LA CASA ENCENDIDA: 09/09/10-24/10/10
Todo queda desplazado, atrincherado en su retaguardia o lanzado a explorar aperturas antes ni siquiera atisbadas. La reverberación de las series se postula como pathos donde el humano postmoderno se las ve y se las desea para hallar sustento y acomodo. El fundamento se abre ahora más que nunca a una esenciante desfundamentación. El abismo es nuestro destino.
Al quedar todo desplazado, sin ninguna estructura jerárquica a la que remitir, la visión queda narcotizada en los faustos de una hiperexposición a la novedad, al consumismo de lo que vale un aleteo en el plano de inmanencia. El consumismo, como sostiene Zygmunt Bauman, no es en anhelo de poseerlo todo, sino la capacidad innata al hombre contemporáneo de desprenderse de cualquier cosa al instante siguiente de haberlo conseguido.
El régimen escópico de la sociedad desplazada es la hipervisualidad de lo invisible. Si hasta hace bien poco la práctica artística sostenía aún con penurias y de forma negativa la noción de estructura en un juego polisémico que redundaba en apropiacionismos donde el hecho de seleccionar, escoger y combinar estaba considerado el grueso de la capacidad artística de un artista que seguía al pie de la letra los dictados de la muere del artista pregonizados por Roland Barthes, ahora el arte remite antes que nada a abrir aperturas de sentido en esa tectónica de base que supone el régimen de lo hipervisual sostenido por la economía del telesimulacro global.
De ahí que el arte actual, al tiempo que insiste en su capacidad de autocuestionamiento de una razón que se evade por los márgenes de lo establecido como racional, al tiempo que trae para sí la misión de seguir los devaneos de una razón que ha resultado falsa y enmascaradora, se erige como dispositivo mediante el cual operar una apertura en el cierre sellado por la tele presencia del signo-mercancía. De ahí que para el arte quede entonces la misión neobarroca y postconceptual, siguiendo aquí a José Luis Brea, de abrir el pliegue en una alegoría que más que representar señale, de promover una reverberación de más entre las placas que sugiera la radical posibilidad del accidente, de reterritorializar flujos que posibiliten una reasignación reflexiva en el imaginario colectivo.
Si lo ciber-postmoderno se inspira en lo transutópico de una colección de fragmentos, en un residuo hipertextual, en una amalgama de lecturas a saltos y en el ejercicio transbanal del pastiche donde lo paranoico, lo provocativo y excitante adquiere rango de hiperreal, al arte no le cabe otra sino crear una diferencia en la tectónica de superficie y barruntar el sortilegio necesario para que el simulacro de la geopolítica atesore una utópica resistencia al desvarío servil de la eugenesia generalizada en el hiperconformismo actual.
Y si hacemos hincapié en lo geopolítico es porque, como indica Vattimo, la transformación más radical en el cambio que media entre la modernidad y la era de lo ‘post’ ha sido el paso de la utopía a la heterotopía. Si el espacio es heterogéneo es precisamente acotando el campo de acción como las estrategias del poder, solapándose unas a otras en una heteronomía estratificada, llevan a acabo el tour de force de unos regímenes disciplinarios que meten el bisturí hasta el fondo seleccionando y acotando la muestra hasta la exclusión definitiva de todo lo social.
En este sentido, Fernando Castro Flórez señaló en un texto la heterotopía artística contemporánea como aquella que “está caracterizada por un afán contextualizador que, al fijarse obsesivamente en el territorio del museo, acaba por ser tautología”. Y eso, precisamente, es lo que hay que tratar de evitar a toda costa: que la capacidad de resignificación del arte quede cifrada y reconducida a instalarse someramente entre cuatro paredes y, desde ahí, atisbar un simulacro de generación de experiencias.
Así pues, si el arte está destinado a recartografiar el espacio, si ha de proceder genealógicamente en busca no tanto de un origen como de un comienzo, obviamente que su propia capacidad de autoreflexión es lo que en primer término ha de ponerse en cuestión, ya que un arte que no escape a sus propias heterototías poco o nada puede hacer frente al poder omnívoro del simulacro hiperreal.
‘Desplazamientos’, la actual exposición en La Casa Encendia y con la que se celebra el décimo aniversario de los Premios Generaciones, ha seleccionado a diez de sus hoy más afamados participantes para dilucidar las posibilidades reales del arte en relación a abrir una sutura en la tectónica de superficies que sella de modo maquínico la lógica de lo hipermoderno.
En todos ellos el material de trabajo es el mismo: el espacio. La labor de cada artista consiste entonces a generar una torsión, un desplazamiento en el plano de inmanencia en que dicho espacio queda clausurado. Las estrategias son diferentes: resimbolizar o resignificar, operar una regresión que señale una ausencia o un punto de fuga, repolitizarlo ideológicamente o problematizarlo en relación a su carácter de obra de arte.
Todo redunda, por tanto, en un asincronía entre las serie de las superficies que supuestamente estructuran nuestro imaginario. El espacio, en manos de estos artistas, deviene lugar de vagabundeo de una memoria nómada, territorios donde inscribir una semantización topológica diferente, ideológica y pulsional, geologías de lo posible/imposible, de la huella, el rastro y la ausencia.
Quizá solo así, pidiendo cuentas al arte en su labor de operar la disincronía y la fugacidad, podemos a fin de cuentas reterritorializar un espacio, el social, preso hasta ahora de la catexis impositiva de un capital que necesita pleitesía plena para proceder a la producción de subjetividades a pleno rendimiento. Si la incapacidad subjetiva para establecer analogías conlleva una desorientación existencial del sujeto postmoderno y un atrincheramiento en la seguridad que otorga la proliferación de no-lugares, quizá vaya ya siendo hora de atrevernos a derribar los muros que nosotros mismos levantamos en su día.
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