RONI HORN: TODO
DORMÍA COMO SI EL UNIVERSO FUESE UN ERROR.
CAIXAFORUM: 14/11/14-01/03/15
Me lo temía. El
asunto siempre me ha escamado pero, informándome para poder escribir una
crítica a la altura de las circunstancias –y sobre todo a la altura de este
blog–, me he leído media decena de entrevistas de la artista estadounidense Roni Horn (Nueva York, 1955) para
concluir que sus opiniones se mueven en un sabio zigzag que le permite salir
vivita y coleando de cualquier arsenal de preguntas dispuestas a desarmar su
postmoderno discurso.
Ella, como su propia
obra, exuda una circunspecta pátina de nihilismo que la hace merecedora, sin
lugar a dudas, no ya solo del premio Miró sino del título a la artista del
siglo que viene. Porque ella es la ambivalencia total, el desanudarse de la
unidad encarnada, la persona capaz de rebatir por toda la geta al mismísimo Heráclito y sin despeinarse.
Aunque la cosa iba de mal en peor, cuando
pudimos comprobar cuál era la última obra en la exposición el asunto tornó en sonrojante
patetismo: un fotomatón permite tomarte fotos y aparecer breves instantes más
tarde en una pantalla con la sobreimpresión de una cita de Emily Dickinson. La conclusión que se destila con tal colofón es
que la identidad no es algo
monolítico y estable sino que es puro devenir, mutabilidad y diversidad aprehendida
estéticamente en el ir y venir de una percepción que va de la obra al
espectador.
Y, claro está, que la
cosa no va mal tirada: el arte, precisamente, ha de insertarse en esas mecánicas
libidinales e ideológicas que dan por concluido el juego de las
significaciones. Pero de ahí a estirar tanto las posibles jugadas como para
situarse en un burdo relativismo no conlleva más que una pose nihilizadora
hartamente querida al arte contemporáneo pero de la que nosotros mismos –y quizá
deberíamos de pedir perdón por ello– estamos bastante más hartos.
Y quizá no tengamos
razón ninguna. Porque de hecho Horn
es fiel al discurso de toda la Modernidad. Porque –y si cogemos, por una vez y
sin que sirva de precedente, al toro por los cuernos– su obra completa se basa
en el absurdo apriorístico que caracteriza toda nuestra Modernidad y que
consiste en pensar que el objeto no existe sin la experiencia del sujeto.
Chorrada mayúscula cuyo epígono es la “paradoja del señor bobo”: si un árbol
cae en un bosque y nadie lo oye, ¿ha hecho ruido al caer?
Para afinar su
puntería la obra de Horn se sitúa en
las fronteras del minimalismo para, desde luego, rebatirlo. Porque, dice ella, ¿qué
es eso de dirigirse al objeto sin centrarlo en un contexto determinado, sin
hacer referencia al plexo de sensaciones que genera? Eso y no otra cosa es la
obra de la neoyorquina: un alegato en favor de una pluralidad inane de mínimas
emociones desde donde el ser humano actual –ese fraude con patas– se mueve como
pez en el agua.
En
definitiva, Horn condena al minimalismo
en cuanto en tanto sigue fiel a una distancia –distancia estética– entre sujeto
y objeto pero que ella, a través de su obra, trata de eliminar disolviendo todo
poso de subjetividad en un pleonasmo de percepciones de modo que todo queda referido a
una multiplicidad de emociones y sensaciones sin contenedor alguno que infiera
siquiera una leve inscripción identitaria. Es así que, creyendo desasirse de
cualquier impronta idealista y de cualquier sesgo de identidad, no hace sino
recaer en una fenomenología subjetivista igual, sino más, de idealista.
Pero, dirán
ustedes, ¿y tanta mala baba contra una artista elevada a los altares? Por una parte
porque nuestra endémica cobardía solo nos permite criticar a los establecidos y
que, además, nunca nos leerán. Pero por otra parte porque, sin lugar a dudas,
la impronta política de estas estrategias postmodernas y disolutoras son, a
nuestro modo de ver, ampliamente reaccionarias. Y es que, además de la ya
referida distancia estética existe en toda obra de arte otra distancia, la
política –entre un ‘yo’ y un ‘tú’– que, en el hacer de Horn, no nos convence ni
lo más mínimo.
Sé que esto no
nos granjeará simpatías, pero el concepto que maneja nuestra artista de “androginia”
como la identidad sintética de opuesto, identidad ahora liberada de la imposición
conceptual, nos parece de un sesgo ideológico más que mosqueante ya que es
incapaz de apelar al ámbito de futurabilidad y de porvenir con el que toda
distancia política –en cuanto acogimiento– debe ser pensada. Roni Horn, discípula predilecta de las
tesis de la diferencia postmoderna, resume toda experiencia en un presente
construido a base de instantes duplicados, de un ‘ahora’ y un ‘después’, que si
bien desmiembran a la identidad de su violento dogmatismo, se ven incapaces para
señalar ese ámbito de indecibilidad donde la experiencia relacional queda
abierta a su carácter de porvenir, a la marca de una imposibilidad que aun así
ha de dejarse en puntos suspensivos.
En todo caso, y aun habiendo ya
referido que quizá estemos equivocados, hay querencias que no pueden presagiar
nada bueno. Antes que nada y sobre todo, ese pastiche literaturizante que se
gasta la buena de Roni. Fernando Pessoa, Emily
Dickinson y Clarice Lispector se pasean por sus obras como si nada, como perfectos invitados cuando, a
decir verdad, no pintan nada más que el ser detonantes “culturetas” para que la
pieza no se caiga bajo el peso de su falsedad.
En definitiva, y como seguir reseñando lo obvio
nos parece de una mayúscula absurdez, la estrategia estética de la artista Roni Horn es, punto por punto, idéntica
a la mecánica ideológica que nos dice que fluyendo más y mejor, reflejándonos
en una pléyade de pantallas “acuosas” (nunca mejor dicho) seremos un “yo” a la
altura de los acontecimientos: un yo fluídico, n-dimensional, disgregado,
modularmente construido, etc, etc, etc.
Nos lo han puesto a huevo, pero una vez vista la exposición lo que quizá sea un error no sea, como reza el título, el universo sino la obra de la propia Roni Horn.
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