martes, 20 de diciembre de 2011

CATTELAN EN EL GUGGENHEIM


MAURIZIO CATTELAN: ALL
GUGGENHEIM MUSEUM: hasta 22/01/12

Ante todo, hemos de hablar claro: el arte, lo que venga a ser la institución arte, despierta un odio atroz entre la comunidad de sujetos que pueblan el orbe. A una incomprensión que raya la inutilidad manifiesta ante cualquier situación que requiera algo parecido a esfuerzo o capacidad para pensar, el arte enfrenta al ciudadano medio a una producción que dista mucho de ser la trasnochada técnica del dotado. Así, la mezquindad dominical suele, en ese gesto paternalista que dicta el capitalismo cultural de proponer un poco de divertimento mañanero acudiendo a una exposición, una mala hostia endémica que raya en la perorata demagógica.

Así, el arte, ese arte de a pie y que es de ‘todos’, meandrea entre la muerte que él mismo se da y esa otra muerte cifrada en la parida de vodevil o provocación gratuita con que suele a menudo tildarse.

Uno, y por poner solo un ejemplo, no deja de sorprenderse de esos movimientos tectónicos que se dan entre la necesidad de escenificarse que tiene actualmente cualquier ámbito de la vida y la catalepsia vomitiva que suele provocar ese tinglado mediático capaz de levantar de la nada escenarios y escenarios de pose nihilista. Uno se pasea por la feria patria de más postín (ARCO) comprobando que, sea mucho o sea poco, algo siempre se ve y los mass media no tardan ni veinte minutos en disparar consensualmente sus cámaras ante la obra elegida: alguna obra, necesariamente hiperrealista, capaz de dar en el clavo de provocar indignación ante lo visto y –más importante aún- una sórdida indignación ciudadana ante el hecho de que tal gilipollada sea tildada de arte.


Así, rezamos una vez más: el sistema se retroalimenta de sus propias mezquindades y nos pone ante los ojos la propia parálisis cerebral de la que adolece. La moneda falsa, esa historieta de Baudelaire, pareciera ser la estrategia preferida por un sistema hipertecnificado e hipereficiente para dar a sus siervos aquello que más desean: un desprecio aderezado de odio ante cualquier forma que pudiera siquiera mínimamente alterar el régimen impositivo de lo dado.

Es en esta situación donde la obra de un perfecto ‘idiota’ como Maurizio Cattelan tiene mucho que decir. Y es que las posibilidades son, como mucho, dos: o es un memo que juega a eso del énfant terrible justo cuando no pareciera haber sino infanticidios por doquier, o sus estrategias proponen poner justo en el epicentro del mundo-arte la idioticia que la sociedad al completo tilda de manifiesta -atroz y provocativa- inutilidad.

Obviamente, Cattelan se sitúa de un modo muy inteligente en ese doble juego que desde siempre ha funcionado dialécticamente y a través el cual puede rastrearse la historia entera del concepto de arte: la indecibilidad que hay detrás de sus posiciones es la misma que ha animado el desarrollo histórico del arte.


Poner ‘ante’ la vista, desvelar lo oculto de su (sin)sentido; Cattelan juega al juego de su imbecilidad para ser capaz de encarnar la destinación penúltima del arte contemporáneo: aquella que ante el no irle ya nada en el juego, es capaz de crear el sortilegio necesario para acontecer la posibilidad última. Y es que la mecánica es siempre la misma: del fin del arte de Hegel como la no coincidencia de la historia del arte con su concepto, del silencio al que destina Adorno al arte ante la incapacidad para proponerse como resistencia, hasta el olvido heideggeriano de la verdad del ser como momento nihilista capaz de proponerse como única oportunidad de salvación.

Arriesgarse a bordear el límite, a saltarse las reglas pero sin tropezar, a darnos a ver lo obvio que resulta ser todo menos obvio: esa es la dirección que solo puede tomar un gran artista. Situarse en el mismo núcleo de la indecibilidad del arte y, desde ahí, disponerse a plantear aquello que pudiera sumarse a la paradoja fundacional del arte moderno. Que sea, como en el caso de Cattelan, a través del humor no es nada de extrañar. No por otra cosa es que ya los mismos románticos vieron en el witz la manera de asaltar el imperio de la razón dogmática y dejarse mecer por los recovecos de lo inconsciente.

Pero quizá con todo, la posición de Cattelan sea insostenible. Me explico. Tal es el desarrollo histórico del arte que el deslizamientos de fronteras entre el arte y el no-arte han terminando por borrarse. Esa situación, además de tener consecuencias en la ‘contaminación’ que del mundo de la moda y el diseño pudiera tener el arte, conlleva una indecibilidad elevada a tal grado que resulta de todo punto indiscernible las mecánicas de resistencia propuestas por la ficción del arte y aquellas otras aplaudidas por el capital en la conquista de ámbitos de vida. Nos encontramos, quizá no haga falta decirlo, en las lindes de la implosión del simulacro de Baudrillard o en aquella tesis de Debord que casi puede servir de resumen a pie de página para toda una época: “en el mundo realmente invertido, lo verdadero es un momento de lo falso”.


Así, aunque ‘sepamos’ que Cattelan no nos toma el pelo, a pesar de saber que no se está mofando del sistema que le permite ser un privilegiado millonario, es cierto que no existe diferencia si resultase que al final es todo un apaño entre los popes del arte contemporáneo. Y es que, si por una parte el humor puede funcionar como modo de subvertir e invertir las relaciones consensuales que se pueden darse dentro del arte, por otra parte no es menos cierto que el humor es el modo dominante de exposición de la mercancía en la publicidad y en los mass-media. Así, en el límite, el humor, haciendo funcionar a la obra de arte entre el registro crítico y el lúdico resulta indiscernible de las estrategias de los medios de comunicación y de las instancias de divertimento generalizadas.

Pero, aún la historia nos da una respiro, aún la indecibilidad del arte es capaz de un tour de forcé más: sí somos capaces de reconocer en Cattelan a un gran artista es porque el humor que el pone en escena es aquel que uno nunca admitiría que encuentra divertido. Así, sus esculturas, heredan del arte abyecto bastante más que una mera formalidad en el acabado: ese Papa bajo un meteorito, ese Hitler de rodillas, ese Pinocho o esa ardilla suicidados, ese caballo colgado y por los aires, etc, ¿no oculta en su graciosa escenificación la perversidad que lo hiperconsensuado de un mundo cívico solo en apariencia oculta?, ¿no nos promete la carcajada capaz de arruinar siquiera por un momento este mundo metódico y orientado a la hiperproductividad de los efectos y los afectos?

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