DAVID HOCKNEY: UNA VISIÓN MÁS AMPLIA
MUSEO
GUGGENHEIM: 15/05/12-09/09/12
Porque claramente que Hirst es criticable, y mucho además;
pero sin duda que su producción -comprendida dentro de esta fase del
capitalismo inmaterial, donde las transacciones quedan desancladas de las
lógicas del valor y del uso, poniéndole precio a las mercancías únicamente una
lógica desiderativa que anticipa la satisfacción- no es más que el efecto
inmanente a la propia destinación del arte en su hipersaturada negatividad.
Pero no habiendo mucha diferencia
entre exponer en el Burger King
–como ha hecho Hirst en los pasados Juegos Olímpicos- y hacerlo en el Guggenheim, Hockney es más criticable, pero mucho más, que su colega de la YBA al servirse de un sistema al que parece
apenas conocer. Porque si puede ser condenable servirse de esa frontera
indecible entre arte y no-arte para situarse polémica y mediáticamente en sus
intersticios y valerse de todas las estrategias que vengan del mundo de la
publicidad y la especulación, mucho peor es alzar la voz para clamar la ineptitud
de quien piensa aún en términos renacentistas un arte que hace ya más de dos
siglos está buscando otra cosa.
Pero si además de criticar el
arte contemporáneo vía una separación material del trabajo que ni el propio Marx, Hockney se ha dedicado en los últimos tiempos a potenciar ese
anacronismo del que, por otra parte, estrategias muy decentes e interesantes del
arte contemporáneo se sirven para apelar a ejercicios disensuales respecto del status quo imperante. Sin embargo,
depotenciada de cualquier calado político, el anacronismo de Hockney raya en lo infantiloide al
pensar que es reinterpretando a los clásicos -vía nuevas tecnologías- cómo el
arte puede seguir avanzando.
Lo que le
sucede a nuestro artista es que no entiende muchas cosas. Presa de una noción
lineal y conservadora del arte –pese a sus ínfulas de anarquista-, piensa que
no solo es que cualquier pasado fue mejor, sino que el presente cabe
comprenderlo en relación con ese pasado que nos agobia. Hockney es hegeliano, de un hegelianismo
tan infantiloide que oír sus palabras producen una mueca de incredulidad. Si
decimos que es hegeliano es porque para él, alcanzado cierto punto (¿el de su
época dorada?, ¿el su querido Picasso?), todo se vuelve atrofia y disimulo: “se tiene la
sensación de que la historia del arte se ha detenido porque no se sabe cómo
enfrentarse a la fotografía y, por tanto, al presente”.
De estas
palabras –de las que obviamos comentarios más contundentes- se infiere que el
arte para Hockney es cuestión
de progreso en las condiciones óptimas de la mirada y de su posterior
representación. Es decir: la confusión manifiesta del inglés y de donde
vienen todos sus errores es de unir
inexorablemente la mirada a los registros tecnológicos que la generan y, en
especial, que la potencian, concluyendo sin más que el trabajo del arte queda
consignado en la representación de aquello que se ve.
De forma
harto sorprendente, atrincherado en el argumento –tan simple como demagógico-
de que tanto
el pincel como el iPad son “tecnología”, Hockney
da saltos de alegría al saber que él ha sido el primero en ocurrírsele la
boutade de utilizar el iPad para realizar grandes cuadros. Alguien que se
celebre y se cante tan grandiosamente por esta banalidad es prueba más que
suficiente para calibrar el tamaño de su cortedad de miras. Porque si nadie lo
ha hecho antes es solamente porque parecía claro, al menos entre los “trabajadores
del arte”, que la apariencia de progreso merced a irrupciones técnicas es algo
tan calamitoso y de tanta vergüenza ajena que nadie pareciera capaz de soportar
el peso de tal ignominia.
Habrá quien diga que no es para
tanto, que cada uno hace lo que puede y que interpretaciones de qué es esto del
arte puede haber muchas. Pero lo cierto es que no comprender aún que la
tecnología es sólo un dato a posteriori que nace de la necesidad que tiene la
sociedad de rearticular los datos del sensorium común, es no comprender el
calado y la impronta del arte contemporáneo y seguir viendo en la ejecución de
piezas un medio de plasmación de la realidad sin mayor misión que la de hacerlo
cada vez mejor, con más medio, con mayor
tecnología, de una forma más bella e, incluso, perfecta.
Y sí, aceptamos que las tesis de
su último libro –El conocimiento secreto
(2002)- pueden ser de importancia para la historia del arte –ahí donde anticipa
el uso de lentes, espejos y la cámara oscura desde el siglo XVII a una fecha
tan pronto como 1420-1430; pero pretender valerse a día de hoy de esas
disquisiciones que, por muy bonitas y románticas que sean, apelan a otro tipo
de arte para tirar por el camino del medio y darse al uso del “gran espejo” que
es el iPad, es no saber muy bien de qué estamos hablando.
Porque esos espejos y lentes
usados en el siglo XV estaban al servicio de una determinada manera de repartir
las miradas y de organizar la sociedad. Amparada en la teocracia aristocrática,
la mimesis revertía en una manera muy determinada de reparto de las
sensibilidades y las competencias. Pero la práctica artística contemporánea,
más que quedar fijada a priori en una regulación determinada de las miradas,
construye en su mismo llevarse a cabo una mirada siempre diferente, recortada
disensualmente del conjunto de capacitaciones dadas anteriormente por válidas.
Y es que la técnica, siempre al
servicio de una reterritorialización constante de grandes masas de
sensibilidad, puede ofrecernos maneras novedosas de rearticular sentidos, pero
eso solo sucederá si antes hay una sociedad común capaz de reasignarse repartos
y competencias de forma disruptiva con lo anteriormente dado a ver, a pensar y
decir –y, obviamente, si hay un artista capaz de comprender la técnica de esta manera
disensual y no como una oportunidad más de llevar la pintura un paso más allá
de sí misma.
Ejercitarse como hace Hockney en un paisajismo estéril
valorado únicamente por la técnica llevada a cabo, no es solo una mala comprensión:
es antes que nada una bofetada en la geta del propio arte que, ahíto como está
de potencialidades que puedan convenir a una comunidad como la nuestra, ve como
campos aún sin explorar son de buenas a primeras fagocitados de todo caudal
político y plegados a la estulticia de querer hacer del arte una esfera
autónoma y privativa.
Mucho más podríamos decir de un
oportunismo como el de Hockney, pero
–por resumir- lo cierto es que en estos
tiempos donde la palabra artista está prohibida incluso en el léxico de los
propios artistas, encontrar a alguien que no solo se tilde como tal, sino que
tutee y se trate de igual a igual con Van
Gogh, Picasso o Renoir, no sabemos si es solo sorprendente
o es de una memez galopante. Yo, por de pronto, me quedo con lo segundo.
Y es que el “caso Hockney” –no hay tal pintor sino un
caso de encefalograma plano- es de tal calamidad que su exitazo en el Guggenheim no es más que la prueba
fehaciente de lo anacrónico de su trabajo. Querer dar oxígeno a la pintura
según consideraciones del pasado que un simple lavado de cara pareciera
permitir es la prueba más contundente de que el muerto no es la pintura, el
muerto es él mismo.
Si, el muy querido Sr. Hockney, evídentemente ya no es quien fue, aunque ni el mismo se de cuenta. Para mi pero, si sera siempre un referente, aunque desde la expo de sus perritos y quizás ya un poco antes también a mi ya no tenga mucho que decirme. Pero para mi el será siempre el autor de 'Doll Boy' de 1961, que feliz hubiera sido yo si los artistas maricas de mi país hubieran hecho algo similar en ese tiempo. Qué fácil hubiera sido mi primera juventud. Luz en lugar de mentiras. Y una infinita lista de obras magistrales que enriquecieron y motivaron mi espíritu. Para mi siempre sera especial, aún cuando sea muy parecido al resto del circo. Pues viva el circo.
ResponderEliminarEsto es sin ver la expo a la que tu haces referencia y eso siempre cuenta mucho. Quizás sea mi suerte.