"OBSERVADOS".
VOYEURISMO Y VIGILANCIA A TRAVÉS DE LA CÁMARA DESDE 1870
FUNDACION CANAL: 27/10/11-08/01/12
Si el mundo en general se ha convertido en benjaminiano no es por otra razón que por el simple hecho de que fue él, Walter Benjamin, el que primero se dio cuenta de que cambios tecnológicos operaban, en primera instancia, un cambio político en el régimen de (re)producción y exhibición. Además, dicho cambio, suponía una reorganización en el campo de lo visible: aquello que pudiera pensarse, en cada sociedad, como visible, decible o posible, remitía a una capacitación del régimen escópico sustentado o apoyado por una determinada política de lo sensible.
Únicamente pudiera echársele en cara al bueno de Benjamin que esa primogenitura de la técnica es, como ha probado Rancière, harto discutible –cuando menos a efectos de producción artística. Y es que para el francés las imágenes “no son, en primer lugar, manifestaciones de las propiedades de un cierto médium técnico, sino operaciones: relaciones entre un todo y unas partes, entre una visibilidad y un potencial de significación y de afecto que le es asociado, entre unas expectativas y aquello que tiene de colmarlas”.
Pero, sea como fuere, es que el mundo ha devenido en lugar hipermediático en el que la realidad, lejos de ser siempre un asunto ideológico, de toma de decisiones, ha quedado nublado por la implosión del simulacro. Y para ello, la técnica ha sido más que indispensable.
Y es que la tesis de Benjamin de la contemplación distraída que traerían las nuevos medios tecnológicos y que revertirían en una sociedad más polifacética y, en última instancia, más democrática, ha visto como ese optimismo se ha convertido en la peor de nuestras fantasías: aquella que ve como la imagen –aquello que nos dan a ver en una serie de actos de ver totalmente dirigidos y atrofiados en su capacidad de diferir (Brea dixit)- ha devenido la entidad inmaterial capaz de retener en torno a sí un quantum de deseo y de capital que hace nimia cualquier oportunidad de resistencia capaz de investir proceso de subjetivización alguno.
Así ahora, la situación es que procesos de capitalización y procesos de tecnología van de la mano en cuanto a posibilitar una hiperfluídica de los flujos transaccionales de la libido. En definitiva, como ha sostenido Susan Buck-Morris, el mundo es una videoesfera donde no cabe salida alguna.
A tales efectos, la televisión, como supo ver Günther Anders -uno de los primeros teóricos de los medios-, ha sido el primer instrumento ocupado en engendrar un tipo de hombre determinado, el eremita masificado: aquel sujeto dedicado a la contemplación de aquello que nos es dado a ver en una entera mismidad. Por la TV todo se uniformiza, todo se consume al unísono, todo está igual de cerca o de lejos. La TV convierte a sus espectadores en voyeurs de modo que los tan discutidos reality shows no muestran sino el último estadio en la evolución traumática y perversa de una humanidad golpeada por un instinto de muerte que ha devenido paranoia compulsiva ante el mirar.
Y en el corazón de esta situación, las tornas se han volteado enteramente: no es ya que uno, en esa perversión, (heredera `psicoanalítica de la perè visión, la visión original del padre, de aquello que no se podía ver) desee seguir viendo lo prohibido, sino que ahora el mismo sujeto se ofrece para ser visto.
Así, la estetización del mundo se ha cumplido pero por el lado de la tragicomedia de la compulsión al verlo todo y, en primer caso, a exhibirse uno mismo para llegar a ‘ser alguien’. Como dijo Rüdiger Bubner, “la acción social pasa a ser acción exhibida, los sujetos estilizan sus deseos y sus intereses convirtiéndolos en poses. La realidad renuncia a su dignidad ontológica en benficio de la apariencia universalmente aplaudida”. Total y resumiendo, en palabras de Debray, hoy en día cada uno se museografía en vida y en eso ha terminado por convertirse una realidad medida por esa lógica de la exhibición de cuerpos y deseos en la pantalla global del hipercapital.
Esta estupenda exposición de fotografía despliega ante nuestros ojos esta historiografía básica del ‘mirar’ que ha pasado, en cuestión de una centuria, de desear mirar a desear ser visto. Así, de voyeurismo invertido pudiera catalogarse una sociedad como la nuestra: de la complacencia de ver sin ser visto se ha pasado al masoquismo de ser lacerado por cuantas más miradas mejor. La consecuencia es tan fácil de intuirla como monstruosa: en esa hiperescopía de los cuerpos que desean entrar de lleno en el régimen de visibilidad impuesto por la dromótica límite del capital, la vigilancia no ha de preocuparse ya por destinar grandes esfuerzos –materiales e ideológicos- para mantener el status quo, sino que el mismo proceso de construcción de la subjetividad –el mismo ‘cuidado de sí’ que diría Foucault- implica una paradójica secuencia tecno-genética a ser impulsivamente autovigilado: si ‘ser’ remite únicamente a ‘ser-visto’, ese acto original de entrar en el campo escópico redunda en una micro física de la vigilancia, en una necesidad impúdica de exhibirse y de escenificarse.
En definitiva, y como puede comprobarse en el recorrido propuesto por la exposición, la mirada se ha desarrollado en las últimas décadas de modo soterradamente análogo a las necesidades que el capital ha podido tener en relación a controlar una mayor cantidad de deseo libidinal. Vigilancia, deseo, violencia, sexo, pornografía, el escándalo de las celebrities, la mirada sucia del querer ver lo prohibido,… Si algo ha de quedar claro es que, y retomando el principio, lo que llevamos de siglo (y la mayor parte del anterior) es ampliamente anti-benjaminiano: ese optimismo de querer ver en la técnica, en la ‘máquina de mirar’, la oportunidad histórica de lograr de una vez por todas una sociedad igualitaria y democrática, no ha hecho más que quedar cuando menos en unos puntos suspensivos que han venido finalmente a dar en una devastación de toda posibilidad de resistencia.
Por último, y como preguntas lanzadas a la impropiedad de esta época, ¿no será el impulso libidinal del mirar que otorga la técnica el cumplimiento cifrado de lo traumático de un olvido que nos afanamos inútilmente en olvidar?, ¿no sería esta época -la de la imagen del mundo que intuyó Heidegger- la del cumplimiento de la esencia de la técnica en relación al olvido instantáneo que ella nos proporciona?
Así, como decía Susan Sontag, no es casualidad que el hecho de fotografiar se diga ‘disparar’ la cámara: disparar, dar por acabado, acallar, silenciar… matar un horror, un olvido, olvidar el olvido del horror. Afanándonos en la mirada displicente y disciplinada, vemos todo excepto aquello que deberíamos ver: lo real.
Si el voyeur se distrae con lo traumático repetitivo de una mirada donde él no cabe, el cibersujeto se pliega a ser él mismo el objeto a mirar, a llenar por sí mismo la totalidad del campo escópico: y en el centro, como decimos, un olvido, el de lo que preferimos no ver, el de la tragedia diaria y el horror de nuestras existencias.
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