viernes, 16 de septiembre de 2011

11-S: MEMORIAS FRAGMENTADAS(2ª PARTE)



FRANCESC TORRES: MEMORIA FRAGMENTADA. 11-S NY
CCCB: 08/09/11-03/11/11


“La enciclopedia de mundo y la pedagogía de la percepción se desplomaron y fueron sustituidas por una formación profesional del ojo, un mundo de controladores y controlados que se comunican dentro de lo técnico, nada más que lo técnico… El ojo socio-técnico a través del cual se invita al espectador mismo a que mire, dando lugar a una perfección, plena e inmediata, instantáneamente controlable y controlada”.
                                                                                            G. Deleuze


A la hora de desentrañar las novedades que una filosofía crítica pudiera aportar en este mundo globalizado y poliesceneográfico, lo fundamental es percatarse del giro dado por las tectónicas de superficie que la ideología imperante (la de la imagen-capital) en los últimos años.

Si ya parece de todo punto inasumible aquellas estrategias subversivas que se situaban en lo antagónico del sistema para, desde ahí, llevar a cabo algún tipo de ‘atentado’ con el que dinamitar alguna parcela de dominio capitalista, ahora, habida cuenta de esta imposibilidad manifiesta, bien pareciera que vivimos en el mundo de la hiperdemocracia y que, en este sentido, la distribución de imágenes y su exhibición en regímenes que pudieran pensarse como de libre difusión y, más claramente aún, de libre acceso, es la encarnación más nítida de este nuevo alumbramiento global: la panacea de la videoesfera global, ahí donde ya no habría regiones de desconocimiento, ahí donde, por fin y de una vez por todas, todo lo cognoscible sea visible y, como no, todo lo visible sea cognoscible.

Así, pensamos, la perversidad límite del sistema es la de hacernos creer que todo, en el límite de lo visual, coincide consigo mismo y revierte en una imagen perfecta de acceso y distribución perfecta. La realidad entera, habiendo devenido imagen, junto con la democratización del régimen de visibilidad, pareciera ya remitir a una idealidad socio-política perfecta.

Pero, situados en este punto, el mismo proceder ideológico que capitalizó toda posible crítica hasta mediados del siglo XX, parece reflejarse en la ideología dominante actualmente. En este sentido, si ya no se piensa que exista nada oculto debajo de la imagen, si ya las filosofías de la sospecha han venido a dar a estrategias críticas más preocupadas en hacer comprender los dispositivos de emergencia de la imagen, es también moneda común de cambio el interpretar esta deflación de la imagen como el nuevo opio del pueblo, la nueva panacea que acontece e idioticia al ciudadano medio. Siempre el capital se ha movido en estas dos direcciones: posiciones conservadores haciéndonos comprender lo maligno de un exceso de todo (de velocidad, información, imágenes,…) y una ensañamiento progresista denunciando ese ‘algo’ que no se nos permitiría ver y por el cual las susodichas posiciones conservadoras velarían haciendo lo posible para el persistir de su ocultamiento.



Ambas posiciones no han hecho más que coincidir en el reflejo invertido de una distancia que queda anulada en su inmediatez: ambas pretenden dinamitar la distancia que media entre observador e imagen, para proponerse como pathos ético-político afanado en la eliminación de todas las distancias.

A este respecto, es opinión general que la razón fundamental por la cual parece que el ciudadano está insensibilizado ante la realidad que le rodea –obviamente en mayor medida en relación ante imágenes de horror o tragedia-, es que el propio sistema nos sumerge en un torrente de imágenes de manera que el mal de las imágenes, simplemente, es su número. Este razonamiento, pese a proponerse como crítico con el sistema, no hace más que estar en perfecta concordancia con él: el hecho de que, sostienen ellos, la democracia sea total y el acceso a la información no tenga límites, tiene su contrapartida en la situación de indefensión en que queda amparado el ciudadano a ser diana perfecta para una profusión de imágenes donde la mirada queda fascinada y el cerebro reblandecido. Así pues, no hay márgenes para lo no visible, lo no factible y, razonamiento último, eso no ha traído más que la emergencia de un sujeto idiotizado y febril ante el bombardeo mediático de imágenes. Siendo corolario entonces último que al espectador, al ciudadano, hay que protegerle de alguna manera de este febril bombardeo de imágenes. Es decir, al ciudadano hay que cubrirle con una fina pátina de hipervigilancia paternalista que vele por su seguridad y por su, como no, homogeneidad dentro de la pantalla-imagen. Como bien diría Agamben, y habiendo coincidido que la telerealidad opera preeminentemente desde los medios, “a la dictadura de los medios de comunicación le gusta los ciudadanos horrorizados pero impotentes”

Pero, no obstante, la realidad política de los medios es muy diferente. La estrategia de los medios de comunicación dominantes no es ahogarnos bajo un torrente de imágenes sino reducir su número, seleccionarlas y ordenarlas cuidadosamente. “El sistema informativo, dice Rancière, no funciona por el exceso de las imágenes; funciona seleccionando los seres parlantes y razonantes, capaces de ‘descifrar’ el flujo de información que concierne a las multitudes anónimas”. En otras palabras, lo que llevan a cabo los medios de comunicación no es poner al alcance de todos la multitud de imágenes que, día tras día, se crean, sino, casi todo lo contrario, realizar un filtro para mostrarnos aquellas que ‘realmente’ debemos ver de manera que “la política propia de esas imágenes consiste en enseñarnos que cualquiera no es capaz de ver y de hablar”. Rostros de gobernantes, de expertos, de periodistas especializados, junto con alguna que otra historia con la que, esta vez sí, dar voz a los silenciados es lo que se nos da para ver principalmente. Y, en este sentido, la víctima, como no, tiene su iconografía y su visibilidad justa y precisa

Atendiendo entonces a esta categoría de víctima, una vez puesta sobre la mesa la mecánica propia de la distribución y exhibición de imágenes, la cuestión entonces de lo intolerable queda desplazada. La cuestión, piensa Rancière, ya no radica en la viabilidad o conveniencia de mostrar o no tal o cual imagen, sino “en la construcción de la víctima como elemento de cierta distribución de lo visible”. Porque ninguna imagen funciona aislada del resto sino que su funcionamiento queda a expensas de pertenecer a un dispositivo determinado de visibilidad. Es entonces cuestión de dispositivos, de qué tipo de atención provoca tal o cual dispositivo, más que de dilucidar si hay que mirar tales imágenes o no, si se deben de distribuir o no. La problemática de las imágenes queda entonces insertada dentro de la cuestión acerca de “saber más bien en el seno de qué dispositivo sensible es preciso hacerlo”. Es decir, las imágenes, más que dar que pensar, piensan: operan desde cierto determinado dispositivo.

Así las cosas, si Deleuze diría que lo acontecido, siempre mediado por una cámara como verdadero ojo-máquina, “es el consenso por excelencia, es lo inmediato social, lo técnico, que no ofrece ninguna disyunción posible de lo social, es lo socio-técnico en estado puro”, a lo que se ha de afanar todo estudio cultural, es a dinamitar esta presuposición de inocencia para dar cuenta de los verdaderos dispositivos quo operan en el interior de la imagen, para desde ahí dilucidar las políticas y, obviamente, los intereses, que hacen emerger determinada visualidad emparentada con la construcción tanto de la víctima como del Acontecimiento en sí mismo.

Situándonos ya por fin desde esta atalaya epistémica, las imágenes del 11/S se nos antojan un modelo casi fundamental con el que reflexionar acerca de las estrategias de la maquinaria reproductiva y distributiva de la imagen-mercancía en la era del, como diría Virilio, ‘tiempo acabado’


Apenas hace unos días, con ocasión del décimo aniversario, pudimos contemplar, una y otra vez, cómo las imágenes del 11/S se repetían maquinalmente en un zappeo constante. De ser fieles a lo hasta aquí explicado, de ser fieles a lo planteado por la más moderna teoría de los medios -aquella que desde Günther Anders explicita cómo la imagen televisiva tiene más de perverso que de pedagógico al quedar remitida a una equivocidad ontológica cifrada en una anulación epistémica de la realidad-, este bombardeo mediático persiguió, y seguirá persiguiendo, la incorporación lenta pero metódica de aquel Acontecimiento que rasgó el velo de la videoesfera al inconsciente colectivo de una globalidad entera.

Así, si ha quedado claro que no hay nada detrás, que como diría Susan Buck-Morris, “el mundo-imagen es la superficie de la globalización, es nuestro mundo compartido”, los medios persiguen la homogenización de todo Acontecimiento en aras de desanclar finalmente al ciudadano de una realidad bajo sus pies. Para ello, claro está, las estrategias son varias: o se encumbra a espectáculo mediático cualquier Acontecimiento –y para ello el 11/S es arquetípico de esta modalidad-, o, en un reverso maligno de la anterior estrategia, los medios desjerarquizan todo Acontecimiento (a este respeto el artículo recientemente publicado en Salonkritik de Maria Virginia Jaua es ampliamente revelador) para terminar dando como resultado ese ‘desierto de lo real’ que ya profetizó Baudrillard.

Sea cual fuera la estrategia preferida, misión del artista entonces es, como sugirió el propio Benjamin, rasgar ese mismo velo de lo fantasmagórico que para sí hiciera el 11/S. En esta doble simetría que parece vincular el acto terrorista con el acto artístico, no estamos apelando a estrategias subversivas ni revolucionarias -ni mucho menos asesinas. Simplemente queremos dejar al descubierto como, en la era del hipercapital, el arte, en el trabajo de ficción que se le presupone, más que presentarnos vestigios de lo ya-sido, más que esforzarse por el docudrama, ha de hacer presente una ausencia infinita, un hueco insoslayable en la red rizomática que nos sustenta. No llenarlo de memoria –porque, y a fin de cuentas, ¿cuánta memoria puede uno soportar?-, ni fetichizarlo a base de maquínicas repeticiones.

En este punto, quizá la trilogía de la guerra de Rosselini es ejemplo más que claro: Rosselini, para realmente hacer inolvidable el Acontecimiento de la catástrofe, no se pliega a los dictados de la representación, sino que presenta una ficción en el escenario de la devastación de una guerra real.

Es decir, no caben medias tintas: no se puede apelar a lo ya-sido para hacer saltar la chispa de lo inmemorial de un fantasma, no se puede dilucidar el horror del pasado desde la presentación hipermedial de la imagen. En otras palabras, no se puede mediar entre lo que no tiene medida más que confrontando la desmedida desde un presente lanzado aquí y ahora que tercie entre la presencia y la ausencia de ese mismo pasado.



No hay palabra –ni mucho menos imagen- que llene ese vacío, claro está, pero solo así nos podemos hacer cargo de la destinación última del arte: que no existe medida, que no se puede ya apelar a lo sublime de un pasado ni a lo irrepresentable de una posible mediación. Es decir, lo sublime no ha de ser ya el lugar donde impensable e irrepresentable se dan la mano para postular una representación mediadora, sino que lo sublime ha devenido ya lugar común de una desmedida ínsita en el mismo núcleo de la imagen contemporánea.

Palabra y testimonio se deben de tejer en la imagen del arte contemporáneo para dar cuenta de lo increíble e inconmensurable de todo acontecimiento: que la memoria no se debe plantear como el artificio de un ya-sido fantasmal, sino que apela a un hinc et nunc radical.

Pero, muy por el contario, y ya pareciera que nos dirigimos al punto que nos ha servido de detonante para estas reflexiones -la exposición en el CCCB de Barcelona de una serie de fotografías tomadas por Francesc Torres de los objetos recogidos tras el 11/S-, muchas estrategias artísticas, aunque no lo parezcan, no hacen sino ayudar a la imagen-sistema en la homogenización global de todas las imagen-Acontecimiento. La presencia de un ya-sido radical, más que atemperar lo insondable del abismo, no supone sino un olvido radical del trauma en favor de una espectacularización sublime de lo detrítico.

Pero, antes de entrar a discutir este punto –punto central de estas reflexiones-, vayamos a explicar los pormenores de esta exposición desde el 8 de septiembre al 3 de noviembre de 2011 puede verse en el vestíbulo del CCCB.

Con el fin de documentar y no olvidar la historia del 11 de septiembre, se guardaron más de 1.500 objetos recogidos en la misma Zona Cero y haciendo falta un lugar para conservarlos, la Autoridad Portuaria escogió el Hangar 17 en el aeropuerto internacional John F. Kennedy. Al tiempo que se conservaban, el almacén, más que servir de contenedor, servía de anestésica sala donde reposaban los objetos que, más tarde, empezarían a ser trasladados a museos y diferentes centros cívicos con el fin de, como decimos, no dejar apagar la llama de la Catástrofe.

A pesar de ser un sitio hiperrestringuido, en abril de 2009, el National September 11 Memorial Museum encargó a Francesc Torres que fotografiara la colección del Hangar 17. El propio Torres comenta que “Hangar 17 es un proyecto que trata de la memoria histórica, de la memoria nacional, del luto social e individual, de las formas de tratar los traumas profundos para conseguir la curación; todos estos aspectos catalizan en una especie de animación suspendida en el extraordinario Hangar 17 del JFK de la ciudad de Nueva York”. Y el propio CCCB, en tono más sublimidad y casi místico, apunta que “Torres, que trabajó con una iluminación industrial, rodeado de paredes grises, capturó la resonancia emocional y también física del 11-S. Sus imágenes capturan todo el significado de las reliquias en contraposición al silencio del hangar. El resultado es el registro de un tiempo y un sentimiento apaciguados, captado en un momento que no es el 11-S, pero que no deja de serlo”.

En la exposición, que girará a Londres y Madrid, ciudades también golpeadas por el terrorismo de Al-Qaeda (¿quizá es demasiado demagógico el preguntar por qué no será llevada a Kenia y Tanzania, donde también actuó la red terrorista?), se proyectarán 176 imágenes a través de 6 pantallas y se expondrá un fragmento de la escultura WTC Stabile (1971), conocida como Bent Propeller del norteamericano Alexander Calder que más tarde, imaginemos que cuando termine la tourné, presidirá la plaza donde se levantaba el World Trade Center.

Una vez teniendo entonces todas las cartas sobre la mesa, ¿qué nos quieren dar a ver?, ¿Qué es eso de ‘un momento que no es el 11/s pero que no deja de serlo’? Quizá en este punto, a lo ya apuntado a cerca de lo inapropiado de transigir con lo sublime, sea oportuno traer a colación a Hal Foster, teórico que desde su tribuna apunta en la misma dirección; exposiciones como esta rozan la más ambigua de todas las paradojas: no tanto la ‘arte contra documento’ sino la de ‘belleza contra sublime’ y ‘objeto contra reliquia’.

Porque es en esta doble ontología del objeto que remite a su carácter de artefacto y de reliquia donde descansa la totalidad de la experiencia estética que subyace en esta propuesta. Una estética del recuerdo sustentada en la presentación mistizoide de, como ya hemos apuntado sobradamente, lo ‘ya-sido’, no consigue sino subliminar los efectos traumáticos por otros catárticos, unos que consigan resarcir lo insondable de un dolor.

Porque lo sublime, cifrado aquí en esta doble ontología del objeto que remite a su estatus de artefacto y de reliquia, a su doble categorización de significante y a-significante, ha trabajado siempre mediando ante un reglaje imposible. Trabajando con el exceso de una vinculación descentrada, lo sublime opera como categoría con la que restañar la herida gracias a proponer una representación vinculante de aquello que desborda todo régimen de representación.

Y es que, si nos hacemos eco de las reflexiones de Rancière, la noción de sublime remite al doble juego de límite/exceso con el que opera la disyunción comprendida entre tres duplas: la que media entre la palabra y lo visible, entre el saber y el no-saber y, por último, entre la realidad y la ficción. No pudiendo aquí desarrollar los pormenores de este régimen disyuntivo que opera en el seno de la representación, lo que sí que es claro es que los reglajes a los que hemos apelado responden todos ellos al orden representativo, de manera que si existe lo irrepresentable ha de ser justamente en el seno de tal régimen -ya que es él el régimen propio del reparto de las compatibilidades y los modos de receptividad.

La pregunta pertinente entonces no sería otra que aquella que apelaría a las condiciones de dejar cifrado una noción de irrepresentable en el seno de un nuevo régimen, el estético del arte, que tiene en la desmedía su razón de ser. Porque, no habiendo ya ninguna regla de conveniencia entre el objeto y la forma, habiendo una disponibilidad general de todos los temas y objetos para cualquier forma artística, dándose por tanto una identidad precisa entre los contrarios, ¿cómo comprender lo irrepresentable si ya todo remite a una desmedida?

Apelar en este punto a insuficiencias en el reglaje y tratar de apelar a la no-figuración como representación de lo no-pensable sería seguir las tesis de lo sublime de Lyotard; dar por válido un modelo de memoria condensada, de estetización del exceso de representación, seguir las coordenadas de esta presentación de reliquias/objetos traídos directamente desde el trauma original como si fueran la emanación directa de lo traumático-histórico de un ‘ya-sido’, sería por otra parte seguir la estrategia seguida por esta exposición –y por muchísimas otras que aún operan desconociendo los reglajes propios de una estética de la desmedida.

Pero ahora, estando donde estamos, siendo lo propio de nuestro régimen estético la desmedida, la noción de irrepresentable pareciera ser la condición propia de los regímenes de visibilidad del arte. Así a este respecto, Rancière sostiene que no es que mostración y significación no tengan ya concordancia sino que, más bien, “pueden acordarse infinitamente, que su punto de concordancia está en todas partes y en ninguna”; aunque, más tarde, añade: “en cualquier parte donde se pueda hacer coincidir una identidad entre sentido y no-sentido con una identidad entre presencia y ausencia”.

Pero si lo que hacemos es aunar ambas, presencia y ausencia, en lo traumático de un pasado que pareciera actualizarse en cada mediación representativa, a lo que estamos apelando más bien es a una caracterización de sublime que no hace por buscar las fracturas de narración ni de deslindar el sentido del no-sentido para relanzarlo en un reconfiguración nueva. Más que apelar a un trabajo de ficción que obture hacia una gran potencia caótica de los elementos desligados, por lo que se apuesta es por una reunión de lo disperso, de la ausencia y de la presencia, en una mismidad sagrada y sublime que termina por silenciar lo acontecido en una memoria de la presentabilidad y la factualidad.

Así pues, de lo que se trata, de lo que debiera tratarse, no es de anestesiar los rescoldos de lo ‘sido’ en beneficio de una sanación post-traumática que apele a lo sagrado de determinados iconos y símbolos: la cuestión, bien a las claras, apunta a si se da la oportunidad o no de inscribir a la memoria en el orden del discurso, en hacer a la memoria hablar y hacerse visible.

En este punto la machacona insistencia en la no-representación de lo traumático, de lo catastrófico, del horror circundante que nos golpea día sí y día también, no es sino una estrategia de la fluídica del capital con el que clausurar el abismo insondable por el que se fuga una memoria siempre deseosa de tomar la palabra. Presentar los objetos profanos de la hecatombe como idílicas supervivencias pulidas con una fina pátina de sublimidad y sacralidad no apunta más que a una homogenización que dé por sepultado toda posibilidad de emancipación de una memoria siempre diferente y siempre en fuga.



En este sentido, Rancière apunta, sabiamente, que para él “no hay iconografía y poética alguna de la catástrofe en general, solo elecciones poéticas o políticas”.

Ahora ya, pensamos, podemos preguntarnos por el sentido de la exposición de determinadas imágenes como éstas que se dan cita en el hall del CCCB. ¿Qué dictamina una imagen cómo insoportable?, ¿y cómo irrepresentable?, ¿qué dicta que una imagen sea vista o no?, ¿de qué depende que una imagen sea calificada como inapropiada? Desentrañar el sentido de estas preguntas apuntan al desenmascaramiento de la ideología más poderosa en la sociedad actual: aquella que hace coincidir el total de lo visible con el total de lo cognoscible remitiendo, en última instancia, a los mass-media la difusión y exhibición global de imágenes con las que llenar constantemente la totalidad de lo visible.

Si Susan Buck-Morris, una vez más, apunta a que el objetivo de esta videoesfera “no es alcanzar lo que está bajo la superficie de la imagen, sino ampliarla, enriquecerla, darle definición, tiempo” emergiendo así “una nueva cultura” en este tiempo, la pregunta sería dictaminar si el Acontecimiento 11/S destrozó o aceleró dicha cultura

Para terminar entonces, una respuesta más que obvia sería que lo que ha desencadenado el 11/S, y a lo que el arte, al menos exposiciones como esta, ayuda -pese a quién pese-, es a acelerar el proceso de una cultura basada en la identificación de realidad y apariencia a través de una distribución medial absolutamente hipervigilada e hiperproductiva.

Mantener la distancia precisa con el trauma: esa y no otra, como bien ha explicitado Zizek en muchas de sus obras, es la razón de ser de una realidad post-ideológica que ha hallado en la imagen-mundo el régimen más perfecto de distribución y exhibición de mercancías.

Y es que, como señaló en la columna antes citada Hal Foster, si “para los americanos la WTC llegó a convertirse en el centro del trauma mundial, (…), la lucha por el alma americana continúa en la Zona Cero”.

Artículos citados:
- Virginia Jaua: http://salonkritik.net/10-11/2011/09/con_peluca_o_sin_peluca_bienve.php#more
- Hal Foster: http://www.lrb.co.uk/v33/n17/hal-foster/the-last-column

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