jueves, 9 de agosto de 2012

JUEGOS OLÍMPICOS: UN FANTASMA RECORRRE LA PANTALLA-MUNDO




“La historia significa entonces una forma de coexistencia entre los que habitan juntos un lugar, los que allí hacen el plan de los edificios comunes, los que talan las piedras de estos edificios, los que ordenan las ceremonias y los que participan”.
                                                                                                                Jacques Rancière


Con la máquina de la post-historia funcionando a todo trapo, los Juegos Olímpicos se han convertido en el último decenio en la muestra más desenfadada –a la par que perversa- de ver hasta qué punto han calado los ensayos político-policiales puestos en marcha por la lógica del espectáculo en los tiempos de la catatonia cibernética generalizada.
Si ya la elección de la sede es un perfecto ejercicio de fantasmagoría geoestratégica –no hay nada que estrategizar, sino flujos que redirigir a nivel global-, la puesta en marcha del evento no deja de glosar una cartografía de los lugares más interesantes de la teoría crítica actual: un archiprivilegio de lo visual redistribuido ahora a través del sistema multipantalla en el que estamos inmersos, una soflama arcaica y farisea del sentimentalismo patriótico más bananero, una pulsión hacia la comercialización de lo inútil y hacia la exhibición de unas redes sociales que -a este ritmo- estarán desactivadas de cualquier caudal emancipatorio en menos de un lustro.
Y es que en el desierto de lo real que habitamos, ahítos como estamos de acontecimientos ‘históricos’, los Juegos Olímpicos suponen una pseudo-conciencia de la historicidad: una dramaturgia concelebrada de todas las miserias planetarias y que solo macro-acontecimientos como este son capaces de exhortizar.
Esforzados como estamos aún hoy en ‘dejar huella’, en testificar del mundo que nos ha tocado vivir, si bien toda potencialidad estética queda por completo desconectada –y más aún en estas condiciones de hiperfinanciación-, bien es cierto que ‘monumentos’ como la torre Arcelor Mittal Orbit diseñada por Anish Kapoor son ejercicios precisos de la noción de comunidad y de destino que aún aletea en nuestras vidas. Que tamaña monumentalidad quede referido a conceptos refritos pasados por la turbomix de la apologética libidinal de un mundo devenido imagen da cuenta de una nueva y perfecta forma de mancomunidad: la que hace del trauma ethos común con el que venir a dar en una orgiástica fiesta del olvido y del oprobio, de la tragedia silenciada y de la desposesión perpetua.
No habiendo más que excluidos, el sistema tensa sus redes libidinales para venir a dar –en lo que dure el acontecimiento- en una inclusión del ‘otro’ totalmente torticera, en una nauseabunda forma de cohesión y habitabilidad. Propio entonces de esta sintomatología ética del gadjet y del live global, es esta obra de Kapoor donde la monumentalidad del por-venir (ahí donde la historia se alía con la ficción para abrir el tiempo a lo radicalmente otro) es apuntalada por la lógica del triunfo iconoclasta de la pandemia turística y de la esperanza en los beneficios futuros.


El monopolio de la presentabilidad, afianzado ahora más que nunca en la telerealidad sobre la que narcotizamos nuestra sintomatología hacia el Abgrund heideggeriano que nos esencia, es ahora el pathos orgiástico más perfecto. Aniquilados los dioses, no es que ya ellos no bailen, sino que incluso a nosotros se nos han quitado las ganas. A lo sumo un meneíto, un paso testosterónico donde, después de todo, confesar que somos los más gañanes del rebaño cibernético. Y es que cuando el baile pierde todo poder de subversión, cuando es el fondo de contraste con el que sentir la pasión por lo Real disfrazado de espectáculo banalizado, el presente-infinito y la posición decúbito supino es lo que más conviene.
Porque, claro está, que quizá ya los tiempos para el rebuzno teledirigido ha dejado paso a formas más perfectivas y perversas de poder. No ya las agarraderas ideológicas, sino la hiperfluidica libidinal como estratos superpuestos donde la no-convergencia es nuestra forma de construir comunidad.


Pero si no hay ya lugar hacia el que caminar juntos, sí que contamos con una fenomenología cibernética de los impulsos que nos hace comprendernos como sociedad. Impulsos siempre eréctiles en el siesteo estival; impulsos donde el voyeurismo se ha instalado como la bildung de nuestra era. Impulsos pixelados, inmanentes a una pantalla-superficie donde los acontecimientos no intersecan ya con ninguna lógica histórica –ni muchos menos poética- sino que redundan en una ergonomía del capital que, no habiendo ya nada bajo las apariencias, nada bajo la pantalla, adelgazándose cada vez más el impulso nmemótico que anima a la imágenes, no hace más que crecer exponencialmente.
Así las cosas, en tiempos de una obscenidad hilarante, de una visceralidad del exhibicionismo, donde la taxonomía del detritus voltea todo rescoldo de rebelión del lado de lo casposo, la fetichización ha devenido proceder escatológico: aunando en torno a sí las ruinas del materialismo dialéctico con una fenomenología de la mirada más adiestras, el fetichismo deja para ya-mismo lo que bien pudiera ser para nunca. La escatología encerrada en la superficie mediática del zappeo, la futuribilidad atrincherada en la endogamia del Gran Hermano: la historia desbarra en un tiempo siempre ciclotómico y archipredecible. Y es que ese y no otro es el capitalismo: adormecer el futuro, conseguir que nunca suceda. Y para ello nada mejor que la estrategia de lo obsceno, de la epifenomenología del todo: la panavisión deseada, verlo todo es gozarlo todo –en especial el síntoma. La mirada se resuelve dogmática y, convertido el mundo en imagen, ver converge de modo perfecto con ser. Solo existe lo que se ve, solo existe aquel que ve.  Así, para que la mirada no quede desplazada, presa de flujos de reverberación e interferencias, lo mejor es dejarla sometida a los ritmos impuestos por los canales mediáticos: ¡¡ellos sí que nos prometen la tierra prometida, ellos sí que nos darán a ver aquello que más nos conviene!! En definitiva, la programación como perfecta tecnología de masas.
Si Weber denunció la creciente burocratización de las sociedades modernas, el trampantojo telemático no es ya de procedencia kafkiana sino que ha logrado generación y regulación propia: en definitiva, no ya burocratización, sino programación en su estado más puro. La espectacularización difusa del medio deviene adiestramiento de masas bajo la égida de la inhospitalidad: en ningún sitio como fuera de casa. Apoltronados, esos sí, en el sofá de casa, las múltiples pantallas de las que nos disponemos nos sirven para multiplicar por cien la sensación desalentadora de la expropiación. Incluso no ya programación, sino autoprogramación: los menús a la carta elevan la sensación de bulimia social que padecemos.
Echar la mirada fuera, bucear en las inmundicias del otro, plegar la mirada a la celebración de la catatonia, extasiarla en la fanfarria de lo grotesco en que ha devenido toda existencia. Como un sumidero, el impulso hacia lo afuera revierte en el síndrome de bunkerización que padecemos. Las interconectividades permite esta paradoja: recluidos en casa, en la indigestión de nuestras propias miserias, purgamos en la diáspora telemática las ensoñaciones de comunidad que no hemos sabido calibrar antes.


La consecuencia es que las posibilidades de entrar en relación son más bien pocas: o la idioticia como forma consensuada general o la insurgencia revestida de matanza adolescente. Performances de nuestra propia vida, la salida a la luz se da mediación de la exhibición de nuestros cuerpos circenses, de nuestra pantomima devenida ethos común. El cuerpo, sometido a la tiranía de la mirada nauseabunda y lasciva, se ejercita en el machacarse, en el sudar, en el fortalecimiento de unos músculos que ya –inexcusablemente- no valen para nada. En una vuelta de tuerca cercana a lo vomitivo, el gimnasio y la sauna vuelven a ser –como en Grecia- los lugares de peregrinaje y reunión por aquellos que habitan en la superficie mediática de forma más perfectiva. La mirada, congregada en torno a un deseo-superficie, se coagula sobre los puntos nodales que forman los cuerpos perfectos. Así, el primer rango de exhibición –y quizá el único- sea el de nuestros propios cuerpos-pantalla y en los líquidos que exuda: el share de mirada que uno es capaz de absorber es proporcional al deseo que la obscenidad de su cuerpo es capaz de producir.
Así el campo topológico de nuestra realidad atiende a una cefalea de vórtices en progresión siempre geométrica: actrices, cantantes, toreros, políticos, etc. Todos son –todos de hecho somos, pues existen tantas subclasificaciones como sea menester- candidatos al mejor culo del año, a la sonrisa más carnal o a los pechos más grandes. Así hasta llegar al porno-system, ahí donde el juego de las seducciones-simulacros se convierten en Real. Si el porno tiene auge no es ni mucho menos por la portabilidad de los medios de reproducción sino porque es el último escalón –y el necesario- para que la lógica de la pamema donde se asienta la meritocracia de lo mediocre siga funcionando a pleno rendimiento. Para que la Belén Esteban de turno expela sus miserias, debe haber una porno-star sodomizada en prime-time.
El régimen capitalista, en esta adecuación policiaca de cuerpos y miradas, se pliega a una lógica biónica donde el gadjet acelera la reproductibilidad infinita de imágenes, de formas de comunidad cifradas en el compartir y donde todo régimen de privacidad no es más que la mentira más fácilmente admitida por todos.  


En definitiva, políticas de la mirada y del cuerpo: miradas narcotizadas en la eclosión del deseo hecho carne y cuerpos marcados por el régimen policial que nos asegura que lo Real –como en el 11/S- no haga acto de presencia y que la telerealidad descarrile. Con eso basta: la perfección del régimen libidinal e hiperconsensuado que construye nuestra realidad queda cifrada en una repetición pulsional de aquello que se da a ver, en una contención del derrame libidinal. Cuerpos plegados al reparto policiaco de cuerpos adiestrados y ordenados, y miradas polivalentes y poliformes a las que les es imposible ver otra cosa.

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 En este panorama generalizado de modorra acéfala, una vez cada cuatro años nos suceden los Juegos Olímpicos. Elevados a categoría de leyenda, los juegos se instauran en un lugar difuso dentro de nuestros imaginarios pero que hemos sabido moldear a imagen y semejanza de nuestros deseos. En pocas palabras, como eclosión del buenismo, los juegos simulan la panacea de una globalidad emancipada  mientras ejecutan de forma perfecta la verborrea puesta en marcha por la diplomacia del show-bussines como institución “sin ánimo de lucro”.
En connivencia con el turismo global, los Juegos Olímpicos tienen para sí el orgullo de haberse convertido en el dispositivo perfecto para territorializar amplios espectros de telerealidad: uniendo en una ecuación deporte, ocio y progreso, los Juegos Olímpicos operan desde una dialéctica post-histórica donde la separación del en-sí y el para-sí se pliegan el uno sobre el otro en una mancomunidad de la telepresencia inmediata. La historia, jugándose en la pantalla-mundo, anuladas todas sus diferencias en la idealidad de la cohabitación del otro, tiene en los Juegos Olímpicos su simulacro perfecto: el dispositivo maquínico perfecto para que la visión –si no incluso la presencia del turista no tan accidental- territorialice enormes campos desiderativos.
Porque quizá todo lo explicado más arriba –lugares más o menso recurrentes dentro de una teoría de la mirada política- no serían nada sin estos acontecimientos llamados a condensar en pocos días la idiosincrasia de diferencias que el sistema aún no es capaz de absorber para sí. Apelaciones al lugar común, a la esfera de comunidad que las sintomatologías de lo postmoderno provocan en el sujeto, serían todas ellas de baja intensidad –muertas casi en el mismo instante de nacer en el refulgir dorado de la imagen-fetiche- si no fuera por estos lugares aún garantizadores de que la historia, pese a quién pese, sigue pasando.   Así, de forma bastante clara, los juegos se prestan a comprenderse como la estetización más obscena que la política de los regímenes arriba comentados necesitan para su puesta en circulación.
Esta estetización de la política es más que clara si nos fijamos en la ecuación que el deporte ha ido haciendo, en la edad moderna, con los registros de vida en común más radicales: de los apelativos a la raza aria, a los triunfos “increíbles” de los bloques comunistas, hasta hacer de él el motor del espectáculo hipercapitalista. Todo vale para que la máquina siga funcionando y el fantasma del doping no viene sino a acentuar este rasgo fantasmagórico en que queda anclada la realidad: quizá nada es lo que parece, quizá toda la realidad descanse en una paranoia consensuada. Porque en definitiva, es que nos da igual: es solo la excitación de los cuerpos y los tiempos lo que nos fascina. Son los cuerpos de esos miserables deportistas con sus quince minutos de fama lo que nos hiela la sangre: cuatro años de esfuerzos denodados, rayando incluso en lo soportable, y apoyados con una insulsa beca, para que aquí yo ahora, mientras me atiborro en la hora de la cena, disfrute de sus logros. Nada nos joderá la fiesta, y si están anfetamínicos perdidos, peor para ellos, la ignominia y el oprobio será terrible.


Total y resumiendo, bajo el simulacro de un esfuerzo compartido en llevar a término el citius, fortius, altius de los griegos, ahora el escepticismo global se camufla bajo una pantomima que raya lo hiperbólico. Lo anecdótico elevado a categoría vía patriotismo bullangero, la excitación visual de lo sublime-corporal, de su inutilidad como cima de lo espectacular: los cuerpos atléticos, la miradas voyeristas, el olimpismo como descomunal institución de aristócratas, la inserción de una topografía nueva dentro de los imaginarios de la comunidad merced a la conquista a manos del fervor turístico: todo ello conforma una membrana reticular que viene a convenir de modo perfectivo y maquínico con la pantalla-capital como realidad única.

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Es entonces en esta situación de adiestramiento escópico que encarnan los Juegos donde esta torre, la Arcelor Mittal Orbit de Anish Kapoor, viene a revelar de manera perfecta los primados sobre los que se levanta la comunidad actual. Una comunidad construida únicamente como dato cuantificativo a la hora de diseñar programaciones, de hacer estadísticas o de elaborar shares de audiencia. Una sociedad entrelazada únicamente en los efectos gregarios que genera una pasividad que roza lo sublime y que queda amparada en las intersecciones del ocio, el espectáculo y el entretenimiento.
Tal sociedad extrema, al contrario de lo que pudiera pensarse, las diferencias de competencias y lugares, estableciéndose ahora básicamente dos grupos sociales: la de los productores de entretenimiento y los consumidores. Incluso, la perversión es de un calado casi maléfico al habérsele inculcado al consumidor la paranoia de que, él también, con esos gadjet que le circundan, puede crear realidad. Si hemos empezado con una cita de Rancière al principio es para dejar bien claro que, si antaño la monumentalidad no quedaba referida a la recordación de un personaje o un hecho, sino a trabar lazos de comunidad en la producción de un monumento que en su producirse articulaba tal comunidad en la apertura a un futuro por venir, ahora mismo la construcción de la torre londinense revela la falta de lazos en la comunidad.
Construida con la megafinanciación de un magnate, levantada para ser principalmente televisada, para ser ‘consumida’ por las hordas de turistas que atiborraran el Estadio Olímpico, la torre se levanta como el emblema de la no-diferencia, del dogmatismo de lo hiperconsensuado. De la plaza pública donde el logos se ejercitaba en igualdad de condiciones, hemos llegado a la operación bursátil como simulacro de comunidad: 5000 personas al día por 15 libras la entrada. Así, la lógica de la monumentalidad posthistórica remite a una comunidad que, además de haber renunciado a cualquier atisbo de emancipación, se reboza cual piara en los festines de su propia exclusión.

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