GAUGUIN Y EL VIAJE A LO EXÓTICO
MUSEO
THYSSEN-BORNEMISZA: 09/10/12-13/01/13
Y si decimos que nada tiene que ver
con Gauguin no es solo porque el
número de pinturas de éste sea significativamente poco numeroso, no porque
-incluso haciendo caso al subtítulo de la muestra- falten cuadros de una
importancia simbólica capital como, por ejemplo, ¿De dónde
venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?, y no –por último- porque
pueda pensarse se trate de otra estrategia perfectamente orquestada por Tita & cía. Nada tiene que ver
porque, recorriendo sus salas, uno no sabe muy bien si, definitivamente,
dejarse de titulares, de saberse al dedillo el arte que destilan las manos maestras
de la pléyade de genios ya digeridos por todos y, aunque solo sea una vez, dejar
el protagonismo a la pintura.
Es ella, la pintura, la gran y única
protagonista; la única indomable a quien Gauguin
trató de domar en un ejercicio que, como todo lo que huela ya a modernidad,
consistía más en negar, en expatriar y en repudiar, que en elaborar sistemáticamente
bajo los preceptos canónicos.
Porque fue la pintura quien condenó a Gauguin a una vida de expátrida, a ir
quemando etapas una tras otra haciendo cada vez más grande la cifra de fracasos
que un hombre pudiera soportar. Porque a veces la pintura exige más: no solo
abandonar un empleo, una mujer y unos hijos; no solo dejar atrás un país; no
solo contentarse con crear y hacer escuela –particularmente la de Pont-Aven; no
solo desesperar ante lo aciago de querer crear con el monstruo Van Gogh en Arlés. A veces, muy pocas
veces, la pintura exige que se la mire cara a cara, sin mediación alguna, sin
narraciones buenistas que queden prendadas de la inspiración, las musas y la locura
de una razón encantada con haber forjado a un genio.
Fue la pintura quien le condenó a
elaborar otra mirada, una mirada que sabía que había que alejarse, tomar
distancia respecto a un mundo que había ya caído empicado en las redes de la
modernidad despótica y para quien las resistencias predecadentes del spleen baudeleriano no suponían sino la
mitificación y glorificación de un sistema-arte llamado a erigir sus propios
mártires para disfrute de las “bien-educadas” clases acomodadas.
Fue la pintura quien eligió a Gauguin como mártir de un tiempo bisagra
que necesitaba rearticular sus primados respecto a una sociedad devoradora y
devastadora. Que al arte no le bastaba con los herederos del romanticismo, que
el tiempo, ya desquiciado, hacia necesaria una obturación respecto de un
impresionismo cuya contemplación y conocimiento –las cosas claras- era ya el
escalón necesario que toda burguesía debía subir para escalar en una sociedad
atenta al ensimismamiento de la “cultura”: ese es el conocimiento que la
pintura dio a Gauguin. Si hay
genialidad, que la hay, es ni más ni menos que la de saberse valedor de un arte
que pedía a gritos una trasformación.
Si Gauguin es protagonista de algo, si debe ser aclamado, es porque en
él se encarnó la pintura mientras accedía a ser reducido a un mero guiñapo de
sí mismo y dar así cabida a ese nuevo caudal de imágenes que la sociedad y el
arte necesitaban: expatriación, divorcio, sífilis, lepra, intentos de suicidio,
miseria, abandono, etc.
De agente de bolsa a ser devastado por
las llamas de la pintura: el periplo existencial de este genio nos lleva a
claudicar de modo definitivo de esa narración tan greenbergiana que opta por
reducir la historia moderna de la pintura a una búsqueda de su especificidad
técnica y material más propia. Que tal fábula valga para dar cabida –y sobre
todo valor- a olas como el expresionismo abstracto neoyorquino, no es en modo
alguno óbice para calumniar de tal modo el trabajo suicida de artistas que en
el fragor de una guerra de resistencia frente al imperio de la mercancía
tomaron parte por la parte más indefensa y, al mismo tiempo, más necesaria: la
pintura, el arte. Porque uno no se va a la Polinesia a estudiar la esencia pura de la pintura, sino a
dejarse invadir por ella, para hacer de ella una nueva manera de mirar el
mundo, una manera de mirar que le proteja del dolor del mundo aunque el dolor
contenido sea aún más infinito.
Porque el batacazo fue tan grande que,
como Colón al confundir la
importancia de su descubrimiento, no fue la grandeza de una nueva época para la
pintura lo que pudo descubrir Gauguin,
sino la ignominia de un mundo para el que ya no cabía paraíso alguno: cuando en
1901 llega a la isla de Hiva-Oa en las Islas Marquesas comprueba de primera
mano los abusos cometidos por las autoridades y cómo la inocencia virginal de
los indígenas no es más que, en manos europeas, mano de obra fácil de explotar.
Así, y en definitiva, todo coincide:
las propias promesas de la pintura remiten a un paraíso ya, y quizá desde el
principio, perdido. El viaje exótico entonces, el primitivismo, no es más que
la impotencia de un mundo que se ve alienado sobre unos primados que, a la
larga, han venido en descubrirse como simulacros espectrales. No hay salida y,
pese a ello, hay que seguir, buscar otras fisuras, otros mundos, otras
posibilidades.
Pero la pintura, el arte en general,
seguirá buscando, encarnándose en una historia determinada. Este protagonismo
de la pintura nos debe hacer preguntarnos, sobre todo ahora en estos tiempos de
crisis, por lo fundamental: ¿dónde acampa ahora la pintura?, ¿nos dejaremos
inundar, alguien se dejará inundar, por sus promesas? En un mundo
hiperburocratizado, donde lo institucional ha terminado por degollar toda
libertad artística, no descubro nada si digo que es la valentía de aquellos
locos franceses lo que primero echamos de menos. Taimada en una mitología del
malditismo que no hace ningún favor al arte, los rebeldes de hoy en día se
contentan con poses contestatarias vacías de contenido alguno.
Salir de nuestro solipsismo
cibernético, de nuestra indignación de escaparate: el arte tiene razones más
poderosas –y también, claro está, más escondidas- para dejarse manipular por la
indolencia generalizada de hoy en día. Si la búsqueda de Gauguin no es más que las vicisitudes de la pintura frente a un
mundo que mercantiliza toda mirada, todo vestigio de resistencia, nuestra labor
no debe dejar de ser la misma: dejar de llenarnos la boca con la aristocracia
de los artistas del pasado, dejar de sabernos al dedillo su vida y milagros y
descubrir que al pintura, el arte, nos interroga también ahora. Que la
respuesta sea la inanidad absoluta es algo que, instituciones como ésta del Thyssen quieren y desean: que la pintura
sea sometida, dominadas, domesticada en una historia del arte cuanto más lineal
y obvia mejor.
Nuestra labor entonces es ejercitar
–como por otra parte reitera Rancière-
una mirada emancipada, enfrentándonos a ellos, a los grandes genios del XIX, no
como nombres que aprender, como artistas para decorar salitas de estar y
consultas de dentista, sino como interrogaciones que al propia pintura nos hace
hoy en día, como mediaciones y posibilidades para que la pintura encuentre y
siga encontrando su futuro.
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