CONCHA PRADO: EL CUENTO DE LA LECHERA
GALERÍA
OLIVA ARAUNA: hasta 09/06/12
Para hablar del trabajo de Concha Prado, bien se puede decir que dos
son las características principales con que cabe glosarlo: un saber sacar partido
hasta el máximo del mundo más cotidiano, y querer subsumir la pintura y la
fotografía en una misma práctica. Pero –y ahí es donde su trabajo se hace
interesante- si pintura y fotografía parecen apuntar a un mismo destino, no es
porque la segunda se halla plegado a los dictados representacionales de la
primera. Más bien sucede lo contrario: que la fotografía desenmascara la
falsedad sobre la que pareciera darse carpetazo a todas las tensiones internas
a la práctica pictórica. Y es que aquello de la fidelidad a lo representado
guardaba en su seno una serie de desplazamientos, de torsiones, de giros
semióticos que –a pesar de querer aferrarse al renio de lo visible- se asentaba
en una visualidad que excedía por completo los límites de lo visual.
Prado congela la imagen, detiene el movimiento
justo ahí donde la pintura nunca habría soñado con llegar: al instante donde
todo se trastabilla, a eso que escapa a la mera sucesión de ‘ahoras’ y queda
apuntalado sobre el concepto deleuziano de acontecimiento. Dicho de otra manera,
es el paso de Aristóteles a Bergson: ahí donde el estagirita –y más
aún Platón- condenaba al arte por
ser un simulacro de la realidad, por valerse de una mímesis como copia de la
realidad, el arte contemporáneo se levanta como válido al comprenderse como el
ejercicio preciso de desgarrar al presente a manos de una nueva temporalidad,
aquella que no necesita hacerse presente ni haber acontecido, aquella que
consigue por fin invertir la filosofía al completo.
Si Kant descubre el tiempo puro y vacío como contenedor de todo empirismo,
es solo invirtiendo la relación espacio y tiempo cómo se fragua la fractura con
el régimen representacional de la presencia: no un movimiento sucediéndose en
el tiempo, sino un tiempo por el que trascurre –sin principio fijo ni fin- el
movimiento; un tiempo desarrollándose en el tiempo; un tiempo puro, vacío,
inmemorial… volviendo siempre en su diferencia. Es decir, el diferir del tiempo
respecto a sí mismo, rasgando la pantalla de la representación, haciéndola
imposible.
Y ahí queda engarzado el arte, en
hacer visible lo invisible desmantelando la lógica representacional, en hacer
saltar por los aires la fidelidad a la presencia, en remitirse a los cortes
temporales que remiten el acontecimiento como tal. La ficción artística, entre la
lógica histórica de los hechos y la lógica poética de este tiempo incausado
(inmemorial e inactual), tiene la tarea de hacer surgir la novedad, lo
inesperado, el retorno del puro diferir del tiempo, aquello que en cualquier presente
nunca comparece a tiempo. Los cortes y las suturas, el tiempo cosido a los hechos.
En esta ocasión Prado detiene el
movimiento de caída de la lechera en un instante tomado al azar pero que,
valioso como cualquier otro, nos desvela la imposibilidad de reducir el arte a
lo visible: siempre existe ese exceso, ese tiempo escapándose entre las
costuras de la representación, que conforma un conglomerado de historia y
poesía, de azar u necesidad, que dan al arte su verdadera dimensión visual. En definitiva,
bien se podría decir que el arte de Prada hace mella ahí donde lo visible se
desgaja de lo visual: si lo primero remite a la lógica de al presentabilidad,
el segundo apunta a esa fenomenología de la apertura temporal, al acontecimiento
mismo de la acción, no la acción en sí misma.
Quizá, en este punto, la
similitud de conceptos respecto a lo que plantea Prado nos afianza en nuestras convicciones: pasar de un tiempo
cronológico a otro desencajado de sus goznes significa pasar de lo virtual a lo
actual, de la potencia al acto. Y esto, precisamente esto, es lo que, en la
lógica del eterno retornar del tiempo en su diferencia, es imposible a no ser –claro
está- que demos cabida a ese núcleo inconsciente y creativo, a este forzar el
pensamiento, a ese acto de creación que supone coordinar ambas temporalidad –la
del presente y el futuro, la de lo virtual y lo actual, la de la de la potencia y al del acto.
Porque, si pasar de la potencia al
acto está prohibido ya que dicho paso supondría la preeminencia lógica del acto
frente a la potencia, bien puede decirse que es precisamente eso lo que hemos
estado haciendo todo este tiempo de lozanía y vacas gordas: anticipar el
sentido de lo virtual en lo actual, darnos cancha ancha y ser capaces de tomar
gato por liebre en sueños de progreso sostenido en nada más que un pensamiento
de la presentabilidad absoluta. Hacer de lo virtual un actual inmediato, ese ha
sido el cuento de la lechera que nos han contado y que ahora estamos tratando
como locos de recomponer.
Pero no hay solución: si nunca
hemos contado con ese tiempo bueno, ese buen Cronos-Zeus, que como buen tiempo acompasado
nos indicaba la secuencia a seguir, mucho menos entonces vamos a ser capaces
siquiera de comprender al mal tiempo, al Cronos-Saturno, ese tiempo disfuncional
y desgarrado que nace de las profundidades: cuando el tiempo nos estira o nos contrae
casi hasta el ahogo, cuando otros cuerpos nos fagocitan en juegos libidinales,
cuando la confluencia del tiempo-siempre-presente (considerado como sucesión
infinita de ‘ahoras’) y el tiempo-inmemorial queda desencajado de su melodía
inicial.
Si Deleuze llama Modernidad al dominio de ese caos, bien podemos decir
que, con la caída de la lechera (no es difícil de ver la metáfora), estamos a
un tris de descontrolar el descontrol, de ser abducidos por una vorágine
sincopada de tiempos sometidos un tiempo fracturado y roto.
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