PABLO VALBUENA: "PUNTOS DE FUGA / VANISHING POINTS"
GALERÍA MAX ESTRELLA: 09/09/10-23/10/10
Si hay algo que caracteriza a esta época nuestra de detritus gnoseológico es la de nadar en un mar nauseabundamente lleno de conceptos manoseados hasta el infinito. Pero es que la tardo-postmodernidad es eso y poco más: crear un armazón conceptual que remita a instancias fracturadas, a lugares abotargados por lo fragmentario de un discurso que se sostiene en su propio carácter de inasible en lo ruinoso de nuestro propio tiempo. En definitiva, cuando el carácter óntico de la realidad descansa sobre un concepto tan voluble y omniabarcante como el de simulacro, poco se puede esperar.
Y lo cierto es que desde la atalaya que supone tal concepto, todo puede adquirir rango de categoría esencial. El simulacro, el eterno retorno de la diferencia, la estratificación perpetua de una mismidad que retorna ad infinitum como copia de una copia, se ha instalado con plenos poderes para, desde el poder despótico que le otorga el mito de la transvaloración, legitimar cualquier discurso.
Lo siniestro de todo esto es que el dogma del devenir que sostiene la actual cultura cibernética guarda en su esencia aquello precisamente que quería sortear. El miedo, la fatuidad en la acción revolucionaria, la oportunidad para ejercitarse de manera novedosa en el servilismo que se oculta en lo transgresor de una pose, todo ello viene a coincidir en la catatonia efectista en que todo ámbito productivo ha caído cuando menos se lo esperaba.
El arte, a la hora de afirmarse como instancia contradiscursiva, no podía ser menos. Amparado en unas prácticas que se postulan como críticas contra el imperio de la producción capitalista no hacen, las más de las veces, sino seguir el ritmo a la hipotastación de todo reducto de libertad ejercido por el poder maquínico del signo-mercancía.
Si, como sostiene Adorno, “el arte debe cargar con toda la culpa del mundo”, lo cierto es que la culpa que se destila de unas prácticas artísticas que corren parejas con la producción a velocidad límite del simulacro a escala global parece ya imposible de hallar redención.
¿No estaremos, por tanto, a las puertas del tan cacareado ‘fin del arte’?, ¿no supondrá tal fin del arte, por el contrario, la posibilidad más plausible de por fin abrir un claro que posibilite un encuentro con la esencia, ocultada en sus herejías, del propio arte? Ya que los ecos de Heidegger son aquí innegables, inferir de todo esto la posibilidad de un ereignis donde el hombre quede abierto al encontronazo con lo verdad del arte asusta más que otra cosa: ¿es tan inoperante el arte que en los últimos cincuenta años no ha sido capaz de siquiera intuir que su papel de comparsa en relación a una comprensión de la realidad como simulacro no le otorga ninguna otra capacidad que no sea la de efectiva regresión poética a un pasado nunca sido?
Así, un arte que abra las puertas a una ulterior posibilidad de salvación ha de venir, antes que nada, de una reflexión acerca de los asideros donde arte y simulacro se dan el uno al otro sin esperar otra cosa que una plácida siesta.
En este sentido, la obra de Pablo Valbuena, del que ya tuvimos una fantástica prueba en la instalación que llevó a cabo en el Matadero Madrid y que ahora en la Galería Max Estrella certifica con incuestionable solvencia, puede comprenderse como un intento de redescubrir aquello que quedó olvidado y que ahora no hace, como hemos venido diciendo, sino abocar al arte al más estrepitoso de sus fracasos.
El punto de partida de Valbuena consiste en permanecer fiel al espíritu de la diferencia que animó desde el comienzo la conceptualización de la noción de simulacro. Lejos de caer en un idealismo del simulacro à la Baudrillard, de plegarse a los dictados del fluir más descafeinado, el simulacro de Valbuena retoma para sí un pensamiento de la diferencia que, lejos de subvertir los órdenes, apuesta por un simulacro que muestra la esencia misma de los acontecimientos.
Así, su diferencia no es la que viene sobrepotenciada por un retorno siempre más desquiciado, no es la que privilegia idealmente el devenir en detrimento de la presencia. Su diferencia, por el contrario, es la que evidencia el entrecruzamiento siempre deficitario entre dos series. En su caso, como en el de Deleuze, la serie de lo actual-presente y la serie de lo virtual.
Es aquí, en la noción de virtual que vertebra toda su obra, donde el trabajo de Valbuena alcanza una renovada capacidad para repensar las posibilidades de un arte que demasiado pronto se ha dejado seducir por los cantos de sirena de la virtualidad como epifenómeno de un simulacro que prometía un sobrepujamiento afirmativo de toda instancia crítica o creativa. Lo virtual para él no puede ser otra cosa que el exceso de significante en que redunda siempre la serie del presente, la realidad simultánea pero siempre incompatible con el presente, la mitad faltante de los objetos y que no puede ser traída voluntariamente a la conciencia.
Del mismo modo que el “temps retrouvée” de Proust no es el tiempo pasado, sino su diferencia con el presente que se repite en él, las virtualidades perceptivas a las que nos somete Valbuena no remiten a la idealidad de un simulacro ni a la virtualidad de una percepción diferente, sino que articulan una estructura donde lo percibido y no percibido, lo presente y lo ausente, lo virtual y lo actual, se dan el uno al otro en un juego de las diferencias que despliegan, al igual que un yo-Combray nunca vivido, un yo-espectador nunca antes experimentado.
Así, las arquitecturas virtuales de Valbuena nos presagian la intuición fundamental de todo arte: que la realidad es siempre no–toda, que existe un exceso imposible de asimilar y de traer a la conciencia, pero tan fundamental como la otra mitad siempre presente. En definitiva, sus simulacros no redundan en idealidad alguna, sino que nos señalan el camino a seguir para un arte que debe de encontrarse, cuanto antes, con su otra mitad: aquella que, por el mero hecho de señalarla, falta siempre.
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