“La historia
significa entonces una forma de coexistencia entre los que habitan juntos un
lugar, los que allí hacen el plan de los edificios comunes, los que talan las
piedras de estos edificios, los que ordenan las ceremonias y los que
participan”.
Jacques
Rancière
Con
la máquina de la post-historia funcionando a todo trapo, los Juegos Olímpicos
se han convertido en el último decenio en la muestra más desenfadada –a la par
que perversa- de ver hasta qué punto han calado los ensayos político-policiales
puestos en marcha por la lógica del espectáculo en los tiempos de la catatonia
cibernética generalizada.
Si
ya la elección de la sede es un perfecto ejercicio de fantasmagoría geoestratégica
–no hay nada que estrategizar, sino flujos que redirigir a nivel global-, la
puesta en marcha del evento no deja de glosar una cartografía de los lugares
más interesantes de la teoría crítica actual: un archiprivilegio de lo visual
redistribuido ahora a través del sistema multipantalla en el que estamos
inmersos, una soflama arcaica y farisea del sentimentalismo patriótico más
bananero, una pulsión hacia la comercialización de lo inútil y hacia la
exhibición de unas redes sociales que -a este ritmo- estarán desactivadas de
cualquier caudal emancipatorio en menos de un lustro.
Y
es que en el desierto de lo real que habitamos, ahítos como estamos de
acontecimientos ‘históricos’, los Juegos Olímpicos suponen una
pseudo-conciencia de la historicidad: una dramaturgia concelebrada de todas las
miserias planetarias y que solo macro-acontecimientos como este son capaces de
exhortizar.
Esforzados
como estamos aún hoy en ‘dejar huella’, en testificar del mundo que nos ha
tocado vivir, si bien toda potencialidad estética queda por completo
desconectada –y más aún en estas condiciones de hiperfinanciación-, bien es
cierto que ‘monumentos’ como la torre Arcelor
Mittal Orbit diseñada por Anish
Kapoor son ejercicios precisos de la noción de comunidad y de destino que
aún aletea en nuestras vidas. Que tamaña monumentalidad quede referido a
conceptos refritos pasados por la turbomix de la apologética libidinal de un
mundo devenido imagen da cuenta de una nueva y perfecta forma de mancomunidad:
la que hace del trauma ethos común con el que venir a dar en una orgiástica
fiesta del olvido y del oprobio, de la tragedia silenciada y de la desposesión
perpetua.
No
habiendo más que excluidos, el sistema tensa sus redes libidinales para venir a
dar –en lo que dure el acontecimiento- en una inclusión del ‘otro’ totalmente
torticera, en una nauseabunda forma de cohesión y habitabilidad. Propio entonces
de esta sintomatología ética del gadjet y del live global, es esta obra de Kapoor donde la monumentalidad del
por-venir (ahí donde la historia se alía con la ficción para abrir el tiempo a
lo radicalmente otro) es apuntalada por la lógica del triunfo iconoclasta de la
pandemia turística y de la esperanza en los beneficios futuros.
El monopolio de la
presentabilidad, afianzado ahora más que nunca en la telerealidad sobre la que
narcotizamos nuestra sintomatología hacia el Abgrund heideggeriano que nos esencia, es ahora el pathos
orgiástico más perfecto. Aniquilados los dioses, no es que ya ellos no bailen,
sino que incluso a nosotros se nos han quitado las ganas. A lo sumo un meneíto,
un paso testosterónico donde, después de todo, confesar que somos los más
gañanes del rebaño cibernético. Y es que cuando el baile pierde todo poder de
subversión, cuando es el fondo de contraste con el que sentir la pasión por lo
Real disfrazado de espectáculo banalizado, el presente-infinito y la posición
decúbito supino es lo que más conviene.
Porque, claro está, que quizá ya
los tiempos para el rebuzno teledirigido ha dejado paso a formas más
perfectivas y perversas de poder. No ya las agarraderas ideológicas, sino la
hiperfluidica libidinal como estratos superpuestos donde la no-convergencia es
nuestra forma de construir comunidad.
Pero si no hay ya lugar hacia el
que caminar juntos, sí que contamos con una fenomenología cibernética de los impulsos
que nos hace comprendernos como sociedad. Impulsos siempre eréctiles en el
siesteo estival; impulsos donde el voyeurismo se ha instalado como la bildung de nuestra era. Impulsos
pixelados, inmanentes a una pantalla-superficie donde los acontecimientos no
intersecan ya con ninguna lógica histórica –ni muchos menos poética- sino que
redundan en una ergonomía del capital que, no habiendo ya nada bajo las
apariencias, nada bajo la pantalla, adelgazándose cada vez más el impulso nmemótico
que anima a la imágenes, no hace más que crecer exponencialmente.
Así las cosas, en tiempos de una
obscenidad hilarante, de una visceralidad del exhibicionismo, donde la
taxonomía del detritus voltea todo rescoldo de rebelión del lado de lo casposo,
la fetichización ha devenido proceder escatológico: aunando en torno a sí las
ruinas del materialismo dialéctico con una fenomenología de la mirada más
adiestras, el fetichismo deja para ya-mismo lo que bien pudiera ser para nunca.
La escatología encerrada en la superficie mediática del zappeo, la
futuribilidad atrincherada en la endogamia del Gran Hermano: la historia
desbarra en un tiempo siempre ciclotómico y archipredecible. Y es que ese y no
otro es el capitalismo: adormecer el futuro, conseguir que nunca suceda. Y para
ello nada mejor que la estrategia de lo obsceno, de la epifenomenología del
todo: la panavisión deseada, verlo todo es gozarlo todo –en especial el síntoma.
La mirada se resuelve dogmática y, convertido el mundo en imagen, ver converge de modo perfecto con ser. Solo existe lo que se ve, solo
existe aquel que ve. Así, para que la
mirada no quede desplazada, presa de flujos de reverberación e interferencias,
lo mejor es dejarla sometida a los ritmos impuestos por los canales mediáticos:
¡¡ellos sí que nos prometen la tierra prometida, ellos sí que nos darán a ver
aquello que más nos conviene!! En definitiva, la programación como perfecta tecnología
de masas.
Si Weber denunció la creciente burocratización de las sociedades modernas,
el trampantojo telemático no es ya de procedencia kafkiana sino que ha logrado
generación y regulación propia: en definitiva, no ya burocratización, sino
programación en su estado más puro. La espectacularización difusa del medio
deviene adiestramiento de masas bajo la égida de la inhospitalidad: en ningún
sitio como fuera de casa. Apoltronados, esos sí, en el sofá de casa, las
múltiples pantallas de las que nos disponemos nos sirven para multiplicar por
cien la sensación desalentadora de la expropiación. Incluso no ya programación,
sino autoprogramación: los menús a la carta elevan la sensación de bulimia
social que padecemos.
Echar la mirada fuera, bucear en
las inmundicias del otro, plegar la mirada a la celebración de la catatonia,
extasiarla en la fanfarria de lo grotesco en que ha devenido toda existencia. Como
un sumidero, el impulso hacia lo afuera revierte en el síndrome de
bunkerización que padecemos. Las interconectividades permite esta paradoja:
recluidos en casa, en la indigestión de nuestras propias miserias, purgamos en
la diáspora telemática las ensoñaciones de comunidad que no hemos sabido
calibrar antes.
La consecuencia es que las
posibilidades de entrar en relación son más bien pocas: o la idioticia como
forma consensuada general o la insurgencia revestida de matanza adolescente.
Performances de nuestra propia vida, la salida a la luz se da mediación de la
exhibición de nuestros cuerpos circenses, de nuestra pantomima devenida ethos
común. El cuerpo, sometido a la tiranía de la mirada nauseabunda y lasciva, se
ejercita en el machacarse, en el sudar, en el fortalecimiento de unos músculos
que ya –inexcusablemente- no valen para nada. En una vuelta de tuerca cercana a
lo vomitivo, el gimnasio y la sauna vuelven a ser –como en Grecia- los lugares
de peregrinaje y reunión por aquellos que habitan en la superficie mediática de
forma más perfectiva. La mirada, congregada en torno a un deseo-superficie, se
coagula sobre los puntos nodales que forman los cuerpos perfectos. Así, el
primer rango de exhibición –y quizá el único- sea el de nuestros propios
cuerpos-pantalla y en los líquidos que exuda: el share de mirada que uno es capaz de absorber es proporcional al
deseo que la obscenidad de su cuerpo es capaz de producir.
Así el campo topológico de
nuestra realidad atiende a una cefalea de vórtices en progresión siempre
geométrica: actrices, cantantes, toreros, políticos, etc. Todos son –todos de
hecho somos, pues existen tantas subclasificaciones como sea menester-
candidatos al mejor culo del año, a la sonrisa más carnal o a los pechos más
grandes. Así hasta llegar al porno-system, ahí donde el juego de las
seducciones-simulacros se convierten en Real. Si el porno tiene auge no es ni
mucho menos por la portabilidad de los medios de reproducción sino porque es el
último escalón –y el necesario- para que la lógica de la pamema donde se
asienta la meritocracia de lo mediocre siga funcionando a pleno rendimiento. Para
que la Belén Esteban de turno expela
sus miserias, debe haber una porno-star sodomizada en prime-time.
El régimen capitalista, en esta
adecuación policiaca de cuerpos y miradas, se pliega a una lógica biónica donde
el gadjet acelera la reproductibilidad infinita de imágenes, de formas de
comunidad cifradas en el compartir y donde todo régimen de privacidad no es más
que la mentira más fácilmente admitida por todos.
En definitiva, políticas de la
mirada y del cuerpo: miradas narcotizadas en la eclosión del deseo hecho carne
y cuerpos marcados por el régimen policial que nos asegura que lo Real –como en
el 11/S- no haga acto de presencia y que la telerealidad descarrile. Con eso
basta: la perfección del régimen libidinal e hiperconsensuado que construye
nuestra realidad queda cifrada en una repetición pulsional de aquello que se da
a ver, en una contención del derrame libidinal. Cuerpos plegados al reparto
policiaco de cuerpos adiestrados y ordenados, y miradas polivalentes y
poliformes a las que les es imposible ver otra cosa.
* *
*
En este panorama generalizado de
modorra acéfala, una vez cada cuatro años nos suceden los Juegos Olímpicos.
Elevados a categoría de leyenda, los juegos se instauran en un lugar difuso
dentro de nuestros imaginarios pero que hemos sabido moldear a imagen y
semejanza de nuestros deseos. En pocas palabras, como eclosión del buenismo,
los juegos simulan la panacea de una globalidad emancipada mientras ejecutan de forma perfecta la
verborrea puesta en marcha por la diplomacia del show-bussines como institución
“sin ánimo de lucro”.
En connivencia con el turismo
global, los Juegos Olímpicos tienen para sí el orgullo de haberse convertido en
el dispositivo perfecto para territorializar amplios espectros de telerealidad:
uniendo en una ecuación deporte, ocio y progreso, los Juegos Olímpicos operan
desde una dialéctica post-histórica donde la separación del en-sí y el para-sí se pliegan el uno sobre el otro en una mancomunidad de la
telepresencia inmediata. La historia, jugándose en la pantalla-mundo, anuladas
todas sus diferencias en la idealidad de la cohabitación del otro, tiene en los
Juegos Olímpicos su simulacro perfecto: el dispositivo maquínico perfecto para
que la visión –si no incluso la presencia del turista no tan accidental- territorialice
enormes campos desiderativos.
Porque quizá todo lo explicado
más arriba –lugares más o menso recurrentes dentro de una teoría de la mirada
política- no serían nada sin estos acontecimientos llamados a condensar en
pocos días la idiosincrasia de diferencias que el sistema aún no es capaz de
absorber para sí. Apelaciones al lugar común, a la esfera de comunidad que las
sintomatologías de lo postmoderno provocan en el sujeto, serían todas ellas de
baja intensidad –muertas casi en el mismo instante de nacer en el refulgir
dorado de la imagen-fetiche- si no fuera por estos lugares aún garantizadores
de que la historia, pese a quién pese, sigue pasando. Así, de forma bastante clara, los juegos se
prestan a comprenderse como la estetización más obscena que la política de los
regímenes arriba comentados necesitan para su puesta en circulación.
Esta estetización de la política
es más que clara si nos fijamos en la ecuación que el deporte ha ido haciendo,
en la edad moderna, con los registros de vida en común más radicales: de los
apelativos a la raza aria, a los triunfos “increíbles” de los bloques
comunistas, hasta hacer de él el motor del espectáculo hipercapitalista. Todo
vale para que la máquina siga funcionando y el fantasma del doping no viene
sino a acentuar este rasgo fantasmagórico en que queda anclada la realidad: quizá
nada es lo que parece, quizá toda la realidad descanse en una paranoia
consensuada. Porque en definitiva, es que nos da igual: es solo la excitación
de los cuerpos y los tiempos lo que nos fascina. Son los cuerpos de esos
miserables deportistas con sus quince minutos de fama lo que nos hiela la
sangre: cuatro años de esfuerzos denodados, rayando incluso en lo soportable, y
apoyados con una insulsa beca, para que aquí yo ahora, mientras me atiborro en
la hora de la cena, disfrute de sus logros. Nada nos joderá la fiesta, y si
están anfetamínicos perdidos, peor para ellos, la ignominia y el oprobio será
terrible.
Total y resumiendo, bajo el simulacro
de un esfuerzo compartido en llevar a término el citius, fortius, altius de los griegos, ahora el escepticismo
global se camufla bajo una pantomima que raya lo hiperbólico. Lo anecdótico
elevado a categoría vía patriotismo bullangero, la excitación visual de lo
sublime-corporal, de su inutilidad como cima de lo espectacular: los cuerpos
atléticos, la miradas voyeristas, el olimpismo como descomunal institución de
aristócratas, la inserción de una topografía nueva dentro de los imaginarios de
la comunidad merced a la conquista a manos del fervor turístico: todo ello
conforma una membrana reticular que viene a convenir de modo perfectivo y
maquínico con la pantalla-capital como realidad única.
* *
*
Es entonces en esta situación de
adiestramiento escópico que encarnan los Juegos donde esta torre, la Arcelor Mittal Orbit de Anish Kapoor, viene a revelar de manera
perfecta los primados sobre los que se levanta la comunidad actual. Una comunidad
construida únicamente como dato cuantificativo a la hora de diseñar programaciones,
de hacer estadísticas o de elaborar shares de audiencia. Una sociedad entrelazada
únicamente en los efectos gregarios que genera una pasividad que roza lo
sublime y que queda amparada en las intersecciones del ocio, el espectáculo y el
entretenimiento.
Tal sociedad extrema, al contrario
de lo que pudiera pensarse, las diferencias de competencias y lugares,
estableciéndose ahora básicamente dos grupos sociales: la de los productores de
entretenimiento y los consumidores. Incluso, la perversión es de un calado casi
maléfico al habérsele inculcado al consumidor la paranoia de que, él también,
con esos gadjet que le circundan, puede crear realidad. Si hemos empezado con
una cita de Rancière al principio es
para dejar bien claro que, si antaño la monumentalidad no quedaba referida a la
recordación de un personaje o un hecho, sino a trabar lazos de comunidad en la
producción de un monumento que en su producirse articulaba tal comunidad en la
apertura a un futuro por venir, ahora
mismo la construcción de la torre londinense revela la falta de lazos en la
comunidad.
Construida con la megafinanciación
de un magnate, levantada para ser principalmente televisada, para ser ‘consumida’
por las hordas de turistas que atiborraran el Estadio Olímpico, la torre se levanta
como el emblema de la no-diferencia, del dogmatismo de lo hiperconsensuado. De la
plaza pública donde el logos se ejercitaba en igualdad de condiciones, hemos llegado
a la operación bursátil como simulacro de comunidad: 5000 personas al día por
15 libras la entrada. Así, la lógica de la monumentalidad posthistórica remite
a una comunidad que, además de haber renunciado a cualquier atisbo de
emancipación, se reboza cual piara en los festines de su propia exclusión.
No hay comentarios:
Publicar un comentario