Este texto surge como respuesta a todo lo acontecido tras los atentados de París. Tiene como mentor al filósofo italiano Massimo Cacciari. Además de filósofo, Cacciari ha sido alcalde de Venecia en dos ocasiones. Venecia, ciudad semihundida, es un buen lugar desde donde pensar Europa y su libertad, una Europa que solo es en cuanto ocaso.
I
“Si no sabemos tolerar –pero en el
sentido original del tollere, llevar
en alto, mostrar en su altura– valores en conflicto (polemos), si aceptamos el dogma de que tales valores han de verse
reducido a lo Uno, que el mundo tiene ya su gran Diseño y se trata sólo de
juntar sus piezas, cada uno en su lugar exacto y previsto, eliminaremos toda expresión de libertad”.
Esta larga cita de Massimo Cacciari alude a algo que, en
los últimos días, puede sonar cuando menos extraño: expresión de libertad.
Porque, repetida ad nauseam el
complemento nominal “libertad de expresión”, esta extraña inversión nos puede,
cuando menos, llamar la atención. Pero pensamos que es en esa atípica
formulación donde podremos sacar petróleo de un debate que, como no podía ser
menos, no ha servido para nada: para poco más que para que cada uno enarbole su
bandera y diga lo encantado que está de conocerse. Es decir, para que construya
su meme y lo replique en cuantas más redes sociales mejor.
Para ello, para situarnos en ese juego
ambivalente entre la libertad de expresión y la expresión de liberad habrá,
sintiéndolo mucho, que ir al principio, ahí donde nacen todos los caminos disyuntivos:
al origen de Europa. Y es que Europa es el acontecimiento desde donde la
libertad es pensada, Europa es aquello que es
solo en el confluir de un juego de libertades que no tiene medida ni fin.
Europa es topos que solo es en cuanto
que es atravesado, cuyas fronteras existen para ser superadas, para separar al
tiempo que unen.
Porque “Europa –como dice también Cacciari– no es, será”. Europa se conjuga en futuro. Pero, sobre todo se conjuga en
la contradicción continua entre Pólemos y Armonía, una contradicción cuyo
resultado es un Archipiélago conectado a través de un logos que trata de decir
quién es, quienes somos. Europa es una red que trata inútilmente de poseer un
logos que es diferencia y multiplicidad, una red de intrincados caminos que
tratan de responder a la pregunta acerca de sí misma.
Europa es un secreto imposible de
decirse. Porque ante el abismo de tal contradicción,
Europa no tiene forma de decidirse: “Europa siempre ha sido el Indeciso a quien
se le exige una decisión”. Y es que toda decisión, en cuanto nace de una
saberse identidad, es lo imposible para Europa. La identidad de Europa era y
sigue siendo una identidad en conflicto; Europa, decía María Zambrano, es ser agónico.
Pero eso, sin duda, era antes. Porque
después de la Segunda Guerra Mundial Europa no ha hecho sino empeñarse –y así
decidirse– en concebirse como comunidad económica, mercantil y financiara. Es
decir: ha tratado de darse un nombre, un
nombre que no es sino el dilapidar toda una herencia cultural basada en
la diferencia y en el acogimiento. Porque ahora el nombre de Europa dice no
solo quien es el de dentro sino también el de fuera, aquel a quien ya no se le
ofrece una amistad sino un contrato. Como conclusión, lo político, como aquello
que une lo separado, que vincula lo disgregado, se ha erigido en límite de una
frontera donde lo político, simplemente, se diluye.
Y, diluida la política, empeñada
Europa en darse un nombre, qué sea la libertad, qué noción se tenga de ella, es
un ejercicio susceptible de caer en ideológicos dogmatismos.
II
Situados en este debate, las
diferentes tomas de posición ante la barbarie terrorista demuestran dos cosas:
una, que Europa está más viva de lo que se pensaba; y dos, que cada uno de los discursos,
en el antagonismo sobre el que basculan, no hacen sino matar un poco a esa misma
Europa cuya única esencia es un perenne estar en exilio.
Y es que cada discurso trata de
apoderarse de una esencia desde la que poder decir “Europa”, cada discurso no
hace sino intentar sanar a Europa de una enfermedad que no es sino su propio destino:
polemizar respecto de sí misma. Así, erigir una construcción europea desde la
atalaya de la libertad de expresión o defender un límite a tal libertad no son
sino discursos que viene a decir lo mismo: un nombre, una identidad para
Europa. Ambas posiciones, como decimos, tratan de curar a Europa de su
enfermedad y no hacen, por el contrario, sino matarla un poco más.
Porque, ¿de qué libertad se está
hablando? Debería hablarse de una libertad que no debe ni puede decir el nombre
de Europa sino que ha de tocar ahí donde más duele: ahí donde basta un roce
para que la inestable estabilidad entre contrarios se desbarate. Si la libertad
de Europa, si su saberse estar exiliada de sí misma, abierta a su ‘ser
agónico’, tiene algún valor este no puede ser en modo alguno el servir de
medida, el erigirse en un poder-saber desde el que decretar razones para una
cosa ni su contrario.
Lo que es de todo punto necesario comprender
es que la libertad que emana de Europa solo puede ser en cuanto en tanto es reconocida
por el otro: Europa anhela que sea el valor de la libertad del otro lo que dé
testimonio del valor de la suya. Porque si nuestra tan aplaudida libertad no es
reconocida por el otro, nuestra libertad no es de ninguna manera la libertad en
la que decimos creer. Es, simplemente, otra cosa: es una libertad que solo vale
para que el otro se someta, para que el otro sea nombrado y al tiempo excluido,
reducido a exterioridad.
En este sentido, el acontecimiento
radical al que nos lanza la salvaje matanza de París es que Europa está frente
a la necesidad de decidir qué hacer con su libertad, una decisión que –según la
esencia de la propia Europa– ha de quedar siempre en suspenso, debatida en el
ir y venir de fronteras que se abren y se cierran; una decisión que ha de
sobrevivir en el vibrar de cada acogimiento, abierta al roce incesante con lo
extraño, con lo extranjero.
La libertad que emana de semejante
indecisión no puede ser nunca “eso” que tanto nos ha costado ganar, “eso” que
garantiza nuestro ser ciudadano ni tampoco “eso” que nos permite cierto
paternalismo condescendiente. La libertad que brota de Europa es llamada e
interpelación al otro, precisamente a un otro que ha de reconocer el valor de
la libertad en su saberse interpelado.
Lo que queremos subrayar es que la
única libertad es aquella capaz de reconocerse en la libertad del otro. Si yo,
por el contrario, soy el artífice de la libertad del otro, su libertad depende
de mí con lo que no es libertad en absoluto. Igual que Europa no es sino en el
reflejo que Asia le devuelve, yo no soy libre sino en el reconocimiento del
otro que, en su mirada, me descubre libre.
Eso sí: un reflejo y un reconocimiento
que no pueden concluir con ninguna igualdad sino que han de quedar referido a
un polemos sin fin alguno. Un
estar-juntos-estando-separados que diría Rancière,
un “estar-juntos en la distancia” que dice Cacciari:
pero una distancia no como medida que me permite cosificar al otro, sino una
distancia andada, padecida, com-padecida. La libertad es el dialogo entre un
“yo” y un “tú” que se reconocen en un polemos
sin medida ni fin.
En
este sentido la libertad, mi libertad, no es nunca cosa mía: yo soy libre en
cuanto otro me reconoce como tal. No soy libre mientras no haya otro que me
reconozca como tal, que pueda puentear la distancia que nos separa y que
permite articular un logos como medida que acoge y separa, que vincula y desgarra.
III
Así pues la pregunta que debemos
hacernos no es la que ha ocupado nuestra panfletaria retahíla de lugares
trillados: si libertad de expresión como aquello que es innegociable o si es
necesario mediar un límite en el ejercicio de tal libertad. No se trata de
autocensurarnos ni tampoco de considerar nuestras reglas –reglas auspiciadas
por un juego democrático absolutamente ideológico y fantasmagórico– como
máximas que garantizan, por su propio sometimiento, una igualdad y una libertad
real y efectiva.
La única pregunta digna sería aquella
que se interrogase por nuestra libertad, por el destino de Europa y, con ello,
de todos los otros que entran en diálogo. ¿Puede Europa ser responsable de una
libertad semejante?, ¿puede Europa cargar con tal deber? Ciertamente no. Porque
–y hasta hace apenas unos días era “normal” pensar así– las libertades europeas
nacen todas al abrigo de una sacrosanta libertad de mercado como estructura
ideológica de la cual emana toda libertad objetivamente plausible y donde toda
fuente de expresión afectiva extrae su razón de ser.
Es decir, construida bajo el imperio
de una razón instrumentalizada hasta límites que ni Weber con toda su intuición podría soñar nunca, la libertad europea
es la llave maestra con la que hacer dinamitar toda abismática relación con
otros y reducirla a cálculo, a eficiente medida.
La pregunta, en definitiva, es más
honda. La pregunta nos apela y nos invita a reconocer la necesidad de darnos
otro nombre, de dejarnos atravesar por la mirada del otro. Porque, ¿cómo es
nuestra libertad que no hay manera de que ningún otro se reconozca en ella?
Porque, y en último término, ¿qué es
la libertad? Justamente aquello que nadie posee, que está en constante
definición. La libertad es el lugar abierto donde la relación acontece y que la
relación expresa. No hay libertad que no exprese una relación, una relación que
debería estar orientada –como ya hemos indicado– por una complementariedad en
el reconocerse libre. Tal reconocerse no se da en el juego de los derechos como
ciudadano, no ha de ser mediada ni regulada por ninguna ley, no remite a una
igualdad de facto que sella toda distancia en la autolibertad subjetiva. Por el
contrario, tal reconocimiento es el saber que toda libertad pende del hilo del
otro, de otro que es quien, en último término tiene la palabra. Ser libre no es
tomar la palabra, sino darla, ofrecerla: libertad no es poder uno decir cualquier
cosa, no es un mero respetar la opinión de otro. Es atreverse a que el otro
desvele tu supuesta libertad como ideológica, como simulacro y falsedad.
CONCLUSIÓN
Concluyendo: la libertad de expresión
no puede estar sujeta nunca a medida coercitiva alguna ya que, si es libertad de
la que estamos hablando, no puede ser sino un apelar al otro a que nos dé
nombre. Libertad de expresión es no tener miedo a que el otro nos nombre como a
él le parezca, que nos nombre y así nos desfigure en una identidad –la europea–
que no puede dejar de no existir, de no ser aún.
Concluyendo: sucedido lo sucedido la
pregunta ha de ir enfocada a darnos cuenta de que los crueles asesinatos han
sido realizados por ese “atreverse” a preguntar al otro, a inquirirle y, cómo
no, a cargar con su respuesta. Pero también hemos de interrogarnos si esa libertad
de expresión está moldeada por una expresión de libertad, por un apelar al otro
a que se vea reflejado en nuestra libertad o si, por el contrario, son formulaciones
basadas en la hegemonía de un europeísmo que nada tiene que ver con el destino
de Europa.
Concluyendo:
la libertad no es un fin en sí mismo sino que apunta a una exterioridad, a un
punto lejano que se quiere alcanzar. La libertad siempre apunta a un lugar imaginado
al que se quiere llegar. Preguntarse por la libertad es preguntarse por la
capacidad de imaginar. ¿Qué puedo hacer con mi libertad?, ¿hacia dónde la
oriento? La libertad es respuesta a una pregunta que está por hacerse, por
imaginarse. Porque apenas se ha llegado allí donde se deseaba, la propia
libertad empuja un poco más lejos.
Y, más importante aún: en el orientar
mi libertad toma forma el momento de la decisión. Así, libertad es atreverse a
que la decisión por la orientación de mi pensamiento supere la objetividad relacional
a la que tiende. La libertad ha de tender a una decisión que nunca tome tierra,
que nunca se haga presente, que nunca entre en una medida y un cálculo, sino
que se atreva constantemente por lo desmedido, por lo inimaginable, por lo imposible: por lo
indecidible.
Así pues, una vez hemos guardado todas
nuestras pancartas en el cajón, una vez la polémica de salón ha cesado, solo
cabe hacer tres cosas: guardar la memoria de los asesinados, luchar contra esos
otros que no quieren entran en diálogo alguno, pero también reflexionar sobre
qué formas de libertad son las nuestras. Es decir: ponerse a hacer filosofía. Porque
la filosofía –como forma radical de ironía y crítica– está encargada de
disolver los ídolos dominantes que afirman una forma de relaciones económicas,
sociales y culturales listas para reducir el mundo a sistema.
Si libertad es atreverse a imaginar
una relación polémica y novedosa con el otro, la filosofía es la encargada de que
la relación no vehicule ninguna identidad sino que quede siempre abierta a diferencias
insuperables. Filosofía es ejercitar una libertad absoluta, una libertad que no
puede arribar a decisión alguna. Y es que la decisión siempre ha de venir del
otro, de aquel a quien nos atrevemos a interrogar acerca de nosotros mismos.
¿Nos atreveremos, por tanto, a ser
alguna vez libres, a como europeos que somos interrogar al otro y mirarnos en
su respuesta?
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