viernes, 23 de diciembre de 2011

POLÍTICA Y ESTÉTICA: LA NECESARIA INDECIBILIDD DEL ARTE




Resulta que al final la cosa de internet va a tener su importancia y nos abre a mundos e información que antes ni de lejos. Me entero por David G. Torres y por su portal a*desk de que Borja-Villel ha elegido, de entre las mejores exposiciones de este 2011 que acaba, las manifestaciones y movimientos sociales adscritos al movimiento 15-M. Los motivos de los que da fe para semejante inclusión no es otra que esa capacidad de repensar el espacio común y la sociabilidad común de los sujetos, añadida, claro está, esa oportunidad que siempre se da a las masas pacíficas de rearticular éticamente los principios básicos de la política y de la democracia. En definitiva, se apela, como dice el propio Borja-Villel, a “una labor cognitiva, la cual no es en absoluto ajena al sector del arte y de la cultura”
Así pues, y cuando menos te lo esperas, te encuentras enfrascado en un dialéctica arte/política a la que da pábulo no insurgentes movimientos underground, ni tampoco ese tufillo inocentemente preadolescente de la revuelta y la oposición a toda costa, sino dos de las más endomingadas instituciones del tinglado-arte: una publicación tan influyente como pudiera ser la revista ArtForum –publicación que llevó a cabo la encuesta-, y un museo-centro de arte como el MNCARS.
Si ya en pasadas entradas de este blog hemos tratado de desvelar la lógica implícita a cualquiera de los movimientos sociales –en especial a los modos occidentales de darse lo político-, esta usurpación del espacio político a manos del entramado artístico cabe considerarla, y así vamos a hacer, desde un punto de vista eminentemente estético. Y es que nos encontramos en las antípodas de aquella intervención en la pasada Bienal de Sao Paulo donde Roberto Jacoby llenó un espacio expositivo con papeles y fotografías alusivas a la campaña de Dilma Santos, sucesora de Lula en el Partido de los Trabajadores.
Si la pretensión de los comisarios en aquella ocasión de hacer indistinguible arte de política defendiendo que el gesto artístico ya es en sí mismo político quedó ya -como poco- en duda, ahora Borja-Villel nos propone el camino de vuelta: llevar el arte a la calle habida cuenta que toda relación social, intersubjetiva y que se dé en el espacio público es ya de por sí arte.
Así, si la intervención de Jacoby dejaba al descubierto el hecho inmisericorde de que arte y política no pueden solaparse el uno al otro en un grado excesivamente alto, ahora volvemos a las andadas para constatar que no hay problema, que lo pasado pasado está y que nada como agenciarse de esferas ajenas para salirse por la tangente. Magistrales, en este punto, las certeras palabras de David G. Torres y que nos permitimos reproducir a continuación: “el principal anhelo del arte político es ser político, así que calificar de artístico algo auténticamente político (porque nace y se hace en la polis) es vaciarlo de justamente contenido político”.
En definitiva, ni la política puede venir a salvar a la Estética de sus naufragios y tampoco el arte debe de hacerse valor como campo garante de potencializar la ya de por sí mermada identidad política de cada sujeto.
Y es que, pensamos nosotros, si indecible remite a la articulación histórica que late en el corazón del concepto de arte, es precisamente ella, el carácter de indecible, lo que hace posible a la par que necesario una diferenciación siempre entre el arte y la política. Ambas esferas, llamadas a crear un modo de repartir los datos sensibles que articula una sociedad, remiten a una misma finalidad: dotar al constructo social que de pábulo a dicho reparto de las garantías de igualdad necesarias para que sea la justicia, la razón del otro, la verdadera dinamizadora de las reconfiguraciones futuras.
Así, si en la base de la política hay una estética, comprendida ésta como una determinada forma de recortar el espacio en que se da lo sensible, también en la base de la estética hay una política debido al hecho de que es el juego político, el juego de las diferencias y de las razones del otro, lo que de verdad dinamiza a las ficciones creadas por el arte.
            Si, como dice Rancière, “hay política porque hay una causa del otro, una diferencia de la ciudadanía consigo misma”, es precisamente también porque hay arte la razón por la que lso emplazamientos, los lugares y los tiempos de los sujetos quedan siempre a consideración de nuevas reordenaciones. En definitiva, si la política es un desacuerdo respecto de los modos de repartir el común a partir del cual se desarrollan modalidades de la experiencia, el pensamiento estético –el régimen estético del arte- es político porque sitúa su lógica de análisis en el eje en el que se arman las formas de la experiencia sensible.
¿Qué sucede entonces si ambos espacios se pliegan e uno sobre el otro? Evidentemente la respuesta es tan concisa como simple: que quedan decapitados de sus respectivas potencialidades, que quedan cimentadas sobre ámbitos más bien atrofiados de repartos democráticos de lo sensible.  
            Aún con todo reconozco que en este punto la toma de posiciones es más que fundamental. Porque, ¿no pareciera que es la disolución de la estética en la política –o viceversa- el verdadero triunfo e ambos?, ¿no nos llevaría semejante posición a una sociedad autónoma y libre, donde las razones de los otros no sean ya trasladadas a la esfera pública según ese juego tan paradójico de las representaciones que, al tiempo que crea el hecho político lo clausura?
            Según mi punto de vista, y con solo echar un poco la vista atrás, la realidad es más bien diferente. Al igual que en pasados no muy lejanos hemos tenido formas perfectas de hacer convenir lo político y lo estético –véase por ejemplo, la obra de arte total, el coro del pueblo en acto, la sinfonía futurista o constructivista del nuevo mundo mecánico- en este presente hiperconsensuado e hipertecnologizado, abrirse al futuro de caer en tal situación no puede por menos que ponernos los pelos como escarpias. Si acuciado por tesitura semejante Benjamin comprobó en sus carnes como las salidas eran únicamente dos –o fascismo o comunismo-, bien puedo yo entonces responder afirmativamente: estoy con Hal Foster cuando dijo aquello de que la autonomía del arte era –simplemente añado yo- una buena estrategia.
Que no haya segundas oportunidades para “estéticas de la políticas” como las que ennegrecieron al mundo durante casi un siglo; pero que tampoco redunde esto para dar por bueno formas de “políticas de la estética” preocupadas no en generar formas disensuales de subjetividad sino encaminadas a dar aire y cancha a procesos políticos que tiene ellos mismos que decidir su futuro en sus propias trincheras.
Habida cuenta de que, convendremos, la apelación a tildar como obra de arte las manifestaciones del 15M bebe de las fuentes de la estética relacional es algo que no se le escapa a nadie, bien pudiéramos seguir un poco más y llevar un poco más lejos este pequeño texto.
Pero quizá con una cita de José Luis Brea sea más que suficiente: “peor todavía: cuando les da por defender –a los bienintencionados, digo- que la fuerza revolucionaria de lo técnico en el arte, reside “en la interactividad” de una obra que posibilita al receptor no ser puramente “pasivo”. El argumento –continúa- es tan simple, tan jesuítico, que no merece la pena ni esforzarse en refutarlo”.
Bourriaud es demasiado positivo al comprender la estética relacional dentro de un miasma donde las identidades están desde el principio disueltas apelando poco más tarde a la labor interrelacional del espectador para generar una construcción subjetiva e intersubjetiva sin ninguna norma preconcebida. Así, si el arte relacional, en el pensar de Bourriaud, se basa en que las subjetividades son constructos sociales reconfigurado en todo momento, hasta ahí no tenemos nada que objetar. Pero es quizá a la hora de valorar la tecnificación de los mundos de vida donde sus tesis se caen casi por su mismo peso.
No vale, en definitiva, decir que el yo es un constructo, una tecnología, para inmediatamente después dejar a un lado las formas actuales de darse lo común. Así, no tener en cuenta, como dice Brea, “que el capitalismo decide la forma de darse la técnica” es seguirle el rollo a formas desconectadas e insustanciales –apolíticas- de darse lo común.
La dificultad entonces de manifestaciones como las del 15M es que para escapar a la lógica del consenso ha de articular no solo un espacio común donde vengan a sumarse los sujetos –no hay nada más perverso y tan querido a la lógica del sistema que esa masificación numérica y digital de los individuos-, sino una articulación de las subjetividades políticas, de los actores implicados, disensuales o insumisas con los régimen hipertecnológicos de capital.
Pero obviamente, el efecto maligno de las sociedades postmodernas es innegociable: si para que cualquier acontecimiento devenga “real” y con capacidad de atesorar en torno a sí una cantidad determinada de poder disensual ha de dejar de lado los regímenes de exhibición y de producción propios de los mass-media, esto parece casi rayando en lo imposible habida cuenta que son ellos los encargados de elevar a rango ontológico el devenir-virtual de una realidad que hoy en día solo cabe quedar comprendida como implosión mediática de la imagen.
Pero eso, ya hemos dicho, son problemas que afectan a los movimientos políticos y que ya sabrán ellos, si saben, dar solución. Desde la Estética, desde el mundo el arte, para lo que estamos aquí es para proponer efectos de ficción que tensen la cuerda un poquito más, poner el dedo en las inconsistencias de articular la esfera pública de determinadas formas y maneras –recordemos que a tal misión están llamados tanto la política como el arte-, pero no, en ningún caso, para valernos de las realidades sociales y barrer nuestro propio patio.

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