PABLO VALBUENA: ‘QUADRATURA’
MATADERO MADRID: 26/03/10-9/05/10
Desde Piranesi y su célebre serie de las ‘Carciere’, es bien sabido la íntima que relación que existe entre espacio, percepción y subjetividad. Quizá el hecho de que los dispositivos de adiestramiento y control inherentes a la razón ilustrada hayan sabido de esta relación desde casi sus inicios, ha hecho que el arte se haya preocupado desde siempre de esta perversión de la propia razón que necesita de procesos de autosometimiento para postularse como autónoma.
Foucault fue sin duda el primero en poner sobre la mesa la imbricación que existía entre la genealogía de los procesos de subjetivización y la propia genealogía del poder que, silenciada bajo la racionalidad imperante, operaba impune en estrategias panópticas como dispositivos emergentes de control. De esta manera, es inexcusable que una serie como las ‘Carciere’ solo podía llevarse a cabo gracias al giro subjetivista que toda la filosofía de Descartes había supuesto. Así, el primado de la conciencia como conciencia de sí viene desde su misma gestación de la mano de una perversión en el mirar y en el percibir hacia donde el poder sin duda se dirigió. Kant, ajeno aún al pensar praxiológico de las instancias de control y poder, quiso hacer de la precepción del tiempo y del espacio un ‘a priori’ sobre el que se levanta la experiencia y que más tarde sería enjuiciado bajo conceptos. De esta manera, Kant entiende que el sujeto trascendental se basa en una apercepción trascendental que toma al tiempo y al espacio como instancias previas de todo percibir. Pero las ‘Carcieri’ de Piranesi venían a, quizá sin saberlo, hacer ver que producción de la conciencia, control y percepción, se remiten el uno al otro en un bucle que poco tiene de apriorismo fenomenológico.
De la cárcel como mazmorra hasta las hipermodernas instancias de control, el sujeto ha ido desarrollando una subjetividad que cabe entenderse como producción endogámica al sistema de control impuesto desde las altas instancias de una razón, la ilustrada, que ofrece tanto caudal a la libertad, como doctrinario sometimiento necesita para su puesta en marcha.
El último eslabón en esta serie de dispositivos de control consiste en la autoproducción de un sujeto que él mismo es comprendido como instancia de control. Él, más que ningún otro, es el que se vigila; él, más que ningún otro, es el que se autoproblematiza en relación siempre el estatus óntico de lo ‘ahí fuera existente’. Y, justo ahí, es donde todo viene a confluir. De la mano de una absolutización del poder maquínico del signo, la ulterior disolución de lo real ha producido una implosión de las estrategias disciplinarias a escala global. Porque la producción de la realidad como simulacro perpetuo consigue que todo recaiga en una virtualidad que opera la mayor de las perversiones: que todo, absolutamente todo, necesite de una hipervisibilidad para poder postularse como ente. Nada existe que no sea televisado o retransmitido; el tiempo óntico remite a un ‘live’ telemático al que todas las pantallas del globo están conectadas.
Y esto, llevado al nivel subjetivo de autoproducción, conlleva un sometimiento disciplinario de la conciencia en el propio mirar. Ella, la mirada, produce en su mirar el régimen escópico al que desea conectarse y al que, en la acción propia de mirar, se verá sometido disciplinariamente. La perversión, como decimos, es atroz: la mirada genera la propia ley escópica al que será sometida la propia conciencia del mirar. Así, en la hipervisibilidad, la mirada, creyendo encontrar el perfecto camino hacia su autonomía plena, crea los recursos necesarios para mantener a la mirada que mira bajo el control disciplinario de su propio mirar. Sólo existe aquel que mira y que, en su propio acto de mirar, se deja mirar impunemente.
La hiperrealidad del simulacro telegénico consiste en este autoadiestramiento a escala global: la construcción perceptual del actual sujeto postmoderno consiste en levantar arquitecturas virtuales de hiperconectivdad donde todos los sujetos puedan, al mismo tiempo que ver, ser vistos. Por tanto, la subjetividad se construye así: como proceso de conectividad a ciber-arquitecturas que prometen la hipervisibilidad plena. Todo son trampantojos, juegos perceptivos, teatros de sombras, pero de ellos necesitamos para someternos al régimen escópico de lo hipervisible y, de esta forma, llegar a ser.
Lo fundamental es que se ha logrado dar la vuelta al planteamiento original. Si la mazmorra existía pese a su imposibilidad de ser vista, pese a su permanecer escondido a los ojos de la sociedad, es ahora cuando el panóptico virtual al que nos sometemos todos no solo es hipervisible, sino que existe sólo en la medida en que hay un mirar que lo mira absorto.
Hacia estas preocupaciones de percepción virtual es hacia donde se dirige la actual obra de Pablo Valbuena que se puede ver en el Matadero de Madrid. Ya su título, ‘Quadraturas’, remite al término utilizado en el Barroco para designar las ilusiones arquitectónicas. El artista, arquitecto de formación, actualiza los dispositivos ilusionista para dar cabida a toda la problemática postmoderna del mirar y del construir, del percibir y de la producción de subjetividades.
En una total oscuridad, el espectador se inserta en la producción perceptiva de un espacio circundante que surge en la virtualidad efectiva de su propio mirar. El espacio se va creando bajo la mirada de un espectador que primero se sorprende de los trampantojos visuales que tienen lugar a su alrededor, pero que pronto es comprendido como eminente productor virtual debido al hecho de que es solo mediante la mirada como el espacio se crea.
El sujeto queda insertado en una realidad que se virtualiza merced al efecto de hacerle creer que es él mismo quien, mediante su mirar, genera el espacio arquitectónico. A los engaños perceptivos de Piranesi como metáfora perfecta de los callejones sin salida a los que el cogito cartesiano estaba llamado, la instalación de Valbuena remite a una nueva subjetividad, la postmoderna, que se regodea en la virtualidad de un efecto de superficie, en una trampa visual que le hace creer que es él quien mira cuando, en realidad, su mirada es dirigida por una hipervisibilidad que le utiliza para postularse como poder de control.
El sujeto mira y, en su mirar, crea la arquitectura perfecta desde donde hacerse, él también, visible. Al final, el régimen escópico de la hipervisibilidad del simulacro conlleva una perversión en el hecho mismo del mirar. Mirando, llegamos a confundir nuestra percepción: ¿somos nosotros los que miramos y construimos perceptivamente el espacio, o es el espacio el que nos termina por construir en un remitir ineludible a nuestra condición de aletargados habitantes del panóptico generado por la hiperconectividad?
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