ORIOL
VILANOVA: QUIZÁ ES CIERTO EN TEORÍA
GALERÍA
PARRA & ROMERO: hasta el 16/06/12
Si hubiera que decantarse por un
concepto, una idea, para caracterizar la época esta nuestra -época de la que
quizá pudiéramos hallar su génesis a principios del siglo XX-, bien pudiera ser
el de repetición. Y, unido a éste, en esta epopeya psicoanalítica en que ha
devenido nuestra existencia, bien pudiera apuntarse el trauma y el síntoma como
enclaves privilegiados para comprender nuestro estado perpetuo de ruina. No es
por otra razón que dos filósofos de la enmascarada como Freud y Marx sitúan en
esta tríada la comprensión de cómo funciona el mundo de la mercancía y de la
conciencia: si el poder la mercancía se basa en la falla que media entre una
promesa y su inmediata insatisfacción ante la cual la repetición tiene el campo
abierto para suturar el trauma de la manera que mejor pueda, la conciencia
psicoanalítica se basa también –y solo por apuntar una de las varias teorías-
en la incapacidad del ‘yo’ `para dar cuenta de la tiranía libidinal del ‘ello’
y la dictadura ética que sufre el ‘yo’ a manos del ‘super-yo’.
Es decir, es en la repetición, en
la insatisfacción que redunda en un instinto de muerte iniciático, donde el
‘yo’ se (de)construye, donde el signo-mercancía ha sabido hacerse fuerte y
tomar a la conciencia como rehén de sus propios impulsos. No soportar la
ausencia (el juego infantil del for-da como construcción de subjetividad
barajado siempre como pulsión nunca satisfecha de tratar de conjurar la
ausencia de la madre), no soportar la insatisfacción de una voluntad que
siempre quiere más, que es voluntad de ella misma: ese, y no otro, es la
disección más precisa de nuestra época.
El arte contemporáneo, sabedor de
esta crisis del ‘yo’ (crisis que por otra parte le construye), ha tomado la
estrategia de la repetición para, de igual modo que la mercancía y las
instancias psicoanalíticas, desbordar el propio presente de la historia y su
necesidad constante de quedar construida en relación a unos símbolos y a unos
poderes que emanan de la representación mimética a una realidad construida
según esos mismos baremos.
Es decir, frente al pliegue de la
razón que se da a sí misma el objeto de estudio, frente a una realidad que queda cuarteada según las
necesidades de voluntad de poder de la propia razón, la estrategia de la razón
consigue re-estrategizar los flujos, redirigir las pulsiones para hallar siempre
una falla, un cortocircuito en el juego de la representación mimética que
reparte lugares y tiempos de forma preestablecida.
Es decir, de nuevo: si Benjamin afirma que todo documento de
cultura es un documento de barbarie, la estrategia de la repetición,
reutilizando la sintomatología de la enmascarada y el simulacro, rearticulando
el sentido de lo inconexo, reactualizando la paranoia original sobre la que se
asienta el sujeto, consigue desbaratar la violencia impúdica desde la que
trabaja el poder dogmático.
Es el síntoma, el trauma de que nuestra
propia fundamentación descansa en una razón que para su génesis ha de fugarse a
cada instante. Que el poder, el concepto, la tiranía del presente y del tiempo
de la representación vayan de la mano es a lo que remite la barbarie de nuestra
civilización, frente a la cual solo cabe otra pulsión: la paranoia de que el
tiempo se nos escurre de entre los dedos, la pulsión de archivo como intento
denodado y llamado al más radical de los fracasos.
Si nos apoyamos en Deleuze esta pulsión de archivo sería
un dispositivo reteritorializador: una estrategia de fuga libidinal frente a la
imposición de un tiempo único, cronológico y llamada a comprenderse como una
secuencia infinita de “ahoras”.
El proceder por tanto del artista
barcelonés Oriol Vilanova bien puede
comprenderse como una estrategia esquizoanalítica: un proceso de fugas del
tiempo-ahora, una estrategia subversiva con el que difuminar el concepto y los
símbolos asociados al poder, al triunfo y a la temporalidad unívoca desde la
que éste trabaja. Buscando en los mercadillos de antigüedades postales de arcos
del triunfo, enviándolas después a la propia galería, el tiempo queda
desfondado de sus fundamentos: el tiempo asociado al ejercicio del poder que
representa la postal queda desanclado en un ejercicio nómada, melancólico, que
trabaja con una memoria involuntaria, constructora del propio tiempo que llena
la experiencia de búsqueda arqueológica del propio artista y que, al tiempo, construye
en su propio devenir la propia obra de arte.
La carta postal se erige entonces
en dispositivo de rememoración involuntaria, en artefacto que abre el tiempo a
la propia diferencia de una temporalidad que ha saltado de sus goznes. No por
otra razón Derrida interpreta el Ulises de Joyce como una enorme tarjeta postal, como un acto de creación que
necesita siempre un ‘sí’, alguien al otro lado de la línea que de cumplimiento
a un sentido no único sino como acontecimiento; no es por otra razón también que
para Paul de Man la promesa de un sí
inmemorial y fuera del tiempo es lo que hace remitir al sujeto a su propia
temporalidad: lanzado en pos de quien fue y quien es, aquel que ‘solo’ puede
lanzar un sí al abismo de su existencia y esperar una respuesta.
El poder, por último, es siempre
aquello que hace inviable toda promesa, aquello que cierra el futuro a la
propia causalidad necesaria de los hechos de la historia. Y, frente a ello, una
simple tarjeta postal, un ejercicio de resistencia que hace que siempre el
tiempo quede abierto a la espera de una respuesta, que toda obra de arte –como esta
de Vilanova- quede siempre abierta
ante un cierre imposible.
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