MIQUEL BARCELÓ
CAIXA FORUM MADRID: hasta 13/06/10
Posiblemente tomemos la parte por el todo y adolezcamos de manifiesta injusticia, pero quizá sea ahora cuando empezamos a intuir que aquellos virulentos ataques lanzados por el nuevo salvajismo postulados por el retorno a la pintura que llenó el espacio del arte a principios de los ochenta, no era más que la última vuelta de tuerca para que el arte derribase las pocas puertas que le quedaban ya por derribar: transformada la genialidad del artista en esplendor renacido de la hipersubjetividad del expresionismo abstracto, el artista realiza el remiendo necesario para dar cabida a lo kitsch y asilvestrado dentro de la institución-arte. Siguiendo la interpretación de Hal Foster de la “acción diferida” con respecto a las vanguardias, el retorno a la pintura fue eso, y solo eso: una necesidad para que lo kitsch entrase también en unos límites que quedaban ya definitivamente conformados en un solapamiento brutal con la más pueril de las cotidianeidades.
Sumidos en la historicidad propia del cinismo postmoderno, la única diatriba a la que los artistas se veían sometidos era a aquella que Thomas Lawson, en un ‘premonitorio’ ensayo (tan premonitorio como confundido en las conclusiones) de lo que iba a ser toda esa pintura, puso de relieve: “no merece la pena continuar haciendo arte, puesto que ya solo puede darse o bien aislado en el mundo real o como una fruslería irresponsable”.
Ese elefante (‘Gran Elefant dret’) que nos recibe a la entrada haciendo el pino con su trompa, ese alegato a favor de lo kitsch postmoderno como sobrepujada frívolidad de los ejercicios de incipiente crítica llevados a cabo por el expresionismo alemán de principios de siglo XX, nos da la respuesta: Barceló, incuestionablemente, se decidió por la segunda opción. Pero sigamos un poco más antes de entrar de lleno en nuestro “artista”.
Cierto es que la pintura de principios de los ochenta tuvo su lugar vital en la historia del arte contemporáneo, que se pueden rastrear por doquier interesantes reinterpretaciones deconstructivas, desesperaciones semióticas o atropellos intertextuales que avecinaban lo que nos esperaba; pero no menos cierto es que, quizá nacido al amparo de tanta confusión, la historia del arte comenzó a desarrollarse únicamente en la autobiografía, en el manierismo vacío y autocompulsivo que hacía del pastiche el contenedor perfecto donde digerir todas las megalomanías del mediocre artista antes de saltar al estrellato.
En definitiva, si es cierto que el neo-expresionismo jugaba a la perfección la carta del cinismo que consistía en usar un medio que se sabía ya angostado para los propósitos con el que, nihilistamente, le querían cargar, no menos cierto es que la estrategia benefició a una serie de pintores que se frotaban las manos al intuir que bastaba con una gran carcajada quínica detrás del lienzo para labrarse un porvenir. Una caricatura, una bufonada de pretender utilizar la pintura para reconfigurar un mundo en deconstrucción epistémica, una simulación operada por un arte que había encallado ya en el límite de la negatividad de su concepto: aquel que descubre que solo muriendo (de éxito) puede lograr la promesa de su autonomía.
La situación, hemos de reconocer, no era nada fácil: si sus padres y hermanos mayores habían hecho sus revoluciones, si todos tenían un Mayo del 68 que llevarse a la boca, por primera vez, el artista se encuentra sólo ante una historia que no es más que el cadáver dejado a los pies de la barbarie, y ante una sociedad que, pese a saber que en el arte no les va nada, realizan el mismo gesto cínico de elevar iconos a la megalomanía. En estas condiciones, también es lícito reconocer que estos artistas no hicieron más que seguir a pies juntillas el cinismo imperante y tan de moda. Si Kafka se atrevió a decir que “entre tú y el mundo, intenta siempre seguir al mundo” no hay que culpar del todo a los pintores de haber subvertido la frase, no solo para seguirse a sí mismo, sino para hacer del arte la actividad propia del autobombo y la publicidad.
No obstante, ayunos de conciencia histórica, el desastre es mayúsculo, la confusión demoledora. Eran tiempos difíciles, sí, pero los resultados no pudieron ser más catastróficos. Una barroquización de los procesos semánticos que solo saben de actuaciones por aglomeración y derribo, de pegotes de nihilidades sin esperar nada a cambio, de ejercicios de autosuficiencia que se saben herederos del divismo warholiano pero carentes de cualquier atisbo traumático en la pantalla-lienzo. Todo es exceso de lo pueril, canibalismo acrítico, amaneramiento de la expresión. El cinismo era perfecto: en la sobrecodificación operada como disimulado y torpe problematización del proceso pictórico, se camuflaba lo que desde hacía tiempo se sabía: que la rebeldía estaba colapsada, que a nada cabía apelar ya porque los dispositivos habían sido agenciados por la ya más que poderosa economía del signo-mercancía. Con un ulterior gesto de salvajismo, el arte se dispone a capitular ante una sociedad que solo le exigía al arte una cosa: que no molestase.
CAIXA FORUM MADRID: hasta 13/06/10
Posiblemente tomemos la parte por el todo y adolezcamos de manifiesta injusticia, pero quizá sea ahora cuando empezamos a intuir que aquellos virulentos ataques lanzados por el nuevo salvajismo postulados por el retorno a la pintura que llenó el espacio del arte a principios de los ochenta, no era más que la última vuelta de tuerca para que el arte derribase las pocas puertas que le quedaban ya por derribar: transformada la genialidad del artista en esplendor renacido de la hipersubjetividad del expresionismo abstracto, el artista realiza el remiendo necesario para dar cabida a lo kitsch y asilvestrado dentro de la institución-arte. Siguiendo la interpretación de Hal Foster de la “acción diferida” con respecto a las vanguardias, el retorno a la pintura fue eso, y solo eso: una necesidad para que lo kitsch entrase también en unos límites que quedaban ya definitivamente conformados en un solapamiento brutal con la más pueril de las cotidianeidades.
Sumidos en la historicidad propia del cinismo postmoderno, la única diatriba a la que los artistas se veían sometidos era a aquella que Thomas Lawson, en un ‘premonitorio’ ensayo (tan premonitorio como confundido en las conclusiones) de lo que iba a ser toda esa pintura, puso de relieve: “no merece la pena continuar haciendo arte, puesto que ya solo puede darse o bien aislado en el mundo real o como una fruslería irresponsable”.
Ese elefante (‘Gran Elefant dret’) que nos recibe a la entrada haciendo el pino con su trompa, ese alegato a favor de lo kitsch postmoderno como sobrepujada frívolidad de los ejercicios de incipiente crítica llevados a cabo por el expresionismo alemán de principios de siglo XX, nos da la respuesta: Barceló, incuestionablemente, se decidió por la segunda opción. Pero sigamos un poco más antes de entrar de lleno en nuestro “artista”.
Cierto es que la pintura de principios de los ochenta tuvo su lugar vital en la historia del arte contemporáneo, que se pueden rastrear por doquier interesantes reinterpretaciones deconstructivas, desesperaciones semióticas o atropellos intertextuales que avecinaban lo que nos esperaba; pero no menos cierto es que, quizá nacido al amparo de tanta confusión, la historia del arte comenzó a desarrollarse únicamente en la autobiografía, en el manierismo vacío y autocompulsivo que hacía del pastiche el contenedor perfecto donde digerir todas las megalomanías del mediocre artista antes de saltar al estrellato.
En definitiva, si es cierto que el neo-expresionismo jugaba a la perfección la carta del cinismo que consistía en usar un medio que se sabía ya angostado para los propósitos con el que, nihilistamente, le querían cargar, no menos cierto es que la estrategia benefició a una serie de pintores que se frotaban las manos al intuir que bastaba con una gran carcajada quínica detrás del lienzo para labrarse un porvenir. Una caricatura, una bufonada de pretender utilizar la pintura para reconfigurar un mundo en deconstrucción epistémica, una simulación operada por un arte que había encallado ya en el límite de la negatividad de su concepto: aquel que descubre que solo muriendo (de éxito) puede lograr la promesa de su autonomía.
La situación, hemos de reconocer, no era nada fácil: si sus padres y hermanos mayores habían hecho sus revoluciones, si todos tenían un Mayo del 68 que llevarse a la boca, por primera vez, el artista se encuentra sólo ante una historia que no es más que el cadáver dejado a los pies de la barbarie, y ante una sociedad que, pese a saber que en el arte no les va nada, realizan el mismo gesto cínico de elevar iconos a la megalomanía. En estas condiciones, también es lícito reconocer que estos artistas no hicieron más que seguir a pies juntillas el cinismo imperante y tan de moda. Si Kafka se atrevió a decir que “entre tú y el mundo, intenta siempre seguir al mundo” no hay que culpar del todo a los pintores de haber subvertido la frase, no solo para seguirse a sí mismo, sino para hacer del arte la actividad propia del autobombo y la publicidad.
No obstante, ayunos de conciencia histórica, el desastre es mayúsculo, la confusión demoledora. Eran tiempos difíciles, sí, pero los resultados no pudieron ser más catastróficos. Una barroquización de los procesos semánticos que solo saben de actuaciones por aglomeración y derribo, de pegotes de nihilidades sin esperar nada a cambio, de ejercicios de autosuficiencia que se saben herederos del divismo warholiano pero carentes de cualquier atisbo traumático en la pantalla-lienzo. Todo es exceso de lo pueril, canibalismo acrítico, amaneramiento de la expresión. El cinismo era perfecto: en la sobrecodificación operada como disimulado y torpe problematización del proceso pictórico, se camuflaba lo que desde hacía tiempo se sabía: que la rebeldía estaba colapsada, que a nada cabía apelar ya porque los dispositivos habían sido agenciados por la ya más que poderosa economía del signo-mercancía. Con un ulterior gesto de salvajismo, el arte se dispone a capitular ante una sociedad que solo le exigía al arte una cosa: que no molestase.
Llegados a este punto, el elefante, otra vez el elefante. Porque tamaña osadía solo cabe comprenderse si el triunfo del arte ha sido total: una tropelía al buen gusto en pleno Paseo de Recoletos y que, efectivamente, además de que a nadie le importe un bledo, pueda y de hecho lo haya hecho ya convertirse en genuina y verdadera obra de arte, ¿cabe cifrar más alta la conquista de Barceló? Después de ‘conquistar’ Venecia con un mono (‘La solitude organisative’), después de perpetrar el engendro de la Sala de los Derechos Humanos y de la Alianza de Civilizaciones del Palacio de las Naciones Unidas, Barceló se dispone a llevar a cabo la pantomima preferida para la España zapateril del momento: un elefante haciendo el pino como, según sus propias palabras, suplantación de su propia persona. Y es que una vez conseguido lo imposible de ser, todo y a la vez si hace falta, el pintor de la transición, de la movida, el ‘enfant terrible’ del boom del arte español nacido al socaire del felipismo, el artista de la ceja y del gotelé de los 20 millones de euros, Barceló tiene aún los arrestos de manejar la situación tan cínicamente como le viene en gana: una vez comprendido el arte como gran boutade, como enorme fruslería endogámica al sistema, el único gesto, cínico pero gesto al fin y al cabo es simplemente ese, tener el descaro suficiente de hacer ver que ese elefante de siete metros de alto es la personificación perfecta de un arte que se retroalimenta de la intulsticia manifiesta .
Una vez dejado el elefante atrás, lo que nos espera en el interior es indescriptible. Ver una basta selección de las obras de Barceló diseminadas por un laberíntico recorrido cuya única misión parece ser la de desnortar al espectador más aún si cabe, tiene algo de cara-a-cara con la reciente historia de la desmemoria de un arte, el español, que ha ido dispendiando bulas a diestro y siniestro según sea el color de la chaqueta del figurante.
En Barceló, el intento de basar la pintura en la fisicidad del soporte y la superficie, queda anulado en una masa informe que no remite nada más que a su carácter de nihilidad cosificada, sin ninguna opción de problematizar el hecho de la pintura, sin ser capaz de trascender en ulteriores resignificaciones al amparo de siquiera una rebeldía, de un golpe de efecto, de un apelar a todavía la necesidad de operar el gesto, la huella de lo indescifrable de un arte que abre el abismo a nuestros pies. Los gestos que se adivinan tras los brochetazos de gruesas capas de pintura, juegan a simular una hermandad con lo informe pero son apenas capaces de traspasar el límite de su propia cosificación como obra; adormecido en los parabienes del neoexpresionismo, sus obras redundan en la mismidad de lo insípido y lo banal. Cualquier remitir a aspectos semiológicos, psicoanalíticos o dialécticos queda negado en el tartamudeo interpretativo más pueril.
En sus pinturas es imposible alentar el trazo vigoroso y radical con que los neo-expresionistas alemanes dotaban a sus obras en un intento claro de contestar ferozmente al aburguesamiento general en que había caído el arte. Más que una regresión brutal y violenta, las obras de Barceló obturan entre la impostura de la desfachatez simplista de un gesto cínico y la incapacidad manifiesta de problematizar la pintura en su propio territorio.
Pero, si uno se fija bien en la genealogía, todo viene a ser bastante normal. Si el retorno a la representación mimética se postuló en los neo-expresionistas como un gesto desafiante que intentaba desasirse de las coordenadas en que quedaba cifrado desde el final de la Segunda Guerra Mundial el hecho mismo de “ser alemán”, por extensión, la ola figurativa dio a cada uno precisamente aquello que estaba buscando. Si a los Estados Unidos les dio a Schnabel, a los españoles nos dio la figura de Barceló. Al fin y al cabo, nada es tan sorprendente. Bajo la norma de que ya no hay normas, bajo la historia reducida a pastiche y bajo los indicios más que claros de que el arte era, antes que cualquier otra cosa, un negocio, cada uno tomó de esta corriente lo que estaba buscando para hacerse, si no con una identidad histórica, si con un nombre y conseguir, de una manera u otra, ‘llegar a ser alguien’. De esta manera tan simple España tuvo lo que le convenía en aquellos momentos: la figura emergente de un talento joven al servicio de la recién nacida democracia.
Y es que, cuando los propios críticos alemanes rechazaron casi unánimemente los obras de Kiefer y Baselitz expuestas en la Bienal de Venecia de 1981 por emplear “métodos obsoletos para fomentar una mitología alemana no menos obsoleta”, cuando los cuadros de Kiefer fueron adjetivados en su presentación en los Estados Unidos como “ciénagas de espeso empaste”, el asunto no tenía aún la suficiente distancia temporal para ser calibrado todo en su justa medida. Pero el arte, en la historiografía negativa de su propio concepto, realiza aunque diacrónicamente siempre el gesto necesario para desasirse de las tropelías a las que es sometido. Así, si la figuración salvaje de Baselitz arremete contra lo abstracto convertido en representación dominante, si con un gesto silente de regresión consigue devolver al gesto pictórico toda la profundidad del que había sido desposeído, Barceló no hace más que hipostasiar ese gesto y reconducirlo hacia una estética, la suya, que tropieza continuamente en el amaneramiento en que unas formas inocuas y vacías pululan por el lienzo en busca de no se sabe qué. La amplia colección de acuarelas que se pueden ver en esta exposición dan fe de esto.
La tensión indómita de un Kiefer, las energías emergentes de una abstracción renuente a darse por vencida, son en Barceló colapsadas en una pletórica a-significatividad del gesto. No se adivina en él ningún gesto de crítica a la representación desde la propia representación, sino un abotargamiento de los pigmentos, un querer beber en las fuentes de la artesanía local pero sin trascenderla por ninguna parte.
Para terminar, una cita del texto de Thomas Lawson: “Sencillamente resulta difícil creer las repetidas advertencias de que el final está cerca, en particular cuando quienes hacen esas advertencias han sentado la cabeza y se han instalado confortablemente en sus propias instituciones. Buena parte de la actividad que en cierto momento se consideró potencialmente subversiva, más que nada porque prometía un arte incapaz de mercantilizarse, es ahora completamente académico”.
Aunque Lawson erró el tiro y era contra la incipiente pintura neo-figurativa contra las que iban dirigidas estas palabras, parece que la carrera de Barceló se ha esforzado en darle al fin la razón. Porque él y solo él tiene la clave: ni académico ni subversivo, mientras el elefante se sostenga sobre su trompa, nada hay por lo que preocuparse, el arte seguirá con sus efluvios de domingueros petando exposiciones como esta y de dirigentes que desde la poltrona dirijan con talante y buenismo las directrices de la cultura patria. Lo grandioso es que, al igual que tótems como Hirst, Murakami o Koons, solo Barceló tiene la llave del destino del arte. Porque, ¿se imaginan a Murakami renegando de sus efectos de mercadotecnia, a Hirst confesando que sus tiburones y calaveras son un engañabobos, o a Koons exponiendo que sus decorados pornográficos no son más que tropelías en el sinsentido de lo banal? No, ¿verdad? Pues eso, que no hay de que tener miedo, que el elefante podrá seguir haciendo el pino con la trompa o con las orejas si le viene en gana todo el tiempo que haga falta, es decir, el tiempo que Barceló necesite para hacer otra cabriola más con coste al erario público.
Parafraseando el título de la célebre exposición que significó el rutilante triunfo de la pintura neo-expresionista, Zeitgesit, en Berlín, si que se puede decir que Barceló, quizá más que ningún otro, sigue al dedillo el espíritu de los tiempos.
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