SOPORTE(S) DE RESISTENCIA: comisaria María Antonia de Castro
GALERÍA MAGDA BELLOTI: 06/04/13-21/05/13
No es una propiedad, sino una
estrategia; no es un espacio sacrosanto consagrado a una instancia
trascendente, sino una fluídica de efectos circulares y fragmentados; no actúa
por medio de una dialéctica coacción/represión, sino mediante estrategias de
productividad cuyo efecto más fundamental es que, en su ejercicio, llega a
producir toda la esfera de lo real. Es decir, el poder –a través de dicha
productividad– es coextensivo al cuerpo social, no habiendo por tanto planos de
libertad.
Deleuze, en ¿Qué es un dispositivo?, ya adució que “es verdad que estamos
entrando en sociedades de control que ya no son disciplinarias”. Ese es el paso
de un poder como disciplina a otro comprendido como tecnología: no se basa en
una disciplina coaccionadora, sino en una nueva multiracionalidad atenta a las
diferentes maneras de instrumentalizar la conducta y las esferas de
subjetividad. Pero, en ese poder tecnológico, ¿por qué el sujeto se vuelve hacia
la voz de la ley, se pregunta Foucault?
Porque, sencillamente, se vuelve hacía sí mismo. Es decir, la formación de la
conciencia, la construcción de la subjetividad, está sujeta a una adhesión a la
ley.
La conclusión de todo esto es que el
poder deviene una instancia oculta, reprimida, un ámbito de lo no-dicho donde
lo concreto se volatiza en una difusión de efectos imposibles de concretizar.
El poder se vuelve una nada evanescente, reconocida únicamente en el efecto de
catexis desde el que nos fundamenta. En el límite, la esfera multifragmentada
del poder produce efectos liquiados de responsabilidad donde la
representatividad, ahí donde el ejercicio del poder queda legitimado en las
sociedades democráticas, remite a un
lugar vacío: la consigna del “no nos representan” no es tanto un canto a la
rebeldía como una necesidad del capital en su crecimiento expansivo.
¿De qué se trataría entonces? De
desvelar la vida psíquica del poder, de revelar las catexis inconscientes del
deseo que modelan el poder, de perpetrar una genealogía donde se hagan visibles
las evidencias mismas que el propio poder trata de mantener ocultas. Buscar lo
que hay oculto en las relaciones de poder,
contraprogramar los efectos de poder que van ocultando y sedimentando
una verdad otra, diferente, una
vivacidad primitiva como flujo de vitalidad. En definitiva, se trataría de
desvelar esa noción de verdad comprendida como cláusula específica para un
régimen de consenso determinado: revelar la violencia dogmática de una verdad
producida por un poder líquido y atento a una microfísica de la volatilidad.
Y, para eso, cómo decimos, el cuerpo
se revela como topografía de la marca, de la huella de esa violencia
productiva. El cuerpo se construye, literalmente, como efecto de ese poder,
como soporte donde vienen a confluir exigencias culturales, sociales y
políticas ocupadas en garantizar un cuerpo como organismo productivo.
Soporte(s) de resistencia, la exposición comisariada por Maria Antonia de Castro que puede verse
en la galería Magda Belloti dentro
del evento Jugada a tres bandas
remite magistralmente a la productividad del cuerpo, a su construcción
praxiológica y a su moldeado según los campos de fuerzas imantados por una
precisa tecnología libidinal. El titulo incide en una doble vertiente del
cuerpo comprendido como soporte primigenio de una violencia empeñada en lograr sus
frutos y, al mismo tiempo, en el cuerpo como primer lugar, en su capacidad de
soportar, donde la resistencia es jugada. Para ello se nos muestran tres
trabajos –de otras tantas artistas– donde el cuerpo es principal protagonista
para hacer visible la violencia de un poder sutilmente invisible e
inconsciente.
El hecho de que las tres artistas sean
latinoamericanas y mujeres no debe ser algo anecdótico: quizá sea en
Latinoamérica donde el poder es aún más imperfecto, más ocupado en la
materialidad cárnica de sus efectos e, igualmente, quizá sea también la mujer
el cuerpo donde la huella, la cicatriz y la herida –en ese ser comprendió
siempre como lo otro– hayan sido
marcadas a fuego.
Libia
Posada cartografía el
dolor de los cuerpos desplazados geográficamente de su lugar original. Un viaje
a la deriva, como nómadas, es trazado topográficamente sobre las propias
piernas de quienes han sufrido la necesidad de dejar sus casas y partir por
causas políticas o económicas. El cuerpo como producción de poder es aquí subvertido
para hacer de él el soporte donde la memoria y el recuerdo no sea vilipendiado
en un olvido útil para las maquinarias fagocitadoras del capital.
María
José Argenzio pone en
escena la violencia propia a la que es sometido el cuerpo para ser sublimado y
elevado a la quintaesencia de lo artístico. Si el poder es psicótico, el cuerpo
realiza la sublimación de un deseo siempre traumatizado en su represión. La noción
freudiana de cultura como ámbito de represión socializadora está en la base de
esta pieza: la sublimación no remite a un ejercicio de creación sublime sino a
una agresión corporal, a un adiestramiento virtuoso que tiene en la
transgresión del dolor y el sufrimiento su base.
Por último, Paula Usuga enfatiza el cuerpo como soporte de inscripción para
hacer aparecer la paradoja: si el cuerpo es la primera condición para ser, las tecnologías de sí que dan cuenta
de una subjetividad no ya creada sino producida hacen del cuerpo una res, una cosa objetual y reificada. La
propia artista utiliza performativamente su cuerpo para grabarse a fuego la
palabra: los ritos de paso –como umbral donde el poder se encarna corporalmente
y que tienen en el propio cuerpo el material primigenio con el que moldear el
entorno- son aquí descontextualizados al quedar remitidos a una cultura, la nuestra,
donde el poder es solo una respuesta maquinal, un simulacro esquizoide donde el
fetiche-mercancía nos Ha tomado la delantera.
En definitiva, si Benjamin dejó dicho que “no hay documento de cultura que no lo sea,
al tiempo, de barbarie” esta exposición da buena cuenta de cómo esa barbarie comienza
en nuestro cuerpo, no ya para imponer una fuerza bruta, sino para producirlo
según precisas maquinarias tecnológicas de adiestramiento colectivo. Un poder
mediático y medial como el actual, necesita igualmente de una superficie
mediática, de un soporte donde inscribir sus efectos, de una pantalla donde la
tecnología espectral no solo pueda reflejarse sino antes que anda producirla
según sus necesidades. Aquí sí que es cierta la frase de McLuhan de que el medio es el mensaje. Lo único que nos queda, para
deshacer mínimamente el entuerto, para resquebrajar esa materialidad tecnológicamente
producida que somos todos, es gritar de dolor. En eso estamos.
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