SALLY MANN: AT TWELVE; GALERÍA
LA FÁBRICA: 13-09-2012 / 17-11-2012
PABLO AVENDAÑO:
PLOT SERIES; GALERÍA ARANA POVEDA: 20/09/12-19/11/12
No hay ya historias porque la
Modernidad necesitaba desdibujar las relaciones causales para dejar el campo de
los acontecimientos también abierto a otras realidades: la de lo
microhistórico, la de la nueva sociedad a punto de lograr autonomía plena allá
cuando los primados de la Ilustración eran aún tomados por válidos. Vaciar la
densidad de la necesidad, hacer hincapié más bien en la libertad, dejar abierto
siempre las moralejas y las lecciones que las historias nos quieren dar. Contra
Hegel, no tiene porqué haber
vencedores ni vencidos.
La misma importancia tiene la última
batalla de un gran general que una brizna de polvo colándose bajo la puerta; el
mismo sustrato las pesquisas de un imperio que los desvelos de la adúltera Emma Bovary. Así, hasta que el
“desierto de lo real” de Baudrillard
ha terminado por cortocircuitar todo acontecimiento en una serie de nódulos
rizomáticos que, asentados en la pantalla global en que la realidad ha
devenido, no profundizan más que un instante, lo justo para operar una muesca
en el campo multidialógico y reticular de lo social. Un infrafino, una
inmanencia nómada apenas perceptible.
Y, en el límite, una operatividad máxima
de lo incausado, una fluidez máxima entre imágenes, entre deseos catexizados ya
antes de tiempo. En el límite, toda historia vale lo mismo que cualquier otra
porque –y esta es la principal perversidad del sistema- el futuro está ya
prefigurado: la libertad de la historia es máxima justo cuando la realidad escribe
punto por punto lo que la necesidad –en este caso la del capital- le
dicta.
Y aquí estamos: en un presente sacado
de quicio ante el total cumplimiento de las premisas anticipadas por un futuro
capaz de consensuar toda una red de microhistorias según un eje disciplinario y
escópico global.
En este sentido, el arte también
rearticula el sentido de las historias, también opera en esa desconexión entre
causa y efecto sobre la que se levanta el imperio de lo moderno. Pero si lo
hace es para socavar esa paradoja dogmática más arriba descrita. Si lo hace es –o
debería ser- para dejar constancia de que, aunque la apertura ante la novedad sea
ahora máxima, es por otra parte mínima al estar teledirigida por miradas
escolarizadas y esclerotizadas en la catexis de un deseo preoriginal.
Propiciar la sacudida de una mirada
narcotizada, operar mecánicas que hagan de lo dado un bulto sospechoso
ideológicamente configurado, dar cuenta de una dramaturgia de las narraciones
que, si bien parecen inocentes estructuras, no son más que reclamos libidinales
para redirigir las miradas. Porque, una de las estrategias más radicales de la
mirada-dogmática, es travestir de resistencia procesos escópicos almibarados
por el tufo del buen rollo generalizado.
En definitiva, el arte sabe cuál es la
mecánica, cómo el régimen de ficcionalidad capaz de reasignar amplios campos de
lo dado ha de postular una desconexión causal, una indeterminación entre los
nexos que articulan toda narración. Pero, a lo que nos referimos y queremos
aquí destacar, es que muy a menudo hace la vista gorda con lo que deberían ser
sus consignas políticas –hacer emerger como efecto de esa desconexión causal
una mirada novedosa- y se contenta con una pose, una mueca que le permite al
artista una toma de posición pero nunca de decisión.
Porque la lógica de la indeterminación
-elevada sobre una estética hermenéutica que toma al espectador como rehén de
la obra en el sentido de que solo él la completará con su interpretación- no
consigue muchas veces sobrepasar el nivel de mera escenografía, de simple
estrategia para que lo producido tenga algo que ver con la “estética”.
Es lo que sucede, pensamos, en estas
dos exposiciones, las cuales, sin ser una pamema sí que toman para sí el
proceso de indiferenciación y desconexión causal que funciona en esta Modernidad
nuestra como “régimen de ficción general”, pero sin ningún tipo de intención de
promover novedad alguna ni de socavar las miradas disciplinadas que gastamos.
Sally
Mann toma como punto
de partida –y de final si se me apura- jóvenes adolescentes vecinas de la zona
rural de su Virginia natal donde aún vive. La presencia de las jovencitas se
impone, su corporalidad. Pero ninguna narración parece iniciarse. Imagen y
texto se cortocircuitan en una mudez donde nada se dice. Lo desconocemos todo, la
melancolía que destilan las imágenes no dan ninguna pista. La indeterminación
que supone siempre la figura del preadolescente se acentúa con un leve extrañamiento,
ahí donde no se sabe bien si es un reportaje social o una farsa, si son pequeñas
mujeres llenas de sensualidad o atisbos de madurez aún en cuerpos infantiles.
Viendo estas fotografías no podemos por
menos que acordarnos del trabajo de Rineke
Dijkstra, fotógrafa que también trabaja con la desconexión y con la
indeterminación que supone el extrañamiento de una imagen que se nos impone pero
de la que no conocemos nada.
En el mismo sentido puede hablarse de
las pinturas que forman la segunda muestra de Pablo Avendaño en la Galería
Arana Poveda. A base de tomas fijas, Avendaño
despliega una serie de fotogramas donde la narración es congelada, enmudecida a
un mero instante de indeterminación. La problemática que subyace en esta serie
de obras es el estatuto de la pintura ahora cuando la representación ha
implosionado en sus coordenadas más clásicas.
Como ya hemos dicho al inicio del
texto, cuando la ficción se establece no como régimen de historias sino más
bien todo lo contrario, como difuminación de los primados narratológicos, de la
relación que siempre ha vinculado una representación con los nexos causales
bien definidos que establecía, la pintura se ve atrapada en una práctica para
la que pocos caminos le quedan libres. Cansados de la fría abstracción y de
posturas poperas, con la prohibición de alegar a simples reglajes
representativos, a la pintura solo le cabe la posibilidad de servir de estudio “fotográfico”.
Es decir, de insertarse como buenamente puede dentro de la pasividad del
ojo-cámara para extraer un único fotograma, una única muestra que permita establecer
relaciones entre lo visto y lo no-visto, entre la narración y lo elíptico. Si bien
es cierto que todo puede ya suceder y que todo es ya digno de ser narrado, la
pintura parece querer comprender está operatividad del ojo maquínico y los
reglajes escópicos que propone para que la narración, pese a cortocircuitarse a
cada instante, avance hacia algún sitio.
En definitiva, el arte trata de
insertarse en las lógicas actuales del acontecimiento para comprender como se
vinculan palabra y texto, como se aceleran y desaceleran, como abren el campo
de lo visible a nuevas realidades, a nuevas categorías para lo posible y lo
pensable. Porque ahora, cuando todo adquiere el valor de un todo, cuando lo
visible converge con lo visual, la pasividad de la máquina no es otra cosa que
un régimen disciplinario casi perfecto donde toda narración no es otra cosa que
una huella en esta densidad saturada de imágenes que compone nuestra
videosfera.
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