TILL GERHARD: SPELLBOUND
GALERÍA THE
GOMA: 19/05/16-15/07/16
El ejercicio visionario de Till Gerhard (Hamburgo, 1971) consiste
en mostrarnos el presentimiento que ahoga nuestra nuda vida en una serie de
presentes desconectados: que utopía y apocalíptica van de la mano, que no se
nos deja pensar lo uno sin lo otro. Que la sinceridad que nos muestra la
pantalla de los mass media solo es ya
como confirmación catastrófica a todas nuestras sospechas: la opinión de Sontag de que es ya imposible imaginar
el fin del mundo queda de sobra mejorada con la apreciación de Jameson de que solo cabe imaginarlo
como catástrofe
La conclusión más que dramática a esta
ecuación es que no se nos está permitido soñar o, en el mejor de los casos y
como bien dice la publicidad de la ONCE, “no tenemos sueños baratos”. Cualquier
sueño o está mediado por las lógicas administrativas del capital o hay que
pelearlo hasta el límite de verlo reconvertido en gran apocalipsis, en
esplendorosa catástrofe. Y es que, mirando cara a cara a nuestro destino, ¿hay
algo que actualmente deseemos más, hay algo con lo que fantaseemos más que con
el Accidente Global, la Imagen Total?
Los lienzos de Gerhard nos muestran ese punto de melancólica fraternización, de hermanación
antes del diluvio. Su estrategia preferida es mostrarnos escenas que refieren de
una u otra manera a los años 60 –ya se sabe, los hippies, libertad por un tubo,
etc– pero con un punctum que
descentra la escena y por la que intuimos no representa el pasado sino que
anticipa el futuro. Una luz nebulosa, rostros difuminados, pero sobre todo una
quietud extraña, cuerpos que se supone dionisiacos frenados por una extraña
parálisis. Son, si se me permite la exageración, visiones del más allá.
Para esta exposición en la galería The Goma, Gerhard, aún basándose en los mismos primados teóricos, ha dejado el
lienzo por la fotografía y ha dejado el no-lugar de cualquier bucólica
ensoñación por el sur de Alemania y Suiza, en concreto el festival de invierno
de Silvesterchlausen, en Suiza. Según la hoja de sala, dicho festival consiste
en que “al amanecer, pequeños grupos de enmascarados vestidos de manera
extravagante recorren las granjas. Tras hacer sonar unos enormes cencerros,
empiezan a entonar un hermoso canto tirolés que los granjeros agradecen
invitándoles a un trago”. El propósito de semejante rito es vincular al hombre
con la naturaleza, implicarle dentro de los cambios cíclicos de la vida y la
muerte, en particular despertar a los espíritus de la fertilidad en el Año
Nuevo.
Es a raíz de esta experiencia que Gerhard ensaya diversas formas de
diálogo con su entorno: crea máscaras y disfraces e inventa ritos “ancestrales”
con el que tratar de retomar la antigua conexión celestial con el estrellado dínamo
de la maquinaria nocturna (seguro no
el molesta al artista citar aun con calzador a Ginsberg). Por último, y
después de fotografiarse realizando el rito por él inventado, interviene las
fotografías con una fina película de pintura acrílica.
El resultado, a mi entender, es el
mismo que el que destilan sus lienzos: cierto patetismo en las formas, la
constatación de una imposibilidad ya diríase que definitiva. Estamos condenados
a una soledad paupérrima, a una purga en todos los existenciarios que pudieran
elevar nuestra vida cotidiana a alguna forma de diálogo sacramental con la
realidad y naturaleza circundante. Tanto énfasis hemos puesto en dotar a
nuestro lugar en el mundo de una centralidad antropocéntrica, de hacer pivotar
toda la realidad alrededor de una libertad que nace solo de una conciencia
personal ideológicamente sobrevenida que hemos perdido toda capacidad para
escucharnos: escuchar al otro, a nosotros mismos y al entorno que habitamos. En
definitiva: hemos perdido la capacidad simbólica pues ésta solo nace en el seno
de una comunidad que anhele y desee junta. Ese artista, hechizado, disfrazado
de Dios Abeja nos da pena: más que nada porque nos es fácil reconocernos en él.
Por último quisiéramos destacar una
cosa: el gesto de borrar la imagen con pintura acrílica. Y es que es ahí donde
descansa toda la dialéctica estética en la actualidad. Porque si por una parte
el arte ha sido desde siempre lugar donde tratar de llevar a cabo gestos que
pudieran fraguar una comunidad en busca de su sentido, donde proponer
representaciones del mundo que ayudasen a sabernos emplazados en una
continuidad histórica, ahora el arte ha mutado y ya no es sino el ámbito donde
mostrar la imposibilidad de cualquier mediación. Gerhard, autonegando la apariencia estética, nos da la pista de que
su propuesta –la de elaborar un rito que nos otorgue sentido– es ya un fracaso:
nada hay ya que nos represente. Pero, de igual manera y para comprender mejor
la tensión dialéctica que anima al arte, tal emborronado de la representación
tratando de suspenderla es ya y desde el principio una aporía irresoluble: en
algún momento hay que fijar la representación, en algún momento hay que detener
el propio fracaso. En suma, la propuesta de Gerhard descansa en la propia antinomia del arte contemporáneo: una
suspensión imposible de la
representación, una eliminación imposible
de toda fijación estática.
Si el arte, la propuesta que nos ocupa,
tiene que ver con nosotros es porque nosotros operamos igual: incapaces de
arraigarnos en la tradición que supone la trasmisión de sentido que otorga el
rito, no podemos tampoco dejar de intentarlo, de ensayar formas fracasadas de íntima
conexión. No podemos dejar de recrear nuestra situación de exiliados, no podemos
dejar de disfrazarnos, de crearnos un personaje, de tratar de ser alguien más
que un yo suspendido en una libertad que no entendemos. Llegando a este punto
quizá podamos decir que la propuesta de Gerhard,
aun partiendo del fracaso, logre un rotundo éxito: forjar una comunidad –azarosa,
nómada, volátil, de espectadores de arte que se saben apelados e implicados. La
comunidad de los que no tenemos comunidad. Una comunidad, como poco, imposible
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