lunes, 29 de abril de 2013

RESISTENCIAS DEL CUERPO: EL CUERPO COMO SOPORTE


SOPORTE(S) DE RESISTENCIA: comisaria María Antonia de Castro
GALERÍA MAGDA BELLOTI: 06/04/13-21/05/13

 Desde que el poder se ha revelado como un ámbito multicelular cuyos efectos atienden a una microfísica causal, el cuerpo se ha convertido en la primera pantalla, en el primer dispositivo sobre el cual, y desde el cual, ejercer el poder. Porque el poder, y ese es el axioma fundamental de las tesis foucaltianas, no se ostenta, sino que se ejerce.

No es una propiedad, sino una estrategia; no es un espacio sacrosanto consagrado a una instancia trascendente, sino una fluídica de efectos circulares y fragmentados; no actúa por medio de una dialéctica coacción/represión, sino mediante estrategias de productividad cuyo efecto más fundamental es que, en su ejercicio, llega a producir toda la esfera de lo real. Es decir, el poder –a través de dicha productividad– es coextensivo al cuerpo social, no habiendo por tanto planos de libertad.

Deleuze, en ¿Qué es un dispositivo?, ya adució que “es verdad que estamos entrando en sociedades de control que ya no son disciplinarias”. Ese es el paso de un poder como disciplina a otro comprendido como tecnología: no se basa en una disciplina coaccionadora, sino en una nueva multiracionalidad atenta a las diferentes maneras de instrumentalizar la conducta y las esferas de subjetividad. Pero, en ese poder tecnológico, ¿por qué el sujeto se vuelve hacia la voz de la ley, se pregunta Foucault? Porque, sencillamente, se vuelve hacía sí mismo. Es decir, la formación de la conciencia, la construcción de la subjetividad, está sujeta a una adhesión a la ley.

La conclusión de todo esto es que el poder deviene una instancia oculta, reprimida, un ámbito de lo no-dicho donde lo concreto se volatiza en una difusión de efectos imposibles de concretizar. El poder se vuelve una nada evanescente, reconocida únicamente en el efecto de catexis desde el que nos fundamenta. En el límite, la esfera multifragmentada del poder produce efectos liquiados de responsabilidad donde la representatividad, ahí donde el ejercicio del poder queda legitimado en las sociedades democráticas, remite a un lugar vacío: la consigna del “no nos representan” no es tanto un canto a la rebeldía como una necesidad del capital en su crecimiento expansivo.
 
 

¿De qué se trataría entonces? De desvelar la vida psíquica del poder, de revelar las catexis inconscientes del deseo que modelan el poder, de perpetrar una genealogía donde se hagan visibles las evidencias mismas que el propio poder trata de mantener ocultas. Buscar lo que hay oculto en las relaciones de poder,  contraprogramar los efectos de poder que van ocultando y sedimentando una verdad otra, diferente, una vivacidad primitiva como flujo de vitalidad. En definitiva, se trataría de desvelar esa noción de verdad comprendida como cláusula específica para un régimen de consenso determinado: revelar la violencia dogmática de una verdad producida por un poder líquido y atento a una microfísica de la volatilidad.

Y, para eso, cómo decimos, el cuerpo se revela como topografía de la marca, de la huella de esa violencia productiva. El cuerpo se construye, literalmente, como efecto de ese poder, como soporte donde vienen a confluir exigencias culturales, sociales y políticas ocupadas en garantizar un cuerpo como organismo productivo.

Soporte(s) de resistencia, la exposición comisariada por Maria Antonia de Castro que puede verse en la galería Magda Belloti dentro del evento Jugada a tres bandas remite magistralmente a la productividad del cuerpo, a su construcción praxiológica y a su moldeado según los campos de fuerzas imantados por una precisa tecnología libidinal. El titulo incide en una doble vertiente del cuerpo comprendido como soporte primigenio de una violencia empeñada en lograr sus frutos y, al mismo tiempo, en el cuerpo como primer lugar, en su capacidad de soportar, donde la resistencia es jugada. Para ello se nos muestran tres trabajos –de otras tantas artistas– donde el cuerpo es principal protagonista para hacer visible la violencia de un poder sutilmente invisible e inconsciente.
 
 

El hecho de que las tres artistas sean latinoamericanas y mujeres no debe ser algo anecdótico: quizá sea en Latinoamérica donde el poder es aún más imperfecto, más ocupado en la materialidad cárnica de sus efectos e, igualmente, quizá sea también la mujer el cuerpo donde la huella, la cicatriz y la herida –en ese ser comprendió siempre como lo otro– hayan sido marcadas a fuego.

Libia Posada cartografía el dolor de los cuerpos desplazados geográficamente de su lugar original. Un viaje a la deriva, como nómadas, es trazado topográficamente sobre las propias piernas de quienes han sufrido la necesidad de dejar sus casas y partir por causas políticas o económicas. El cuerpo como producción de poder es aquí subvertido para hacer de él el soporte donde la memoria y el recuerdo no sea vilipendiado en un olvido útil para las maquinarias fagocitadoras del capital.

María José Argenzio pone en escena la violencia propia a la que es sometido el cuerpo para ser sublimado y elevado a la quintaesencia de lo artístico. Si el poder es psicótico, el cuerpo realiza la sublimación de un deseo siempre traumatizado en su represión. La noción freudiana de cultura como ámbito de represión socializadora está en la base de esta pieza: la sublimación no remite a un ejercicio de creación sublime sino a una agresión corporal, a un adiestramiento virtuoso que tiene en la transgresión del dolor y el sufrimiento su base.


Por último, Paula Usuga enfatiza el cuerpo como soporte de inscripción para hacer aparecer la paradoja: si el cuerpo es la primera condición para ser, las tecnologías de sí que dan cuenta de una subjetividad no ya creada sino producida hacen del cuerpo una res, una cosa objetual y reificada. La propia artista utiliza performativamente su cuerpo para grabarse a fuego la palabra: los ritos de paso –como umbral donde el poder se encarna corporalmente y que tienen en el propio cuerpo el material primigenio con el que moldear el entorno- son aquí descontextualizados al quedar remitidos a una cultura, la nuestra, donde el poder es solo una respuesta maquinal, un simulacro esquizoide donde el fetiche-mercancía nos Ha tomado la delantera.  

En definitiva, si Benjamin dejó dicho que “no hay documento de cultura que no lo sea, al tiempo, de barbarie” esta exposición da buena cuenta de cómo esa barbarie comienza en nuestro cuerpo, no ya para imponer una fuerza bruta, sino para producirlo según precisas maquinarias tecnológicas de adiestramiento colectivo. Un poder mediático y medial como el actual, necesita igualmente de una superficie mediática, de un soporte donde inscribir sus efectos, de una pantalla donde la tecnología espectral no solo pueda reflejarse sino antes que anda producirla según sus necesidades. Aquí sí que es cierta la frase de McLuhan de que el medio es el mensaje. Lo único que nos queda, para deshacer mínimamente el entuerto, para resquebrajar esa materialidad tecnológicamente producida que somos todos, es gritar de dolor. En eso estamos.

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