(publicado en el número 10 de la revista El Bombín Cuadrado, http://elbombincuadrado.com/lecturas/el-pegamento-o-el-reino-perdido-de-la-infancia.html)
Aquí uno, que no es precisamente
ningún manitas, es mentarle el pegamento y
se va inexcusablemente al pasado de los tiernos días de infancia, ahí
cuando cartulina, lápices de colores y pegamento imedio eran las armas a usar.
Y es que desde entonces…¡en caída libre! Pringarte los dedos con esa masa
mocosa, y no solo los dedos, la cara, el baby, etc. ¡Eso era vida! Llegar medio
esnifado a casa y con las ropas para tirar: la felicidad infinita.
Porque luego, como digo, el
abismo. Incluso quizá, poniéndonos psicoanalíticos, sea esa fractura, ese
infancia olvidada y nunca recuperada, lo que me haga ser incapaz de atacar en
la actualidad obras mayores, esas que necesitan de cola de contacto, Black &
Decker y demás herramientas.
Yo me quedé ahí, con mi pegamento imedio y se acabó, paralizado ante el reino
perdido.
Las clases de plástica infantil
y, sobre todo, los cromos –sobre todo y en mi caso, los cromos de la liga.
Porque, ¿qué eran los cromos sin la liturgia del pegarlos? Limpiar la mesa, las
manos, colocar los cromos nuevos en un montoncito y desplegar el álbum como si
del mismo Códice Calixtino se tratara. Abrir el pegamento y…pfff… gotitas que
se salían por los bordes del cromo y que había que limpiar con cuidado no
quisieras que las páginas se pegasen unas con otras. Porque no solo había que
pegar cada cromo en su casilla, sino que teníamos a veces dos cromos, uno
encima del otro, en una misma casilla. El titular y el suplente, con los
historiales deportivos de cada uno debajo… Vamos, ¡¡una verdadera hazaña
pegarlos en condiciones óptimas de visibilidad y lectura!!
Y apenas ya tenías un dominio
pleno del asunto, cuando de buenas a primeras te cambian el cromo-papelcartón
por el cromo-pegatina. Al principio el gozo fue indescriptible pero, visto con
la perspectiva que solo dan los años, no hay duda de que fue el principio del
fin. Ya antes vino el pegamento de barra, esa sandez que luego supimos habría
que decir mejor “roll-on”. Pero no nos confundamos: todo se vino abajo con la
eliminación del pegamento y su sustitución por la pegatina.
Porque ya daba igual todo, eran
simples pegatas: el efecto aurático del cromo se perdió por completo. Ya los cromos
repetidos los podías pegar donde te placiese, incluso la colección en sí misma
perdía un poco de valor: lo importante eran las pegatas, el “gozo”
sintomatológico de disfrutar de pegarlos donde no viniese a cuento, la
satisfacción pulsional del “pegar por todas partes”. Sin orden ni concierto,
sin liturgia ni rito.
Y se me dirá que qué estoy
diciendo, que como puedo decir estas cosas. Pero, a poco que pensemos, no creo
decir mucho si sostengo que hoy en día ya pocas cosas permanecen pegadas. En la
onda del ‘nada para siempre’, el pegamento se ha convertido en un rancio objeto
del pasado.
Y la ecuación salta a la vista:
la generación de la pegatina-cromo es la misma que la generación post-it: ya no
llamas, ya solo un papelujo amarillo pato pegado en la nevera; ya no te
levantas a decirle al compañero que ha llamado fulanito: le dejas un post-it pegado
a la pantalla del ordenador con el mensaje cifrado “llamar mari ángeles”. Si
todo se ha volatizado en estructuras fragmentarias, si la comunidad ha devenido
una estructura pluriforme de mónadas diseminadas y dispuestas en red, el pegamento, su olvido, fue –y no lo supimos
ver- el primer síntoma.
Porque si la famosa frase de Marx
“todo lo sólido se disuelve en el aire” se ha convertido en leitmotiv de una
postmodernidad funeraria y nostálgica, el olvido del pegamento tiene la misma
connotación lacónica que el olvido del ser heideggeriano.
Así ahora entonces, en la era de
la “república independiente de Ikea”, ahí donde los muebles se montan y
desmontan sin pegamento ni cola, ya solo se pega en el muro del facebook, ya
solo es en el cibermundo donde el encolado reticular tiene razón de ser. Pegar
para fluir más rápido, no para sedimentar lo atesorado; pegar para separar, no
para construir; pegar para componer una memoria fugitiva más fluida, no para
poner parches al tiempo. Porque el tiempo ya no es el enemigo a combatir, sino
que más bien es el sustrato gaseoso sobre el que los deslizamientos ya no
pueden remitir al zurcido y al encolado. Ahora el tiempo está desquiciado y
juega a nuestro favor
Así,
normal que el “cut and paste” sea ahora la lógica más en boga para una sociedad
comprendida como conglomerado, compuesta por fragmentos sin sentido
omnicomprensivo. Si en un principio dicha práctica aludía a poses contestarías
como el punk, ahora, cuando la estética kitsch ha venido definitivamente para
quedarse, todo redunda en una metodología de la reutilización dando por hecho
que el reciclado y el apropiacionismo como estrategia de producción son las
mecánicas que más convienen para una sociedad construida a base de esquejes, de
cortapegas, de efectos que duran el instante que tardan en ser consumidos.
En definitiva pues, ¡qué añoranza
de los días de escuela, cuando el pegamento era la sustancia orgiástica, el
componente dionisíaco que hacía que todo tu mundo estuviese sustentado en la
fiesta perpetua, en la bacanal del caos del celofán y las ceras! Y es que
pringarte tiene su aquel, y ahora, en el mundo hiperhigiénico y bienpensante de
ahora, las cosas son infumablemente más aburridas.
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