lunes, 24 de mayo de 2010

UN SUEÑO QUE EN ABSOLUTO ES UN SUEÑO


JORGE MOLDER: 'PINOCCHIO'
GALERÍA OLIVA ARAUNA: 20/04/10-05/06/10Según las crónicas, uno de los temas favoritos de discusión en la Villa Diodati en aquel verano de 1816 fue aquel que consideraba el dar vida a la materia inherente como el mayor acto de creación posible. No por nada, de aquellas veladas sacó Mary Shelley la inspiración para su Frankestein. Y es que, insuflado por el poder creador del espíritu, el romanticismo no hallaba límites. No por nada Hölderlin había dejaría dicho que “el hombre es un miserable cuando piensa y un dios cuando sueña”.
Pero ya el romanticismo supo la verdad de las cosas. El largo camino que presagiaba el reinado del absolutismo estético, por ejemplo en Nietzsche, supo intuir que la infinitud instintiva al que remitía la intuición estética de Shelling, más que a un candoroso juego de las facultades, estaba encaminado a una regresión hacia lo más oscuro del interior. Solo así cabe comprender la súbita irrupción del instinto, del inconsciente, del lado nocturno de la vida, sinónimos todos ellos de lo que se entendía por Naturaleza.
Es decir, el poder creador del yo ficheteano se cifraba en una instancia creadora que, pese a saberse infinita, hallaba su asiento en algo bien diferente. El poder de la noche más que el de la luz, el de la muerte más que el de la vida. El centro del yo como agente autocreador hallaba en las fuerzas ocultas a su mayor aliado. Al igual que el romanticismo veía en las ruinas lo fantástico de un tiempo pasado que siempre fue mejor, el yo absoluto descubría que eran las ruinas de sus propia alma las que incendiaban su poder creador.
El camino aparece despejado desde el primer momento: al tiempo que se asientan las bases teóricas para situar al hombre el poder de la omnipotencia creadora, se descubre que la razón no es sino el más poderoso de los fantasmas a destruir. El desencanto ante la razón histórica, desencanto que ahora sufrimos aunque sea en lo cómodo de nuestro cinismo, tuvo ya sus gérmenes en el origen. Así, el arte del genio no deja de ser paradójico: postulando una liberación en la creación artística, se hunde cada vez más en la soledad, en el extrañamiento que supone todo contacto con una naturaleza que se sabe ya la ruina de una herencia malograda.
El romanticismo satánico inglés no hizo más que bascular el peso de una intuición que suponía ya de por sí un escándalo para la razón. Lo gótico, el vampiro, el señor de la noche, las relaciones entre el bien y el mal, entre Dios y Satán, confluirán todas ellas en una disolución de la estética a manos de la teoría del inconsciente.
Pero, por el camino han ido quedando momentos crepusculares de la estética del siglo XIX y XX. Si lo feo, lo grotesco y el arabesco se enfrentaban a la regularidad de la belleza clásica, más tarde, hicieron aparición estéticas que desfiguraban la propia estética hasta, como ya hemos dicho, disolverla por completo. La teoría del inconsciente, la metáfora de la enfermedad, las formas reductoras de la subjetividad, la estética de lo obsceno y la pornografía, hasta las más recientes estéticas de lo abyecto y lo hiperreal, vienen a ser, todos ellos, momentos por los que el arte ha debido de pasar en su específica negatividad, en su saberse siempre remitido a unas estructuras que no son lo que se presuponían.
Pero los réditos que de todo ello ha sacado el multivariado poder creador del yo trascendental han sido, no solo escasos, sino hipertrofiados en una inanición absoluta. Si el romanticismo se atrevía a asociar la vida y la muerte, a insuflar vida de aquello que antes no era sino lo cadavérico, ahora es el propio sujeto quien queda disuelto en una nada espectral, en un crear que apenas es capaz de remontar el vuelo y concebirse como humano.
Las fotografías de Jorge Molder se esfuerzan en incidir en esta estética funeraria que ve en el sujeto no ya el garante de la autonomía del arte, sino la prueba más fehaciente de que el arte lo ha deglutido todo en su maquínico poder. Hasta aquello propio en que quedaba cifrado su producción, ha venido a ser un mal suelo, una nada angustiosa a la que no se sabe como dar sepultura. Al final, va a tener razón Foucault: el ser humano es un invento reciente, tan reciente que ya va siendo hora de ponerle el punto y final.
Y es que, de todas las epistemes que Foucault ha considerado en su labor de arqueólogo, de entre todas las formas de ser de las cosas que se han podido rastrear desde el siglo XVI, solo una de ellas, la surgida a principios del siglo XIX, ha dado la ocasión para que nazca la figura del hombre. Justo el momento en que el genio creador se asocia con Prometeo.



Pero lo demás, es ya bastante conocido. Si el sujeto jugaba a ser él mismo el nuevo Prometeo capaz de darse él mismo las leyes, si después la intuición maestra de Mary Shelley vino a decir que solo desde la muerte podríamos ser redimidos (Frankestein también como nuevo Prometeo), ahora Jorge Molder acierta de lleno en poner el epílogo. El hombre mismo no es que sea salvado desde la muerte y para la muerte, sino que todo él no es otra cosa que un despojo inanimado.
Si Mary Shelley quiso dar vida a lo inane, Molder representa el límite de tal imposibilidad: de la idea de que lo inanimado -la máscara- se convierta en inanimado con forma –la máscara con blusa- se pasa a una foto culmen: un hombre trajeado con la máscara. De Frankestein, el ser inerte traído a la vida, del nuevo Prometeo, se ha llegado hasta Pinocho, mascarada perfecta del estatus existencial propio del sujeto posmoderno. Vaciado en sus entrañas, haciéndose remitir a una máscara que le identifica con su estado de difunto en vida, el sujeto actual ha recorrido inversamente el camino que presagiaba la asunción de su autonomía plena.
El dejarse plegar a los dictados del inconsciente, a la fuerza brutal del malditismo ha tenido el premio que se buscaba: socavar todas las premisas en que quedaba cifrada la identidad. Como el residuo que queda después de que la economía libidinal haya puesto contra las cuerdas la idea misma de sujeto, no somos más que marionetas, Pinochos de madera que nos creemos nuestra propia mentira. Suele decirse que en los sujetos propuestos por Molder no hay rostro. Pero eso no es cierto. Sí que lo hay; sólo que el rostro es la máscara funeraria de aquel hombre que nunca hemos llegado a ser.
Todo un sueño, un error del que una vez nos quisimos creer héroes prometeicos venidos de no se sabe muy bien donde, para terminar como la máscara funeraria de una inanidad mortecina. Un simple efecto de superficie más, el que remite al simulacro de creernos aún con las garantías suficientes como para ser dueños de nuestros destinos. “Tuve un sueño, que sueño no fue en absoluto; el brillante sol habíase extinguido y las estrellas vagaban oscuras en el espacio eterno” decía el poema de Lord Byron, anfitrión perfecto para aquellas veladas de 1816. Quizá es que lo específico humano sea seguir anhelando el mismo sueño que sabemos nos destruye.

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