lunes, 11 de junio de 2012

DE LA REPETICIÓN COMO ACONTECIMIENTO


ORIOL VILANOVA: QUIZÁ ES CIERTO EN TEORÍA
GALERÍA PARRA & ROMERO: hasta el 16/06/12

          Si hubiera que decantarse por un concepto, una idea, para caracterizar la época esta nuestra -época de la que quizá pudiéramos hallar su génesis a principios del siglo XX-, bien pudiera ser el de repetición. Y, unido a éste, en esta epopeya psicoanalítica en que ha devenido nuestra existencia, bien pudiera apuntarse el trauma y el síntoma como enclaves privilegiados para comprender nuestro estado perpetuo de ruina. No es por otra razón que dos filósofos de la enmascarada como Freud y Marx sitúan en esta tríada la comprensión de cómo funciona el mundo de la mercancía y de la conciencia: si el poder la mercancía se basa en la falla que media entre una promesa y su inmediata insatisfacción ante la cual la repetición tiene el campo abierto para suturar el trauma de la manera que mejor pueda, la conciencia psicoanalítica se basa también –y solo por apuntar una de las varias teorías- en la incapacidad del ‘yo’ `para dar cuenta de la tiranía libidinal del ‘ello’ y la dictadura ética que sufre el ‘yo’ a manos del ‘super-yo’.

Es decir, es en la repetición, en la insatisfacción que redunda en un instinto de muerte iniciático, donde el ‘yo’ se (de)construye, donde el signo-mercancía ha sabido hacerse fuerte y tomar a la conciencia como rehén de sus propios impulsos. No soportar la ausencia (el juego infantil del for-da como construcción de subjetividad barajado siempre como pulsión nunca satisfecha de tratar de conjurar la ausencia de la madre), no soportar la insatisfacción de una voluntad que siempre quiere más, que es voluntad de ella misma: ese, y no otro, es la disección más precisa de nuestra época.

El arte contemporáneo, sabedor de esta crisis del ‘yo’ (crisis que por otra parte le construye), ha tomado la estrategia de la repetición para, de igual modo que la mercancía y las instancias psicoanalíticas, desbordar el propio presente de la historia y su necesidad constante de quedar construida en relación a unos símbolos y a unos poderes que emanan de la representación mimética a una realidad construida según esos mismos baremos.


Es decir, frente al pliegue de la razón que se da a sí misma el objeto de estudio, frente a una  realidad que queda cuarteada según las necesidades de voluntad de poder de la propia razón, la estrategia de la razón consigue re-estrategizar los flujos, redirigir las pulsiones para hallar siempre una falla, un cortocircuito en el juego de la representación mimética que reparte lugares y tiempos de forma preestablecida.

Es decir, de nuevo: si Benjamin afirma que todo documento de cultura es un documento de barbarie, la estrategia de la repetición, reutilizando la sintomatología de la enmascarada y el simulacro, rearticulando el sentido de lo inconexo, reactualizando la paranoia original sobre la que se asienta el sujeto, consigue desbaratar la violencia impúdica desde la que trabaja el poder dogmático.

Es el síntoma, el trauma de que nuestra propia fundamentación descansa en una razón que para su génesis ha de fugarse a cada instante. Que el poder, el concepto, la tiranía del presente y del tiempo de la representación vayan de la mano es a lo que remite la barbarie de nuestra civilización, frente a la cual solo cabe otra pulsión: la paranoia de que el tiempo se nos escurre de entre los dedos, la pulsión de archivo como intento denodado y llamado al más radical de los fracasos.

Si nos apoyamos en Deleuze esta pulsión de archivo sería un dispositivo reteritorializador: una estrategia de fuga libidinal frente a la imposición de un tiempo único, cronológico y llamada a comprenderse como una secuencia infinita de “ahoras”.


El proceder por tanto del artista barcelonés Oriol Vilanova bien puede comprenderse como una estrategia esquizoanalítica: un proceso de fugas del tiempo-ahora, una estrategia subversiva con el que difuminar el concepto y los símbolos asociados al poder, al triunfo y a la temporalidad unívoca desde la que éste trabaja. Buscando en los mercadillos de antigüedades postales de arcos del triunfo, enviándolas después a la propia galería, el tiempo queda desfondado de sus fundamentos: el tiempo asociado al ejercicio del poder que representa la postal queda desanclado en un ejercicio nómada, melancólico, que trabaja con una memoria involuntaria, constructora del propio tiempo que llena la experiencia de búsqueda arqueológica del propio artista y que, al tiempo, construye en su propio devenir la propia obra de arte.

La carta postal se erige entonces en dispositivo de rememoración involuntaria, en artefacto que abre el tiempo a la propia diferencia de una temporalidad que ha saltado de sus goznes. No por otra razón Derrida interpreta el Ulises de Joyce como una enorme tarjeta postal, como un acto de creación que necesita siempre un ‘sí’, alguien al otro lado de la línea que de cumplimiento a un sentido no único sino como acontecimiento; no es por otra razón también que para Paul de Man la promesa de un sí inmemorial y fuera del tiempo es lo que hace remitir al sujeto a su propia temporalidad: lanzado en pos de quien fue y quien es, aquel que ‘solo’ puede lanzar un sí al abismo de su existencia y esperar una respuesta.

El poder, por último, es siempre aquello que hace inviable toda promesa, aquello que cierra el futuro a la propia causalidad necesaria de los hechos de la historia. Y, frente a ello, una simple tarjeta postal, un ejercicio de resistencia que hace que siempre el tiempo quede abierto a la espera de una respuesta, que toda obra de arte –como esta de Vilanova- quede siempre abierta ante un cierre imposible.  

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