NOT
VITAL: 5 SPANIARDS & NOTHING
IVORYPRESS: hasta 20/01/13
De arte epidérmico e hiperhigiénico: así,
de primeras, cabe entender el arte de Not
Vital, un bon vivant postmoderno que no tiene reparos en mezclar, en el
coctel caleidoscópico que forma el grueso de su trabajo, todo lo que le ofrece
la bastedad casi infinita de un mundo global.
Porque lo suyo, a las claras y sin
discusión alguna, son obras de arte, preciosas obras de arte dispuesta para ser
dispositivos de conocimiento y experiencia sutilmente planeadas. Urgidas en la
sensibilidad de un hombre extemporáneo, las obras tocan puntos nodales de la
humanidad entera: ante todo, el ciclo natural del vivir y el morir. Quizá
entonces, de tener una organicidad sistemática, su trabajo aludiría a
testimoniar cómo la gran pregunta es la misma en todos los rincones de la
tierra: la pregunta por la vida, el misterio orgiástico del ciclo de muerte y
vida del que, sin quererlo ni beberlo, formamos parte.
Así, ya sea en su natal Suiza, en
Nueva York donde vive asiduamente, en Níger o en Italia donde también parece pasar
temporadas, Not Vital integra en un
totum revolutum intuiciones básicas referidas a las culturas en las que se
consustancia en su periplo vital.
El origen, como no, en su pueblo
natal: Sent, en el valle de Engadina, cerca de la frontera austríaca, una región
donde la relación con la naturaleza es primordial y donde clima, paisaje y mitología
se unen para construir una relación íntima con la dureza del medio natural. Un origen
que, por otra parte, marca aún hoy el discurrir de buena parte de su obra: de
blanco impoluto, en alusión a lo primigenio de una visión siempre nevada, Vital dispone formas simples para
trazar el potencial inconscinte de la vida.
Pero tan
pronto como la discursividad que trata de enfatizar su obra toma aire, uno se
percata de que los propósitos se quedan ahí, en propósitos. Porque el popurrí
estratégico en que, como buen hijo de la postmodernidad, incurre es de tal
calado que solo logra una distancia infranqeable, un sentido que se cae apenas
levanta el vuelo.
El propósito,
no obstante, del artista es claro: que la tensión que se produce entre lo
orgánico de la forma y lo inorgáncio del material depare una contemplación
novedosa de lo que aletea latente detrás de sus trabajos: la vida, la muerte, una
misma meditación sobre el tiempo, sobre la naturaleza, sobre el hecho privado y
colectivo de existir. Así, muchas de sus piezas toman como punto de partida los
materiales del artesano –aquel que pareciera estar más unido a la organicidad
de lo vivo-: cristal de Murano, orfebres joyeros del norte de África, papeles
de artista de Bután, etc. Persiguiendo ese mismo propósito de captar lo original
con que debemos relacionarnos con la naturaleza, son el oro, el aluminio, el marmol,
sus materiales más queridos, elementos que aluden a la durabilidad, dureza y
aislamiento del medio.
Pero es
tanta la frialdad expositiva, tanto lo que se quiere atrapar bajo el formalismo
desnudo del minimalismo, que sus obras desbarran en la egolatría de unas
experiencias que son todo lo bonitas que se quiera pero que, al fin y a la
postre, son solo suyas. Celebrar la vida sí, pero es tanta la distancia, tanto
el cuidado que parece ponerse para no mancharse en el proceso, para no
abandonar su posición de privilegiado observador, que sus propuestas se quedan
en preciosos ejercicios de postmoderno onanismo.
Y es que,
cuando se quiere asir el todo, lo más probable es que, como cifra una de sus
obras aquí se presente, se esté en condiciones óptimas de acabar en la nada.
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