiento último de la Historia, son indistinguibles).
¿Cómo hacer entonces para articular una reflexión sobre la Historia sin caer en el acerbo casi enfermizo de la sociedad postmoderna actual por la tolerancia y buenrollismo soft, incluso con las víctimas, que lo enmierde todo de buenas palabras y grandilocuentes discursos abyectos, y sin tampoco erigirnos en portaestandarte último de la Historia? Como bien sabía Lacan, pese a todo intento ideológico, el milagro de lo Real es que sucede, el toparnos con las víctimas es un trauma que en cualquier momento puede hacerse ‘real’ y efectivo. Es decir, en lo Real se puede actuar.
Y eso, precisamente, es lo que lleva a cabo, desde hace ya tiempo, el artista alemán Frank Thiel. Situándose en el Berlín moderno pero del que quedan los vestigios fantasmales de lo que ha sido la totalización absoluta de la objetividad de la Historia del último medio siglo pasado, Thiel busca las grietas, las fallas, las heridas aún sin cicatriz donde pueda aparecer lo Real.
El trabajo de Thiel toma como dato la inminencia de los sentidos en una fenomenología donde el objeto hace referencia a sí mismo en cuánto realidad, pero también a algo más allá que le excede por completo. Es decir, en la ficción simbólica siempre existe un ‘plus’ que es más que esa misma ficción simbólica. Ese plus es lo Real, la grieta de todo simbolizar, de todo narrar, que remite a un olvido, a un trauma, a, en definitiva, una traición: la que toda víctima siente y padece en cuanto víctima.
En esta exposición, el artista ha utilizado las cortinas que aún quedaban de los viejos edificios del Berlín Este. En cuanto cortinas, remiten a su realidad más tangible, pero, en cuanto a su olvido manifiesto, apelan a lo Real del trauma que cargan.
Pero, a pesar de las buenas intenciones artísticas (¿puede el arte cargar sobre sus hombros la responsabilidad de actuar sobre lo Real de un olvido, de un trauma?, o mejor, ¿le quedan aún fuerzas para ello?) la puesta en escena, apelando más al carácter procesual del proyecto que no a lo que debería ser buscado, dota al resultado final de una extraña sensación de lejanía e impropiedad.
Descontextualizadas de su emplazamiento original, fotografiadas a contra luz en el estudio del artista, ampliadas tres veces en su formato original, las cortinas parecen asemejarse más a un estudio perceptivo-arquitectónico que no a lo que se pretendía en un inicio. Uno observa esas fotos y no tiene más remedio que afirmar que se ha perdido el halo del ’aquí y ahora’ que da fe y atestigua la referencialidad de un objeto a una historia, a un trauma.
Quizá sea necesario así, quizá sea la única forma de actuar en lo Real que, como traición traumática, necesita no verse reducido a algo obvio y redundante (como podrían ser las propias cortinas fotografiadas en su emplazamiento original). Pero, quizá también es que el arte tenga igualmente su propia historia y el artista, en su apelación a priorizar el proceso, no haya hecho otra cosa que ejercer su poder a la hora de decapitar víctimas y cerrar heridas, sus heridas con lo Real del proceso: conceptualismo, abstracción, aberración de escala, etc. Él mismo, en su proceso y en el uso de tanta terminología, ejerce su historia y se configura como momento objetivo en la producción de la propia Historia del Arte.
GALERÍA HELGA DE ALVEAR: 23/06/09-31/07/09
Si, como sostenía Adorno, lo novedoso no viene nunca de parte del sujeto sino del objeto, intentar una primacía respecto a los humeantes efluvios del pasado, es ya mecerse por completo en el poder hipnótico del objeto. No hay memoria sin objeto a la que adherirse al igual que no hay objeto sin una memoria pretérita a la que dar rienda suelta.
El silencio de las cosas no alude sino al torrente histórico que se atesora en sus entresijos. De ahí que, como dice el propio artista, cuanto más cerca observas algo, más confuso se vuelve. Aunque decir confuso es quedarse más bien corto en los planteamientos: cuanto más se acerca uno, más traumático se vuelve el objeto. Porque la Historia, más que confusa, es traumática.
La Historia, en su desenvolverse, establece lo Real de su propia dinámica como aquello a lo que sostener pero, igualmente, aquello a lo que acallar y silenciar: es decir, lo Real de la Historia son las víctimas. La Historia es traumática en cuanto en tanto el mismo hecho de narrarla (simbolizarla) no produce sino víctimas. La víctima es lo Real que necesita la misma Historia para poder continuar infatigable.
El campo ideológico se muestra aquí en su más eficiente estadio: acompañar a las víctimas, consolarlas, dar cuenta de sus méritos, sostener la necesidad de su sacrificio; pero, al tiempo, no acercarse demasiado no sea que de tanto aproximarnos nos convirtamos nosotros también en víctimas y la estructura ideológica se venga abajo.
Tragedia y barbarie: la Historia se repite haciendo brillar la hegeliana astucia de la razón allí dónde más escalofríos produce. Y es que, sin víctimas, no hay Historia. Y si además, la razón histórica es razón ilustrada (es decir, la narración de la historia se hace siempre desde el lado de la victoria), el ser de las víctimas no es sino el momento necesario para la objetivación de la propia Historia en un nuevo escalón. De tal manera, como dice Adorno (hegeliano a su pesar) “toda reificación es un olvido”; es decir, toda objetivación es una desfachatez contra las víctimas al tiempo que una palmadita en la espalda dándoles las gracias por los servicios prestados.
El error del marxismo fue, y parece que seguirá siendo, fetichizar este ‘olvido’ como la posibilidad inherente a la clase trabajadora: llegará un tiempo en que por fin se den las condiciones socio-políticas idóneas para una verdadera revolución, etc,… ¡que logre restañar la herida de lo Real traumático de la Historia: las víctimas!
Pero ese momento obviamente que no llegará nunca ya que la Historia sólo se hará propiamente autoconsciente, y con ello sabedora del momento idóneo de iniciar la definitiva revolución, cuando todos seamos víctimas o cuando ya no haya víctima alguna (es decir, cuando lo Real traumático se elimine o lo llene todo por completo). Pero, y esta es la paradoja última, dándose cualquiera de las dos condiciones, ¿para qué iniciar entonces una revolución?
Esa pareciera que es la conclusión de los dos últimos pseudo-hegelianos: por una parte, Fukuyama declara que la democracia liberal capitalista ha resultado vencedora y que, como tal, los demás acontecimientos que sucedan a partir de aquí no pueden ser considerados propiamente dentro de la Historia, ya que esta se da por concluida. Es decir, la noción de víctima se disuelve como un azucarillo en un vaso de agua. Por otra parte, Huntington y su famoso “choque de civilizaciones” aboga por una Historia que, pese a no darse aún por finalizada, sí que es capaz de desarrollarse en un último paso previo a su autoconocimiento definitivo: un último choque, entre Occidente y el mundo islámico, y todo está concluido; o todos seremos víctimas o no las habrá en absoluto (tanto da como da lo mismo, ya que ambas son posiciones límites que, en cuanto autodesvelamiento último de la Historia, son indistinguibles).
¿Cómo hacer entonces para articular una reflexión sobre la Historia sin caer en el acerbo casi enfermizo de la sociedad postmoderna actual por la tolerancia y buenrollismo soft, incluso con las víctimas, que lo enmierde todo de buenas palabras y grandilocuentes discursos abyectos, y sin tampoco erigirnos en portaestandarte último de la Historia? Como bien sabía Lacan, pese a todo intento ideológico, el milagro de lo Real es que sucede, el toparnos con las víctimas es un trauma que en cualquier momento puede hacerse ‘real’ y efectivo. Es decir, en lo Real se puede actuar.
Y eso, precisamente, es lo que lleva a cabo, desde hace ya tiempo, el artista alemán Frank Thiel. Situándose en el Berlín moderno pero del que quedan los vestigios fantasmales de lo que ha sido la totalización absoluta de la objetividad de la Historia del último medio siglo pasado, Thiel busca las grietas, las fallas, las heridas aún sin cicatriz donde pueda aparecer lo Real.
El trabajo de Thiel toma como dato la inminencia de los sentidos en una fenomenología donde el objeto hace referencia a sí mismo en cuánto realidad, pero también a algo más allá que le excede por completo. Es decir, en la ficción simbólica siempre existe un ‘plus’ que es más que esa misma ficción simbólica. Ese plus es lo Real, la grieta de todo simbolizar, de todo narrar, que remite a un olvido, a un trauma, a, en definitiva, una traición: la que toda víctima siente y padece en cuanto víctima.
En esta exposición, el artista ha utilizado las cortinas que aún quedaban de los viejos edificios del Berlín Este. En cuanto cortinas, remiten a su realidad más tangible, pero, en cuanto a su olvido manifiesto, apelan a lo Real del trauma que cargan.
Pero, a pesar de las buenas intenciones artísticas (¿puede el arte cargar sobre sus hombros la responsabilidad de actuar sobre lo Real de un olvido, de un trauma?, o mejor, ¿le quedan aún fuerzas para ello?) la puesta en escena, apelando más al carácter procesual del proyecto que no a lo que debería ser buscado, dota al resultado final de una extraña sensación de lejanía e impropiedad.
Descontextualizadas de su emplazamiento original, fotografiadas a contra luz en el estudio del artista, ampliadas tres veces en su formato original, las cortinas parecen asemejarse más a un estudio perceptivo-arquitectónico que no a lo que se pretendía en un inicio. Uno observa esas fotos y no tiene más remedio que afirmar que se ha perdido el halo del ’aquí y ahora’ que da fe y atestigua la referencialidad de un objeto a una historia, a un trauma.
Quizá sea necesario así, quizá sea la única forma de actuar en lo Real que, como traición traumática, necesita no verse reducido a algo obvio y redundante (como podrían ser las propias cortinas fotografiadas en su emplazamiento original). Pero, quizá también es que el arte tenga igualmente su propia historia y el artista, en su apelación a priorizar el proceso, no haya hecho otra cosa que ejercer su poder a la hora de decapitar víctimas y cerrar heridas, sus heridas con lo Real del proceso: conceptualismo, abstracción, aberración de escala, etc. Él mismo, en su proceso y en el uso de tanta terminología, ejerce su historia y se configura como momento objetivo en la producción de la propia Historia del Arte.
Entonces, ¿actúa realmente en lo Real, o utiliza lo Simbólico como sustrato de una nueva producción, en este caso artística, con la que la propia Historia tenga la oportunidad de asestar de nuevo su salvaje dentellada? Es decir, ¿sellar la herida del trauma del olvido o hacerla más grande mediante una utilización artística y esteticista de la traición?
Quizá, después de todo, es que teníamos razón más arriba al dudar de las fuerzas del propio arte, un arte para el que la propia palabra víctima le causa un profundo sonrojo y una vergüenza paralizante. Lo intenta, y lo seguirá intentando, pero al arte postmoderno le cuesta horrores sentar unas bases mínimamente decorosas y de crítica contra el proceso ilustrado que le da aún forma. Simulando un ‘deconstructivismo’ de salón, lo único a lo que su intento de liberación llega es a tornar la frase de Adorno de la imposibilidad de escribir poesía después de Auschwitz, para invertirla y usar Auschwitz para seguir escribiendo poesía.
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