miércoles, 9 de enero de 2013

GAUGUIN Y LA PREGUNTA POR LA PINTURA

         
GAUGUIN Y EL VIAJE A LO EXÓTICO
MUSEO THYSSEN-BORNEMISZA: 09/10/12-13/01/13

 Antes que nada, de lo que se trataría sería de deshacer todas las confusiones que pudieran establecerse de exposiciones como esta. Porque, exposiciones como ésta, nada, a ciencia cierta, tienen que ver con Gauguin; nada por lo menos con el Gauguin hiperestandarizado como eslabón necesario entre escuelas todas ellas digeridas hasta la saciedad por un entramado artístico-educacional que parece haber situado el límite de lo soportable, en todo lo referente al arte, en el trabajo de los franceses de finales del XIX. Sí, bueno, Picasso, Dalí, por lo menos aquí, en las Españas, aunque las más de las veces solo es la apelación lacerosa a un vacío al que nuestra envidia patológica no puede dejar de sustraerse: ambos, Picasso y Dalí, creativamente, artísticamente, son tan franceses como la Brigitte Bardot.

Y si decimos que nada tiene que ver con Gauguin no es solo porque el número de pinturas de éste sea significativamente poco numeroso, no porque -incluso haciendo caso al subtítulo de la muestra- falten cuadros de una importancia simbólica capital como, por ejemplo,  ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?, y no –por último- porque pueda pensarse se trate de otra estrategia perfectamente orquestada por Tita & cía. Nada tiene que ver porque, recorriendo sus salas, uno no sabe muy bien si, definitivamente, dejarse de titulares, de saberse al dedillo el arte que destilan las manos maestras de la pléyade de genios ya digeridos por todos y, aunque solo sea una vez, dejar el protagonismo a la pintura.

Es ella, la pintura, la gran y única protagonista; la única indomable a quien Gauguin trató de domar en un ejercicio que, como todo lo que huela ya a modernidad, consistía más en negar, en expatriar y en repudiar, que en elaborar sistemáticamente bajo los preceptos canónicos.

Porque fue la pintura quien condenó a Gauguin a una vida de expátrida, a ir quemando etapas una tras otra haciendo cada vez más grande la cifra de fracasos que un hombre pudiera soportar. Porque a veces la pintura exige más: no solo abandonar un empleo, una mujer y unos hijos; no solo dejar atrás un país; no solo contentarse con crear y hacer escuela –particularmente la de Pont-Aven; no solo desesperar ante lo aciago de querer crear con el monstruo Van Gogh en Arlés. A veces, muy pocas veces, la pintura exige que se la mire cara a cara, sin mediación alguna, sin narraciones buenistas que queden prendadas de la inspiración, las musas y la locura de una razón encantada con haber forjado a un genio.

 

Fue la pintura quien le condenó a elaborar otra mirada, una mirada que sabía que había que alejarse, tomar distancia respecto a un mundo que había ya caído empicado en las redes de la modernidad despótica y para quien las resistencias predecadentes del spleen baudeleriano no suponían sino la mitificación y glorificación de un sistema-arte llamado a erigir sus propios mártires para disfrute de las “bien-educadas” clases acomodadas.

Fue la pintura quien eligió a Gauguin como mártir de un tiempo bisagra que necesitaba rearticular sus primados respecto a una sociedad devoradora y devastadora. Que al arte no le bastaba con los herederos del romanticismo, que el tiempo, ya desquiciado, hacia necesaria una obturación respecto de un impresionismo cuya contemplación y conocimiento –las cosas claras- era ya el escalón necesario que toda burguesía debía subir para escalar en una sociedad atenta al ensimismamiento de la “cultura”: ese es el conocimiento que la pintura dio a Gauguin. Si hay genialidad, que la hay, es ni más ni menos que la de saberse valedor de un arte que pedía a gritos una trasformación.

Si Gauguin es protagonista de algo, si debe ser aclamado, es porque en él se encarnó la pintura mientras accedía a ser reducido a un mero guiñapo de sí mismo y dar así cabida a ese nuevo caudal de imágenes que la sociedad y el arte necesitaban: expatriación, divorcio, sífilis, lepra, intentos de suicidio, miseria, abandono, etc. 

De agente de bolsa a ser devastado por las llamas de la pintura: el periplo existencial de este genio nos lleva a claudicar de modo definitivo de esa narración tan greenbergiana que opta por reducir la historia moderna de la pintura a una búsqueda de su especificidad técnica y material más propia. Que tal fábula valga para dar cabida –y sobre todo valor- a olas como el expresionismo abstracto neoyorquino, no es en modo alguno óbice para calumniar de tal modo el trabajo suicida de artistas que en el fragor de una guerra de resistencia frente al imperio de la mercancía tomaron parte por la parte más indefensa y, al mismo tiempo, más necesaria: la pintura, el arte. Porque uno no se va a la Polinesia a estudiar la esencia pura de la pintura, sino a dejarse invadir por ella, para hacer de ella una nueva manera de mirar el mundo, una manera de mirar que le proteja del dolor del mundo aunque el dolor contenido sea aún más infinito.



Porque el batacazo fue tan grande que, como Colón al confundir la importancia de su descubrimiento, no fue la grandeza de una nueva época para la pintura lo que pudo descubrir Gauguin, sino la ignominia de un mundo para el que ya no cabía paraíso alguno: cuando en 1901 llega a la isla de Hiva-Oa en las Islas Marquesas comprueba de primera mano los abusos cometidos por las autoridades y cómo la inocencia virginal de los indígenas no es más que, en manos europeas, mano de obra fácil de explotar.

Así, y en definitiva, todo coincide: las propias promesas de la pintura remiten a un paraíso ya, y quizá desde el principio, perdido. El viaje exótico entonces, el primitivismo, no es más que la impotencia de un mundo que se ve alienado sobre unos primados que, a la larga, han venido en descubrirse como simulacros espectrales. No hay salida y, pese a ello, hay que seguir, buscar otras fisuras, otros mundos, otras posibilidades.

Pero la pintura, el arte en general, seguirá buscando, encarnándose en una historia determinada. Este protagonismo de la pintura nos debe hacer preguntarnos, sobre todo ahora en estos tiempos de crisis, por lo fundamental: ¿dónde acampa ahora la pintura?, ¿nos dejaremos inundar, alguien se dejará inundar, por sus promesas? En un mundo hiperburocratizado, donde lo institucional ha terminado por degollar toda libertad artística, no descubro nada si digo que es la valentía de aquellos locos franceses lo que primero echamos de menos. Taimada en una mitología del malditismo que no hace ningún favor al arte, los rebeldes de hoy en día se contentan con poses contestatarias vacías de contenido alguno.

Salir de nuestro solipsismo cibernético, de nuestra indignación de escaparate: el arte tiene razones más poderosas –y también, claro está, más escondidas- para dejarse manipular por la indolencia generalizada de hoy en día. Si la búsqueda de Gauguin no es más que las vicisitudes de la pintura frente a un mundo que mercantiliza toda mirada, todo vestigio de resistencia, nuestra labor no debe dejar de ser la misma: dejar de llenarnos la boca con la aristocracia de los artistas del pasado, dejar de sabernos al dedillo su vida y milagros y descubrir que al pintura, el arte, nos interroga también ahora. Que la respuesta sea la inanidad absoluta es algo que, instituciones como ésta del Thyssen quieren y desean: que la pintura sea sometida, dominadas, domesticada en una historia del arte cuanto más lineal y obvia mejor.

Nuestra labor entonces es ejercitar –como por otra parte reitera Rancière- una mirada emancipada, enfrentándonos a ellos, a los grandes genios del XIX, no como nombres que aprender, como artistas para decorar salitas de estar y consultas de dentista, sino como interrogaciones que al propia pintura nos hace hoy en día, como mediaciones y posibilidades para que la pintura encuentre y siga encontrando su futuro.

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