A veces sucede que ni el propio
artista sabe lo que ha descubierto. No sabe lo que, en su atrevimiento, ha
llegado a destapar. No lo sabe o, por lo que parece, prefiere callar. A este
respecto, si alguna misión pudiera tener la crítica sería precisamente esta:
decir lo que de cualquier otro modo quedaría sin decirse, no por ser más listo
que nadie sino porque la obra, de decirlo todo, quedaría de inmediato
desconectada. No se trata por tanto de interpretaciones sacadas de la manga ni
de comentarios obtusamente resueltos bajo un opaco manto de intelectualidad (en
el peor sentido de la palabra). Se trataría de decir aquello que, de puro
obvio, se pasa por alto. Y es que el arte, al igual que la vida moderna, suele
ecualizar por lo bajo, presumir de que todo el monte es orégano y reducir todo
a básicos antagonismos.
De la exposición a la que queremos
referirnos puede decirse todo lo que acabamos de referir con matemática
precisión. Porque sacada a los medios debido a esa carga de naif escandalera con lo que simulamos
saber en qué mundo vivimos, la exposición puede superar ampliamente la gracieta
con que, quien más quien menos, la ha dado por finiquitada. Los mass media han
sacado esta exposición, de todo punto “asquerosa”, a la palestra para dos cosas
bien concretas: procurarnos nuestra media-sonrisa diaria, nuestra dosis de goce
con la que soportar el simulacro espectral de cada día y, con ello, afianzarnos
en nuestra posición ideológica (aquella que sabe que en ningún sitio como donde
estamos, bunkerizados en nuestras bien aprendidas opiniones, que todo lo demás,
todo lo exterior es poco menso que indignante).
"Todos estamos solos con nosotros
mismos en el baño", dice la artista italiana Cristina Guggeri. Vamos: que ni puta idea.
La cosa no va, ni mucho menos, por ahí. La boba historia del “todos somos
iguales”, de eso de que el evacuar nos iguala a todos, no es sino una sandez
más con la que este mundo, hiperdemocratizado hasta el límite de su inoperancia,
bandea como puede las cuestiones que o no sabe o no se atreve (aunque casi me
inclino a pensar que se trata de ambas incapacidades).
La cosa de poner a los poderosos en su
“trono” tiene mayor profundidad de la que se piensa. Y, además, no es difícil
descubrirlo. Porque, ¿en qué se asemeja esta escatología (skatós, excremento) con la otra escatología, la del éskhatos, la de lo último?, ¿es un simple desarrollo de
fonemas diferentes que han terminado por converger? Aun reconociendo sus
diferentes raíces, ambas palabras comparten el necesitar de un estado de
excepción donde la Ley, dependiendo de la interpretación, es derogada,
suspendida, desconectada o, por el contrario, cumplida en toda su extensión.
Es solo ahí, en un estado de excepción, donde la escatología, en sus
dos acepciones –excremental y última–, puede llevarse a cabo. Ambas
escatologías remiten a un corte en la temporalidad de lo dado para hacer
aparecer la novedad radical de lo imposible, de lo inimaginable: ahí donde la
redención está a las puertas, ahí donde la Ley es suspendida. Es decir, si por
una parte la escatología como reflexión sobre lo último apunta a un tiempo
donde la redención está a las puertas, por otra parte la escatología como
tratado sobre lo excremental supone el corte temporal en las tareas cotidianas
donde la Ley es suspendida y donde, por lo tanto, lo mesiánico está más cerca
de su advenimiento. ¿Se capta siquiera mínimamente el poder sugestivo de las
imágenes de esta exposición?
Todo se despliega, por tanto, alrededor del concepto político-mesiánico
por antonomasia, el de “estado de excepción”: ahí donde es imposible discernir
entre el afuera y el adentro de la ley; ahí donde la ley permanece pero no es
aplicada; ahí donde no se sabe si se está cumpliendo la ley o transgrediéndola.
Esta excepcionalidad ha sido pensada como un Geltung ohne Bedeutung: una
vigencia sin significado que alude a una única pregunta: ¿qué resta en
el reino de la ley cuando la ley no está? O, dicho de otra manera, ¿qué resta
de la legalidad cuando el soberano está defecando?
Total y resumiendo: las imágenes de la polémica (aunque creo que ni
siquiera ha llegado a polémica) nos muestran las posibilidad, reales y efectivas,
para la emancipación. Porque, seamos claro, siempre que ha acontecido algo
similar a una revolución, ha sido únicamente porque el poder estaba con los
pantalones bajados, en el retrete, ocupado con su tarea diaria. En definitiva,
el poderoso, en sus tareas diarias, personifica como nadie el estado de
excepción. El imperio de la Ley, mientras el poderoso caga, está suspendido,
desconectado de su ejercicio legal.
Pero, una vez sumergidos en ese tiempo mesiánico que solo posibilita el
estado de excepción: ¿qué puede pasar? Es decir: ¿qué posibilidades tenemos de
desasirnos de la Ley?, ¿qué posibilidades hay de que cuando ellos, los
soberanos, salgan del baño ya no tengan ley a la que referirse? O, es más, eso
que “resta” aun cuando la ley está en stand-by, ¿hace necesario el
superar el imperio de la ley o, por el contrario, tal imperio debe ser
comprendido como quien dice como un mal menor, un mal necesario que deja siempre
abierta la posibilidad de la justicia? Veamos que piensan algunos filósofos.
Agamben señala sin ambages que este estado de excepción ha de ser
superado ya que el ámbito donde la ley es suspendida es un momento sumamente
opresor. Es más, este estado de excepción es nuestro estado continuo y diario:
vivimos en una situación donde la excepcionalidad se ha hecho regla y la ley,
aun sin concretarse en regla, mantiene una fuerza dogmática y violenta.
Sin
embargo Derrida aboga por mantener
este estado de excepción ya que esta
estructura constituye la garantía de la justicia. ¿Por qué?, ¿cómo puede ser
que el permanecer en el estado de excepcionalidad, en un ámbito de
indecibilidad donde de la ley no queda sino su estructura, sea el garante de la
justicia? La lógica es la siguiente: para Derrida toda decisión que aspire a
ser justa debe intentar ir más allá de la norma o la ley y crear algo nuevo.
Pero, sin embargo, todo intento de superar la ley y alcanzar la justica está
condenado al fracaso, de modo que la justicia es una mera posibilidad.
Es esto, precisamente, lo que Derrida salva del estado de excepción:
que es ahí donde quedan prescritas todas las posibilidades, aun como inabarcables,
de la justicia. Lo que permanece no es una ley sino la condición de posibilidad
de toda ley, siendo eso precisamente –la condición de posibilidad de la ley– lo
que es la justicia.
Es definitiva, si para Derrida no existe frontera nítida entre
la ley y la justicia, de modo que ambas luchan por usurparse el sitio en un
juego donde anida el riego y la esperanza, para Agamben es esa intercambiabilidad lo que es un gran riesgo con el
que hay que acabar por medio de la profanación.
Según el deconstruccionista, si es cierto
que vivir en un estado de excepcionalidad donde nada se resuelve puede llevarnos
al mayor de los totalitarismos, no es menos cierto que es solo ahí donde anida
la posible salvación. Si la ley se
cancela en su totalidad, si se cancela su Geltung,
se cancela el impulso que logra abrir la condición de posibilidad de la justicia.
Es decir, para Derrida la ley no
puede nunca cancelarse en su totalidad ya que deshacernos de todos los
elementos de la ley supone deshacernos del exceso constitutivo, del punto cero
de la revelación que es la garantía de su justica. Dicho en plata: la ley es
una peligrosa instancia coercitiva, pero sin ella no habría nada, ni historia,
ni evento, ni fenómeno
En el fondo, esta diferente óptica
entre un pensador y otro remite a una diferente concepción del tiempo y, con
ello, de la significación. Si para Agamben todo mesianismo debe contener un
mecanismo que permita llegar a su pleroma,
para Derrida, sin embargo, la mesianicidad no conoce este pleroma, no se resuelve nunca en la Aufhebung: es siempre mesianicidad
sin mesiansimo.
Y, esto mismo pero referido al
problema de la significación deja las cosas bastante claras: para Agamben significado y significante
deben encontrarse (ley y justicia deben converger en un punto mesiánico que está
siempre a la espera). Pero para Derrida
significado y significante no se encuentran nunca, no hay significación plena
nunca. Es decir: hay mesianicidad (un estado de excepción donde la emancipación
mesiánica puede darse, donde la ley y la justicia pueden converger) pero donde nunca
se llegará a final alguno, donde nunca vendrá ningún mesías…. Es decir, donde
la botella nunca llegará a su destino, donde la carta nunca será descubierta,
donde el crimen nunca será descubierto, donde el secreto nunca será dicho… En
definitiva, la deconstrucción es un mesianismo bloqueado.
Aplicando las tesis derridianas (que
nos parecen más sugestivas) a las imágenes asqueantes de esta exposición la cosa
quede meridianamente clara: el soberano en su catre explicita todas las
posibilidades donde la justicia puede remontar el pulso hasta toparse con la
Ley y advenir así la emancipación total. Pero también las heces hacen patente
que la excepción nunca puede tener fin: la mierda ejemplifica como pocas cosas la
imposibilidad de una identidad del “yo” consigo mismo –o de la justicia con la
ley– ya que, cuando menos uno se lo espera, las heces nos recuerdan que la
identidad necesita desprenderse de un exceso imposible de simbolizar, de
reducir o asimilar.
Es decir, el excremento señala que no hay nunca instante donde ley y
justicia converjan, que no hay nunca momento de emancipación radical y
absoluto. Los excrementos son ese exceso de significación imposible de atesorar
en ningún significante.
¿Qué quedaría entonces hacer? Estos dibujos de los poderosos en su
tarea diaria remiten al estado ideológico que nos tiene apresados como cobayas:
es necesario que nuestros restos a-significativos se atrevan a travesar la pared
de la significación y pasar del otro lado, ahí donde está lo inimaginable, lo
imposible, lo indecible. Lo mejor es atreverse y pasar del otro lado. Así pues,
es tirando de la cadena como el resto asqueante pasa del otro lado, atraviesa
lo Real y llega a otro régimen ontológico de posibilidades.
Siendo esto así, la interpretación de Derrida queda dada la vuelta como un
calcetín, encontrándonos en las cercanías de Zizek: cada punto de (im)posibilidades, cada momento en el par de fuerzas
ley/justicia, puede ser el momento definitivo de la emancipación. Porque el
destino no es llegar a una meta donde ley y justicia, significado y
significante converjan, sino que se trata de que sea donde sea que se esté,
siempre cabe la posibilidad de tirar de la cadena y dejar que los restos pasen
del otro lado.
En definitiva: la emancipación que
pudiera venir del estado de excepción pasa únicamente por atrevernos a tirar de
la cadena. De este modo significado y significante no es que puedan converger o
no: es que están potencialmente convergiendo siempre, cada instante pudiera ser
el que nos catapulte del otro lado: el mesías por tanto, está viniendo siempre.
Pero entonces, ¿por qué no lo hacemos de
una vez por todas? Muy sencillo: porque nos mola, porque no hemos superado la
fase anal y nos encanta jugar a decir pedo caca culo pis y reírnos de las
gracietas pedorreicas que suelta el otro.
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