miércoles, 7 de septiembre de 2011

11-S: MEMORIAS FRAGMENTADAS (1ª PARTE)


FRANCESC TORRES: MEMORIA FRAGMENTADA. 11-S NY
CCCB
(2 parte: http://blogeartemadrid.blogspot.com/2011/09/11-s-memorias-fragmentadas2-parte.html)


Deleuze, para citar un filósofo hiperconocido, distinguía entre un tiempo global, no determinado por la temporalidad mundana, llamado Aión, y otro tiempo, susceptible de fragmentarse en una sucesión infinita de instantes que remitirían a un pasado, presente y futuro, llamado Cronos.

Nosotros, elevados veinte palmos sobre la parafernalia de las disquisiciones con tufo a escolástica acerca del tiempo, no somos otra cosa más que tiempo. Un tiempo ínfimo, infinitesimal y reducido a una instantaneidad convertida en la mercadotecnia del humo. Pero tiempo al fin y al cabo.

Tal es nuestra dependencia estructural de esta inmaterialidad temporal que la enfermedad más sintomatológica de esta era tardomoderna no es otra que un ansia por congelar, de la manera que sea, ese tiempo-instante que se nos esfuma de entre las manos. Es decir, eliminado la temporalidad de Cronos, el ser humano intenta conjurar a Aión para así vivenciar la temporalidad de la que ha sido expulsado.

No es ya que el ser humano tenga querencia al rito, a festejar el tránsito entre umbrales; no ya tampoco que su capacidad de razonar le lleve a apoltronarse siempre en esa atalaya que supone ser siempre la generación más moderna y compartir un tiempo hiperexcepcional. Es que, una vez la homogeneidad de un tiempo-cero diluye toda memoria, una vez la imagen ha sido exonerada de su capacidad para hacer presente esa lejanía de la que hablaba Benjamin, el hombre se ve desnortado, angustiado por una existencia desde la que ya no distingue ni tiempos ni lugares excepcionales.

Así las cosas, la memoria, fagocitada de su labor de archivo, queda a expensas de ser un imposible. La memoria de archivo, licuada de cualquier vinculación epistémica, trabaja ahora a merced de los flujos libidinales propuestos siempre por una mercancía encarnada en la diferencia del eterno diferir en que se ha convertido la imagen.

Es decir: la lógica hipercapitalista juega donde más le conviene: en proponer un sistema transaccional donde sea la inmaterialidad de la imagen (de la e-imagen diría Brea) la que posibilite una topografía libidinal plana, donde la distancia quede anulada en una coincidencia radical entre medio y mensaje, entre receptor y emisor. Una vez todos somos medios de comunicación, una vez toda la realidad ha devenido medial, el espectáculo presagiado por Debord no ha hecho más que triunfar de manera rotunda.

Y, obviamente, habida cuenta de que la distancia se hace cero, la memoria, esa fina membrana que separa temporalidades mediales en esa misma distancia, se diluye en un mar de afectos y de efectos de superficie.

Y todo esto, se dirá, ¿a cuento de qué? Muy sencillo: síntoma fundamental de esta neurosis colectiva, de esta desmembración de las redes troncales a las que la esfera socio-política queda antaño vinculada, es una obcecada idolatría de acontecimientos-límites, de una efemerología con la que poder tejer siquiera la posibilidad de un efecto memorístico.

No ya el trabajo del duelo del que hablara Derrida, no ya tampoco el recuerdo del otro levinasiano ni de la culpabilidad nihilística de un ‘yo más culpable que todos los demás’; se trata de un ejercicio voluntarioso pero extraordinariamente cínico de condensar posibles potencialidades heurísticas en esquejes biográficos, en historietas noveladas para la omnicomprensión del pueblo; el tiempo, cifrado en la concupiscencia del acontecimiento, trae para sí todas las potencialidades homogenizadoras para que nada, ni lo vivo ni lo muere, escape al poder dogmático de la maquinaria.

Y, obviamente, en esta videoesfera en que ha devenido el mundo, en esta pantalla-imagen donde el tiempo es global y tendiendo a cero, el 11/S, el poder de ese Acontecimiento raya hasta tal punto esta neurosis colectiva en busca de tiempo que se ha elevado en frontera entre milenios, en Evento omnicomprensivo de una época condenada a toparse cara a cara con su no-sentido.



Ahora que, en cuestión de días, se cumplirán diez años de tal suceso, toca reflexionar sobre él. Si lo haremos al hilo de una exposición que tendrá lugar en el CCCB y que expondrá un conjunto de fotografías que tomó Francesc Torres en el Hangar 17 del aeropuerto JFK de Nueva York (ahí donde se han almacenado restos de la hecatombe), no es tarea menor el contextualizarlo en relación al conglomerado de ideas que conforman el sustrato epistémico actual –ya habrá tiempo después de justificar, o no, una exposición como esta.

El poder catatónico de tal acto terrorista, no lo olvidemos, consiste, a nuestro juicio, en haber rasgado la única pantalla que es imposible de rasgar: la de la pantalla-mundo, la del devenir-imagen de la realidad completa.

Si el mundo-imagen consiste en un efecto simulacionsita e hipermediático donde todo accidente remite ya a una factualidad ínsita en la economía hipermoderna del capital; es decir, si nada puede ya escapar al dominio omnipotente de la imagen transaccional, si el espectáculo es el pathos normativo de una realidad devenida imagen, el 11/S supone un exceso, un hiperexceso si se me permite, una sobreabundancia de efectos llevada a cabo en una pantalla que aún hoy necesita operar bajo cierto cuantum de imagen. Pese al poder dromótico de la imagen-tiempo que acontece globalmente, el poder maquínico de la imagen –a efectos de transacción-, todavía ha de operar bajo ciertos condicionantes.

Baudrillard ya sostuvo algo parecido: en el desierto de lo real en que se había convertido la realidad, el 11/S supuso un golpe traumático, un exceso de realidad que el simulacro no pudo asimilar. Por primera vez en mucho tiempo, algo hacia saltar por los aires la anestesia que para cualquier acontecimiento tenía el quedar remitido ontológicamente a efectos mediales. Es decir, el 11/S es un acontecimiento hipermedial, que excede la capacidad maquínica de los medios actuales.

Pero si Baudrillard cita lo real mediático, también podría uno remitirse a lo real psicoanalítico de Lacan: en el ‘entremedias’ existente entre la mirada del ‘yo’ y el objeto mirado, se eleva una pantalla –la pantalla-tamiz- donde el trabajo simbólico permite que el fogonazo de lo Real no nos deslumbre en el mirar. Así, lo simbólico vendría a llenar un mirar-que-no-ve, un punto ciego donde la mirada quedaría remitida a un sostenerle la mirada a un dato nouménico, a un epifenómeno. Así, como sugiere Zizek, el trabajo de la ideología apuntaría a un hacer mediar una distancia entre la mirada y el objeto donde el trabajo simbolizante permita tanto el no quemarse en las lindes de lo Real como su sostenimiento. Y es que sin Real al que apelar la lógica de la economía libidinal no tendría posibilidad alguna de triunfo: si la realidad es siempre no-toda, se necesita un punto de centrifugado, algo más real que la propia realidad, un algo que consigne el trauma original.

En este sentido entonces, el 11/S remitiría a un extra-acontecimiento donde no hay ya capacidad simbolizante que permita su remisión a pantalla-tamiz alguna. Si, aún incluso, el trabajo medial de la mercancía ha conseguido aliarse con la imagen en aras de conseguir una capacidad libidinal sin precedentes y así lograr el colapso completo –la opacidad perfecta- de esta pantalla-tamiz (nada habría ya que simbolizar ya que todo quedaría referido a procesos transaccionales hiper-rápidos y donde la imagen acogería para sí el máximo poder libidinal posible), el acontecimiento del 11/S habría logrado romper la pantalla-tamiz reconvertida ahora en videoesfera y darnos a ver aquello justo que queda evitado, arrinconado: el horror de lo Real.

Así entonces, el efecto conseguido excedió con mucho los típicos movimientos de superficies a los que estamos acostumbrados, No ya tectónica mediales, no ya nodos rizomáticos hipertensados anta la imagen-acontecimiento, sino el desgarro radical de un evento que destroza toda pantalla. En un mundo acostumbrado al nano-acontecimiento, a la microfísica de poderes medialmente repartidos, el 11/S derribó la panacea de la mercancía-imagen para darnos de bruces con el espanto de un horror todavía imposible de dominar por completo.

Pero más importante que esto –o por lo menos más sutil de comprender- es la mecánica originada tras el paso devastador del acontecimiento ‘11/S’. Con esto no nos queremos referir al impacto estratégico-político que esto tuvo, a las decisiones tomadas por la administración Bush ni al intento de darle la razón a los popes del choque de Civilizaciones –Huntington a la cabeza.

Y es que, pese al destrozo, la lógica del simulacro impone su poder. Ante la sutura que produjo la caída de las Torres Gemelas, la economía libidinal de la imagen-mercancía no hizo más que acelerar su ritmo. Y es que la falla ha de quedar sellada y, para ello, no existe otra estrategia que la de aumentar los regímenes de disciplinamiento, la neurosis colectiva ante la posibilidad radical de un tiempo-cero y, obviamente, ejercitar el juego político con los rescoldos aún humeantes de un terror que ya no hacía falta representar.




Aquí es donde, por fin, todo viene a converger. En esta situación, en esta necesidad de la lógica del hipercapital, antes que todo sea absorbido por el agujero negro que supuso el 11/S, la imagen ha terminado ya por aliarse con los mecanismos y modos de producción del capitalismo postmoderno.

Si los regímenes de exhibición y producción de la imagen han venido a confraternizar con los regímenes políticos que otorgan visibilidad debido al hecho de acaparar para sí toda la capacidad de atesorar memoria, de abrir el mundo, es ahora cuando tal liasson se nos antoja fundamental. Si toda sociedad puede quedar fundamentada en un régimen de visibilidad que dispensa parabienes debida al hecho de anudar una cierta trabazón entre lo que se ve y lo que no se ve, entre lo que se sabe y lo que no se sabe, ahora, el régimen estético diría Rancière, ha llegado –nos ha hecho llegar- a una conclusión que no por parecer obvia y redundante, nunca había sido tenida como tal: lo que se da a la visión es lo que es posible conocer.

Y es que, aunque quizá sorprenda así de primeas, el arte siempre ha tratado de lo contrario: de si es posible conocer aquello que no se ve, y si es posible ver aqeullo que no se conoce. Citar a Benjamin y su noción del ‘inconsciente óptico’ es ya recurrente, pero, ¿no es eso de lo que tratan muchas de las vanguardias, quizá con Malèvich a la cabeza? Ver lo que no se ve, conocer lo que no se ve: es decir, indagar sobre los umbrales de lo visible,

Si entonces sostenemos que el régimen de producción de los imaginarios y aquel otro económico donde la mercancía queda lanzada a un juego transaccional infinito han venido a converger, no es por otra cosa que porque, ambos, en su darse recíproco, han concluido en la afirmación de que sólo aquello que se da a la visión es posible conocer.

Si toda visión nunca ha sido inocente, obviamente que en este juego de recurrencias básicas y dadas siempre al abrigo de una economía hiperfluídica la forma de ver –los actos de ver- están teledirigidos políticamente para sellar epistémicamente todo campo donde pueda darse lo posible. Si la imagen encarna ahora la mayor cantidad de quantum libidinal posible en una sola jugada, es precisamente por haber atesorado en torno a sí la innata capacidad para abrir el saber a un ver original. Es decir, solo con la entrada de la imagen en las redes de la hipereconomía del capital, el campo escópico y el campo epistémico coinciden por completo.

Si el ver nunca es neutro sino que más bien es político, si la constitución del campo escópico es cultural¸ imagen y mercancía se dan la mano para abrirnos el mundo en una tautología radical, donde lo visible y lo decible coinciden punto por punto con el campo topológico de las posibilidades cognoscibles de lo posible.

Pero, ¿cómo se consigue esto?, ¿cómo consigue el poder de la mercancía aliarse con el poder de la imagen?, ¿cuál es la estrategia por la cual dirigen la mirada, sincronizan los pensamientos y confluyen en una mirada-mundo como construcción adiestrada?

A este respecto, al poder mediático de las imágenes, a las estrategias puestas en marcha por el capital para la omnicomprensión de la realidad como videoesfera panóptica es hacia donde dirigiremos nuestras reflexiones en la segunda parte y donde, al hilo de tales consideraciones, daremos cuenta de esta exposición del CCCB y de Francesc Torres.

Pero, mejor, adelantar algo: haciéndonos creer que los imágenes son infinitas, que su régimen de producción y exhibición se da en régimen de producción abierto, el sistemas logrará, al tiempo, dos efectos perfectos: por una parte, logrará que para cualquier deseo, para cualquier flujo libidinal, halla una imagen con la que catexizar tal deseo (incluso, el sistema es tan perfecto que crea primero las imágenes para después concitar el adiestramiento necesario del que resulte el deseo apriorístico); por otra parte, nos hará creer –siguiendo esa idea d que ahora converge lo conocido con lo visto- que no hay márgenes para lo no-visto, que todo –en la ideología de la democracia global- puede ser visto, escrutado, que las imágenes son infinitas, que debemso apostar por más y más imágenes, hasta –como comentará Virilio- el crack de las imágenes.

El sistema logra entonces lo anhelado: tener un objeto con el que catexizar cualquier flujo, y hacer que a esa catexis le siga otra infinitamente. No hay salida: lo visto coincide con lo cognoscible. ¿Se atisba ya nuestro punto de vista? Porque, ante un Acontecimiento como éste que nos ocupa, ¿qué sabemos de él?, ¿qué nos han dado a ver? Y, ahora en este caso, ¿qué nos da a ver esta exposición del CCCB? Ya veremos, pero, por de pronto, toda mirada, todo acto de ver, está ideologizada.

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