viernes, 3 de mayo de 2013

CAN´T HEAR MY EYES: NI OJOS PARA VER NI OIDOS PARA OIR



CAN´T HEAR MY EYES: comisario Niekoolas Johannes Lekkerkerk
GALERÍA NOGUERAS BLANCHARD: 06/04/13-18/05/13

 La interpretosis, como mal endémico de un arte que se cargó de enjundia filosófica para lograr su mayoría de edad justo cuando la razón tuvo los bemoles suficientes como para autocalificarse de ilustrada, sigue siendo hoy en día un factor clave en el desarrollo de la práctica artística. Porque si antaño la estética se erigió como instancia crítica necesitada de una comprensión de la sociedad desde donde poder trabajar, hoy en día, cuando la sociedad ha devenido una superficie volatizada en un régimen de implosiones mediáticas, las teorías llenan –por no decir colapsan- la esfera de productividad artística. Hoy en día toda obra está generada para dar salida a una determinada idea social. Es lo que Adorno llamó el “practicismo estético”:  la tendencia a crear una praxis estética en función de una teoría preconcebida, de modo que toda práctica artística acaba –y empieza- por ser mera ideología.

Y es que hoy, a pesar de vivir en el desierto de lo real, no soportamos que la más mínima parida pase sin pena de gloria: ante el fiasco de una realidad que no nos da para casi nada, preferimos vivir narcotizados en el régimen de neurosis obsesiva que en la panacea del “aquí no pasa nada”. Es más: sobrepasados en una vorágine informativa en la que el espectador ha terminado por marearse, digerimos realidad a un ritmo de bulimia compulsiva. Somatizados en un régimen biopolítico perfecto, la ansiedad ante la nada está más que protegida: la parida galopante o la burrada. O Falete tirándose de bomba o una bomba con la que acallar nuestra pulsión por el horror.    

En definitiva: toda pieza elevada al estatuto epistémico de obra de arte por obra y gracia de quedar autoreferida al propio negociado del arte –aquí la tautología de XX sí que funciona: es obra de arte todo lo que carga con una interpretación estética-, las piezas han de portar no ya toda la culpa del mundo como dijera Adorno sino con la culpa de no valer para otra cosa –o, mejor dicho, no valer ni siquiera para una cosa. Creadas con ocasión de servir de ejemplo mimético con el que deslizar un poco las fronteras de lo sensible hacia un reparto más justo en el entramado social, las obras –ha decir verdad- cargan con una destinación para las que muy pocas veces han sido creadas. Así entonces, y con el fin de no caer en la nadería apenas son producidas, no hay teoría crítica que no venga en socorro de cualquier pieza, por burda y cochambrosa que ésta pudiera ser.
 
 

Ante esta situación de paranoia del discurso, el espectador queda arrinconado como una mera necesidad sistémica, como un momento que hay que pasar lo mejor que se pueda, y poco más. Si Rancière apelaba a un espectador emancipado, lo cierto es que el actual, apuntalado por toneladas de dogmas a los que servir, no es más que la la encarnación de al finalidad sin fin kantiana: un tipo que se pasa por allí pero al que no hay que atosigar mucho no sea que vaya y se entere de que todo es una gran estafa.

Ante este estado de la cuestión tan sintomatológico, el comisario Niekoolas Johannes Lekkerkerk desembarca desde Rotterdam en Madrid y Barcelona para proponer un par de exposiciones –en las dos sedes de la galería Nogueras Blanchard- donde sea la propia obra de arte, desnuda de dogmas, vaciada de apriorismos lógicos, los que lleguen a dialogar de tú a tú con el espectador.

De lo que se trata entonces es de mostrar antes que de enseñar, de señalar antes que de interpretar, de potenciar una percepción que se trata de apresar en apriorismos teóricos y técnicos. Volúmenes y superficies, espacios y lenguajes, códigos indescifrables sin ningún tema en concreto más que la errancia de una mirada que organiza en torno a una organismo nuevo en cada caso, para, de este modo, comprobar el verdadero potencial de la obra.

No obstante, y aunque ni el discurso del comisario ni el nuestro propio parecen andar muy desencaminados, lo cierto es que esta perspectiva de dejarse llevar por una percepción no-educada en el magisterio de la teoría peca de hacer de la estética una ideología y del arte un idealismo acrítico. ¿Qué porqué? Porque ya nos ha demostrado la propia historia del arte que desanclarse de cierta dosis de negatividad, de hacer de la estética un páramo donde el sujeto eleve sus potencialidades constructivas no redunda sino en hacer del arte el ámbito más propicio para que campen a sus anchas las fuerzas violentas de la razón: esa fuerza que equaliza a ras del capital, que crea el sortilegio de la cosificación y la reificación de cualquier objeto a manos de una razón omnicomprensiva.
 
 

Sería fácil de desmontar: la propia eliminación de la teoría supone, en sí misma, una estrategia más. En definitiva, la misma cuestión late en el fondo: hay que venir sabidos de casa, hay que saber lo que estamos ya convencidos de querer saber. Que el espectador se apodere de esa dinámica interna de las obras no supone sino una toma de posiciones bien concreta por parte del espectador donde es dudable que se logre algún movimiento de emancipación en semejante ejercicio.

Y es que, cuando estamos como locos por hacer del arte una instancia de conectividad más, corremos el riesgo de perder de vista lo fundamental: que no se trata de apoderarse de ideas, sino de desembarazarse de ellas. Es decir, de ser reconstruidos en la propia percepción estética. Si hemos aludido a Adorno un par de veces no fue por dárnoslas de sabiondos endomingados –que también-, sino por no olvidar el quid de la cuestión: sujeto y objeto son ambos polos dialécticos de modo que una obra logra potencial estética si muestra aquello precisamente que no garantiza: la no-reconciliación de ambos, ni a través de teoría interpretativa alguna –cosa que tiene presente el comisario- ni tampoco por mediación del poder subjetivizante de nuestra razón –cosa que parece olvidar.

Que el comisario quiera dárnosla con queso haciendo de la razón subjetiva una cosa comatosa y amorfa donde los ojos oigan y los oídos vean no significa que en la base esté lo mismo: una razón como demonía que es imposible sortear a no ser que la subjetividad se convierta en un polo más, sin prioridad alguna, junto con el objeto.

Porque solo así, respetando una indecibilidad dialéctica, es posible crear el ámbito de autonomía estética donde el yo particular sea subsumido por el flujo de una historia social comprendida como catástrofe y drama diario. No se trata de disfrazar deconstructivamente a la razón, sino de crear el espacio para un ejercicio de crítica social.

Este el riesgo de la práctica comisarial actual: que bajo el imperio de una razón camuflada en lo molón de la interacción y la comunicatividad esconde un idealismo estético dogmático y violento. Si no estuviéramos en un momento crítico se lo pudiéramos dejar pasar: pero acaeciendo entre nosotros la catástrofe de todos los días, ciertamente no se lo podemos permitir.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario