En este tiempo
calamitoso y de cansinez preelectoral en el que estamos sumidos me he tomado la
molestia de leer, como quien se toma una manzanilla para aliviar la acidez de
estómago, algunos textos de la famosísima crítica mexicana Avelina Lésper. El
motivo fue solo uno: curiosidad. Sana curiosidad de comprender cómo una crítica
de la que tenía las peores referencias es figura y voz indiscutible en el panorama
contemporáneo. ¿Era una broma? Apenas me puse a investigar, una pregunta se
encendió en mi cabeza: ¿cómo es posible que un personaje como Lésper no haya surgido hace por lo
menos década y media?
Seguro de mí
mismo, con la firmeza que da saberse seguidor de la dialéctica hegelo-adorniano
me dije para mis adentros: “porque no era aún su momento”. Y sí: en la verdad
que esconde un arte que avanza negándose a sí mismo, quizá sea ahora cuando esa
pila de descreídos, esa marabunta que desprecia al arte, ese reguero de
“víctimas” que el arte contemporáneo deja a su paso, se una para devolverle al
arte la bofetada que una vez les dio. Pero lo mejor de todo, ahí donde creemos
descansa el éxito colosal de Lésper,
es que todos y cada uno de nosotros –por lo menos a mí no me tiemblan las
canillas a la hora de darme por aludido– hemos podido sumarnos a las diatribas
de la crítica mexicana alguna vez.
Todos –creo–
hemos podido comprobar el sesgo ideológico del arte contemporáneo, el intento
institucionalizado de meternos de clavo no ya una pésima obra sino una idea
política que trata de abrirse paso, la connivencia con poderes hegemónicos para
el desarrollo de tal o cual gusto estético –ejemplo más que sintomático es el
éxito del expresionismo abstracto, no debido a cambio de gusto o al desarrollo
del arte sino, a las claras, al apoyo de la CIA en su lucha con la URSS en el
período de la Guerra Fría. Hoy en día está más que claro que la historia del
arte no tiene tanto de dialéctico sino de ideológico y que, por tanto, masas de
público despreciadas por el arte se han organizado para, a su forma, ejercer
una crítica global al arte.
Una forma de crítica
que tiene mucho de lamerse las heridas, de sanar las fracturas que han dejado
en ese espectador tipo años años de verse en el ostracismo de un arte que, ¡oh
injustica!, no cuenta con él, ninguneado por parte de estrategias artísticas
que van quitando una a una todas las muletas donde el espectador de antaño,
cómodo y seguro de sí mismo, se sujetaba con firmeza. Como prueba un botón:
dentro de los comentarios recibidos por Avelina en su último texto está esta
solemne declaración de principios: “Avelina, hace un tiempo sigo tus vídeos en
youtube y leo tus textos en Internet y te agradezco por ayudarnos a entender al
arte en general y al arte contemporáneo o VIP en particular. Muestra tras
muestra la única sensación que me acompañaba al final era la de angustia,
angustia de no poder entender lo que veía, o comprender su significado. Tus
palabras son simples, directas, honestas y precisas. Críticas los resultados
sin descalificar a quien lo hizo y eso me ayudado a entender un poco más todo
este aparentemente incomprensible mundo del arte. Agradezco que existan
críticos como vos, nunca dejes de escribir, pensar y opinar. Un gran saludo
desde Buenos Aires”. Otro, aunque más comedido, tampoco se arruga: “Buenos días Avelina...Dejando aparte
que estoy de acuerdo con tus comentarios en esta entrada, quería felicitarte
por tu postura frente al arte, defendiendo una verdad casi olvidada. Valiente es
la palabra que me viene a la mente.... una bocanada de aire fresco. Me gusta cómo te expresas, y creo que gracias a ti y a otros como tú, el arte
de calidad volverá a resurgir.... no desfallezcas. Un abrazo”.
Duchamp: con él empezó el arte como fraude |
Dejando el
consultorio para otro momento, la cuestión más pertinente sería la siguiente:
¿es motivo necesario y suficiente el sesgo ideológico del arte contemporáneo,
la supuesta imposición por parte de unos pocos –aquellos capaces de leer
entrelíneas– de un determinado desarrollo en el arte contrario ya no solo al
gusto de la mayoría sino capaz de dejar a esa misma mayoría con la sensación de
tomadura de pelo para, decimos, negar la mayor al propio arte? No, para mí no. De
ningún modo. El arte contemporáneo, el que es producido en la actualidad, el
que ahora mismo está creando algún artista en algún rincón del mundo, no es
sino la encarnación en forma de apariencia de esa desmedida que se da entre la absoluta libertad indeterminada del
artista y la absoluta determinación
en el proceso dialéctico-material al que trata de sumarse. Es entre esos dos absolutos inalcanzables –pues no hay ni
artista absolutamente libre ni
momento histórico absolutamente
determinado– de donde surge el desarrollo del arte, que es el que es no solo
por decisiones espurias de agentes sino por la antinómica tensión que se da
entre esos dos absolutos imposibles.
Es decir: no cabe descontar al arte sus más que claros coqueteos ideológicos
pues eso forma parte fundante y fundamental del propio avance dialéctico del
arte.
Lo siento pero
es que igual el arte no era lo que nos esperábamos. No es que ya solo el arte
no sea una mímesis más o menos complaciente con la realidad –eso lo sabe hasta
el más reaccionario de los seguidores de Avelina– sino que lo que sucede es que
el arte, de seguir con los parámetros con los que se mueve, va a terminar por
no ofrecernos –como efecto de esa antinomia a la que nos hemos referido– más
que la imagen invertida de una absoluta nada. Y eso, a quien más o a quién
menos, a quienes pensaban que el arte está para otras cosas, jode. Y es que,
viendo el desarrollo del arte, ¿quién no ha soñado con que el arte debería
estar para otras cosas?
Pero si soñar
no es malo, confundir la realidad con mis sueños si es una patología grave. En
este mismo sentido, Lésper confunde el contenido con el contenedor: porque
dentro de las murallas del arte termine por no haber nada no significa que el
arte sea nada. Sumida en esta confusión, la crítica mexicana llama a una
insumisión de los exiliados para, habida cuenta de que les basta con saber que
dentro del arte no hay nada, formar una cruzada que conquiste de nuevo el
fuerte. Así las cosas, el quid de la cuestión es que hay una masa ingente de
desposeídos que ven en Lésper al mesías con el que volver a reconquistar la
plaza.
Pero a poco
que uno se detenga a pensar, lo más curioso y sintomático es que este hecho –la
constatación fehaciente a poco que uno ponga un pie en la calle de que existe
una gran masa de descreídos– forma parte de ese desarrollo antinómico del arte.
Porque es cierto, muy cierto, que en esta época como en cualquier otra la
cantidad de buen arte, de arte con capacidad para ser catalogado como obra
maestra, es muy poca; cierto también que la capacidad del arte para
resignificar parcelas de realidad es ya muy poca y que no es extraño la
desorientación manifiesta de determinados desarrollos estéticos; pero cierto,
también muy cierto, que el espectador despistado es el rehén que el arte
necesita para pivotar en las tensiones que lo han ido habitado hasta ahora y
atreverse con cotas más altas en cuanto a sujeción ideológica se refiere. Polos
dialécticos como el de la disolución de la vida en el arte, el de la autonegación
a la representación –dialéctica
de autonegación de la apariencia estética–
o aquel otro que se modula entre un darse pleno de la obra y el mostrarse como
radical ilegibilidad, han quedado superados –que no eliminados– a partir de una
nueva tensión que tiene en el ciudadano medio su mejor presa.
Esta tensión se despliega en torno a
dos polos: si por una parte el arte es ya una de las industrias más prósperas
debido a su reconversión en industria no ya solo cultural sino del ocio, del
entretenimiento y del espectáculo, por otra parte ese sujeto que es espoleado y
animado a visitar museos en un never
ending global tour, no encuentra sino desasosiego, frustración y angustia.
Es decir: de todo lo que las mecánicas del poder administrado le prometieron,
no hay nada.
Es ahí, creo yo, donde emerge el
discurso de Lésper: del mismo núcleo de la dialéctica que tensiona al arte, de
la onda expansiva de la antinomia que lo sostiene. De ahí que sus seguidores
sean los desarraigados del arte, los descamisados dispuestos a hacer una nueva
revolución. Si, después de una peripatética visita, el común de los mortales
elige salir del museo e irse a tomar una cerveza para olvidarlo todo, hay una
pequeña cantidad que son legión que sale muy cabreada, que ha estudiado, que
incluso son artistas, y que encuentran en Lésper la persona capaz de darles
voz.
Todo se juega,
en definitiva, en la preeminencia ideológica que ha terminado por atesorar el
espectador a la hora de servir de engranaje desde donde el arte poder erigirse
como centro ideológico principal. La antaño industria cultural denunciada,
entre otros, por Adorno, ha quedado superada por elevación por una ideología
estética que marca nuestro consumo, que dicta la conducta industrial de nuestra
conciencia, que banaliza nuestra vida hasta el límite de estar siendo diluida
en una forma de estetización difusa. Si la ideología necesita al arte es porque
sabe que es ahí donde el sujeto queda encarcelado y secuestrado: dónde más
fácil es redirigir los flujos de la masa hacia la plenitud del capitalismo,
donde más fácil es administrar una pulsión ideológica que funciona confirmando la sospecha de que bajo
las apariencias no hay nada, que bajo el arte no hay nada. Repetición y
angustia son los pilares de una ideología que sabe que tiene en el sujeto a su
prisionero más selecto. .
En definitiva, la emergencia de Lésper
a la primera línea de batalla no es sino un síntoma epocal del propio juego de
tensiones que animan al arte. Éste, sumido en una pluralidad de antinomias que
lo retuercen hasta dejarlo –a veces literalmente– seco, necesita de polos más
fuertes, más reactivos, más antimodernos, para poder, por una parte, lanzarse a
conquistar nuevos espacios para la implantación global de una ideología
estético-capitalista y, por otra parte, negarse de forma más autoconsciente,
ver esa daga de Damocles que pende sobre él más cerca. De ahí que, como dijo
muy acertadamente Darío Ortíz en un escrito publicado en esferapública, “los textos de Avelina, (…) están llenos de subjetivos
juicios de valor de manera que quizás no sea tan importante lo que dice
puntualmente sino lo que encarna”.
Pero entonces,
¿supone la perorata de Lésper una crítica contra este estado de mansedumbre
administrada, supone un hacer despertar a las dormidas masas y, sacándoles de
la caverna, hacerles ver la verdad del tinglado mediático e ideológico en que
ha devenido el arte? Más bien todo lo contrario. Supone un gesto reactivo, una
vuelta atrás donde la cuestión por la emancipación no es ni siquiera planteada.
Supone una interrupción en el avance de una pregunta que, no por no haber sido
contestada en toda su amplitud –¿alguna vez lo será?– hay que desestimar.
El silogismo
de Lésper es tan simple como banal: cómo el arte no nos da lo que prometió,
cambiémosle; cómo el arte no ofrece esa ámbito de emancipación desde el que se
construye, denunciémosle como falso. Pero, claro está, no por decir una verdad
a medias se está diciendo algo interesante. Lo más propio sería darle la vuelta
al silogismo: precisamente porque el arte no nos regala lo que dijo darnos, es
necesario mantenerlo con vida. Para que sirva como testimonio, como huella de
la serie de fracasos que llevamos cuestas, para construir entre todos el
monumento a una vida, las nuestras, que están aún porvenir.
Quizá no es, el
arte, lo que pensábamos iba ser. Pero no hay de lo que preocuparse: es mucho
más de lo que nunca habíamos podido soñar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario