CAN´T HEAR MY EYES: comisario Niekoolas Johannes Lekkerkerk
GALERÍA NOGUERAS BLANCHARD: 06/04/13-18/05/13
Y es que hoy, a pesar de vivir en el
desierto de lo real, no soportamos que la más mínima parida pase sin pena de
gloria: ante el fiasco de una realidad que no nos da para casi nada, preferimos
vivir narcotizados en el régimen de neurosis obsesiva que en la panacea del “aquí
no pasa nada”. Es más: sobrepasados en una vorágine informativa en la que el espectador
ha terminado por marearse, digerimos realidad a un ritmo de bulimia compulsiva.
Somatizados en un régimen biopolítico perfecto, la ansiedad ante la nada está
más que protegida: la parida galopante o la burrada. O Falete tirándose de bomba o una bomba con la que acallar nuestra
pulsión por el horror.
En definitiva: toda pieza elevada al
estatuto epistémico de obra de arte por obra y gracia de quedar autoreferida al
propio negociado del arte –aquí la tautología de XX sí que funciona: es obra de
arte todo lo que carga con una interpretación estética-, las piezas han de
portar no ya toda la culpa del mundo como dijera Adorno sino con la culpa de no valer para otra cosa –o, mejor
dicho, no valer ni siquiera para una cosa. Creadas con ocasión de servir de ejemplo
mimético con el que deslizar un poco las fronteras de lo sensible hacia un
reparto más justo en el entramado social, las obras –ha decir verdad- cargan
con una destinación para las que muy pocas veces han sido creadas. Así entonces,
y con el fin de no caer en la nadería apenas son producidas, no hay teoría crítica
que no venga en socorro de cualquier pieza, por burda y cochambrosa que ésta pudiera
ser.
Ante esta situación de paranoia del
discurso, el espectador queda arrinconado como una mera necesidad sistémica,
como un momento que hay que pasar lo mejor que se pueda, y poco más. Si Rancière apelaba a un espectador
emancipado, lo cierto es que el actual, apuntalado por toneladas de dogmas a
los que servir, no es más que la la encarnación de al finalidad sin fin
kantiana: un tipo que se pasa por allí pero al que no hay que atosigar mucho no
sea que vaya y se entere de que todo es una gran estafa.
Ante este estado de la cuestión tan
sintomatológico, el comisario Niekoolas Johannes Lekkerkerk desembarca desde Rotterdam en Madrid y Barcelona para
proponer un par de exposiciones –en las dos sedes de la galería Nogueras Blanchard- donde sea la propia
obra de arte, desnuda de dogmas, vaciada de apriorismos lógicos, los que
lleguen a dialogar de tú a tú con el espectador.
De lo que se trata entonces es de mostrar
antes que de enseñar, de señalar antes que de interpretar, de potenciar una
percepción que se trata de apresar en apriorismos teóricos y técnicos. Volúmenes
y superficies, espacios y lenguajes, códigos indescifrables sin ningún tema en
concreto más que la errancia de una mirada que organiza en torno a una
organismo nuevo en cada caso, para, de este modo, comprobar el verdadero
potencial de la obra.
No obstante, y aunque ni el discurso
del comisario ni el nuestro propio parecen andar muy desencaminados, lo cierto
es que esta perspectiva de dejarse llevar por una percepción no-educada en el magisterio
de la teoría peca de hacer de la estética una ideología y del arte un idealismo
acrítico. ¿Qué porqué? Porque ya nos ha demostrado la propia historia del arte
que desanclarse de cierta dosis de negatividad, de hacer de la estética un
páramo donde el sujeto eleve sus potencialidades constructivas no redunda sino
en hacer del arte el ámbito más propicio para que campen a sus anchas las
fuerzas violentas de la razón: esa fuerza que equaliza a ras del capital, que
crea el sortilegio de la cosificación y la reificación de cualquier objeto a manos
de una razón omnicomprensiva.
Sería fácil de desmontar: la propia
eliminación de la teoría supone, en sí misma, una estrategia más. En
definitiva, la misma cuestión late en el fondo: hay que venir sabidos de casa,
hay que saber lo que estamos ya convencidos de querer saber. Que el espectador se
apodere de esa dinámica interna de las obras no supone sino una toma de
posiciones bien concreta por parte del espectador donde es dudable que se logre
algún movimiento de emancipación en semejante ejercicio.
Y es que, cuando estamos como locos
por hacer del arte una instancia de conectividad más, corremos el riesgo de
perder de vista lo fundamental: que no se trata de apoderarse de ideas, sino de
desembarazarse de ellas. Es decir, de ser reconstruidos en la propia percepción
estética. Si hemos aludido a Adorno
un par de veces no fue por dárnoslas de sabiondos endomingados –que también-,
sino por no olvidar el quid de la cuestión: sujeto y objeto son ambos polos
dialécticos de modo que una obra logra potencial estética si muestra aquello
precisamente que no garantiza: la no-reconciliación de ambos, ni a través de
teoría interpretativa alguna –cosa que tiene presente el comisario- ni tampoco
por mediación del poder subjetivizante de nuestra razón –cosa que parece
olvidar.
Que el comisario quiera dárnosla con
queso haciendo de la razón subjetiva una cosa comatosa y amorfa donde los ojos
oigan y los oídos vean no significa que en la base esté lo mismo: una razón
como demonía que es imposible sortear a no ser que la subjetividad se convierta
en un polo más, sin prioridad alguna, junto con el objeto.
Porque solo así, respetando una
indecibilidad dialéctica, es posible crear el ámbito de autonomía estética donde
el yo particular sea subsumido por el flujo de una historia social comprendida
como catástrofe y drama diario. No se trata de disfrazar deconstructivamente a la
razón, sino de crear el espacio para un ejercicio de crítica social.
Este el riesgo de la práctica
comisarial actual: que bajo el imperio de una razón camuflada en lo molón de la
interacción y la comunicatividad esconde un idealismo estético dogmático y
violento. Si no estuviéramos en un momento crítico se lo pudiéramos dejar pasar:
pero acaeciendo entre nosotros la catástrofe de todos los días, ciertamente no
se lo podemos permitir.
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