lunes, 12 de enero de 2015

RONI HORN: LA CANSINA PESADEZ DE LA ARTISTA DEL SIGLO QUE VIENE



RONI HORN: TODO DORMÍA COMO SI EL UNIVERSO FUESE UN ERROR.
CAIXAFORUM: 14/11/14-01/03/15

Me lo temía. El asunto siempre me ha escamado pero, informándome para poder escribir una crítica a la altura de las circunstancias –y sobre todo a la altura de este blog–, me he leído media decena de entrevistas de la artista estadounidense Roni Horn (Nueva York, 1955) para concluir que sus opiniones se mueven en un sabio zigzag que le permite salir vivita y coleando de cualquier arsenal de preguntas dispuestas a desarmar su postmoderno discurso.
Ella, como su propia obra, exuda una circunspecta pátina de nihilismo que la hace merecedora, sin lugar a dudas, no ya solo del premio Miró sino del título a la artista del siglo que viene. Porque ella es la ambivalencia total, el desanudarse de la unidad encarnada, la persona capaz de rebatir por toda la geta al mismísimo Heráclito y sin despeinarse.
 Aunque la cosa iba de mal en peor, cuando pudimos comprobar cuál era la última obra en la exposición el asunto tornó en sonrojante patetismo: un fotomatón permite tomarte fotos y aparecer breves instantes más tarde en una pantalla con la sobreimpresión de una cita de Emily Dickinson. La conclusión que se destila con tal colofón es que la identidad no es algo monolítico y estable sino que es puro devenir, mutabilidad y diversidad aprehendida estéticamente en el ir y venir de una percepción que va de la obra al espectador.  


Y, claro está, que la cosa no va mal tirada: el arte, precisamente, ha de insertarse en esas mecánicas libidinales e ideológicas que dan por concluido el juego de las significaciones. Pero de ahí a estirar tanto las posibles jugadas como para situarse en un burdo relativismo no conlleva más que una pose nihilizadora hartamente querida al arte contemporáneo pero de la que nosotros mismos –y quizá deberíamos de pedir perdón por ello– estamos bastante más hartos.
Y quizá no tengamos razón ninguna. Porque de hecho Horn es fiel al discurso de toda la Modernidad. Porque –y si cogemos, por una vez y sin que sirva de precedente, al toro por los cuernos– su obra completa se basa en el absurdo apriorístico que caracteriza toda nuestra Modernidad y que consiste en pensar que el objeto no existe sin la experiencia del sujeto. Chorrada mayúscula cuyo epígono es la “paradoja del señor bobo”: si un árbol cae en un bosque y nadie lo oye, ¿ha hecho ruido al caer?
Para afinar su puntería la obra de Horn se sitúa en las fronteras del minimalismo para, desde luego, rebatirlo. Porque, dice ella, ¿qué es eso de dirigirse al objeto sin centrarlo en un contexto determinado, sin hacer referencia al plexo de sensaciones que genera? Eso y no otra cosa es la obra de la neoyorquina: un alegato en favor de una pluralidad inane de mínimas emociones desde donde el ser humano actual –ese fraude con patas– se mueve como pez en el agua.


En definitiva, Horn condena al minimalismo en cuanto en tanto sigue fiel a una distancia –distancia estética– entre sujeto y objeto pero que ella, a través de su obra, trata de eliminar disolviendo todo poso de subjetividad en un pleonasmo de percepciones de modo que todo queda referido a una multiplicidad de emociones y sensaciones sin contenedor alguno que infiera siquiera una leve inscripción identitaria. Es así que, creyendo desasirse de cualquier impronta idealista y de cualquier sesgo de identidad, no hace sino recaer en una fenomenología subjetivista igual, sino más, de idealista.  
Pero, dirán ustedes, ¿y tanta mala baba contra una artista elevada a los altares? Por una parte porque nuestra endémica cobardía solo nos permite criticar a los establecidos y que, además, nunca nos leerán. Pero por otra parte porque, sin lugar a dudas, la impronta política de estas estrategias postmodernas y disolutoras son, a nuestro modo de ver, ampliamente reaccionarias. Y es que, además de la ya referida distancia estética existe en toda obra de arte otra distancia, la política –entre un ‘yo’ y un ‘tú’– que, en el hacer de Horn, no nos convence ni lo más mínimo.
Sé que esto no nos granjeará simpatías, pero el concepto que maneja nuestra artista de “androginia” como la identidad sintética de opuesto, identidad ahora liberada de la imposición conceptual, nos parece de un sesgo ideológico más que mosqueante ya que es incapaz de apelar al ámbito de futurabilidad y de porvenir con el que toda distancia política –en cuanto  acogimiento– debe ser pensada. Roni Horn, discípula predilecta de las tesis de la diferencia postmoderna, resume toda experiencia en un presente construido a base de instantes duplicados, de un ‘ahora’ y un ‘después’, que si bien desmiembran a la identidad de su violento dogmatismo, se ven incapaces para señalar ese ámbito de indecibilidad donde la experiencia relacional queda abierta a su carácter de porvenir, a la marca de una imposibilidad que aun así ha de dejarse en puntos suspensivos.


En todo caso, y aun habiendo ya referido que quizá estemos equivocados, hay querencias que no pueden presagiar nada bueno. Antes que nada y sobre todo, ese pastiche literaturizante que se gasta la buena de Roni. Fernando Pessoa, Emily Dickinson y Clarice Lispector se pasean por sus obras como si  nada, como perfectos invitados cuando, a decir verdad, no pintan nada más que el ser detonantes “culturetas” para que la pieza no se caiga bajo el peso de su falsedad.
En definitiva, y como seguir reseñando lo obvio nos parece de una mayúscula absurdez, la estrategia estética de la artista Roni Horn es, punto por punto, idéntica a la mecánica ideológica que nos dice que fluyendo más y mejor, reflejándonos en una pléyade de pantallas “acuosas” (nunca mejor dicho) seremos un “yo” a la altura de los acontecimientos: un yo fluídico, n-dimensional, disgregado, modularmente construido, etc, etc, etc.   
Nos lo han puesto a huevo, pero una vez vista la exposición lo que quizá sea un error no sea, como reza el título, el universo sino la obra de la propia Roni Horn.

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