No hay lectura que no sea personal,
privada, inmersa en un flujo de experiencias que atañen, únicamente, al yo que
lee y que, leyendo, se abre a la alteridad de lo otro que surge: el él, el otro. Por eso nunca me han gustado mucho las concelebraciones, la
efemerología del dato fechado. ¿Hay otros aparte de yo mismo que han
experimentado la fractura? Puede, seguro estoy, que haberlos haylos: pero de
ahí a reunirme con ellos a celebrar algo que, aun dentro de la posibilidad de
ser experimentado por muchos, ha de quedar circunscrito al ámbito privado, va
un mundo.
De participar, algún día, seguro que
mi mirada sería torva, desconfiada; de haber apretones de manos serían fofos,
sudorosos, esa mano gorda que se deja caer; de haber brindis seguro se
cruzarían los dedos debajo de la mesa asegurando que uno, aún estando ahí, no
pertenece del todo a esa pequeña multitud. Sí, pudiera ser que se esté incluso
confraternizando: pero todo con el firme propósito de irme a casa más seguro de
mí mismo, más capaz de enfrentarme de nuevo al reto de ser despedazado por las
banales andanzas de Leopold Bloom.
Sí, seguro que me cogería una buena
melopea: juntos pero, como quien dice, no revueltos. La posibilidad de, al día
siguiente, no acordarme de nada y, sobre todo, de nadie. Poder permanecer en mi
silencio glacial, sin adulterar. El alcohol tiene esa capacidad de evidenciar
la distancia infinita que siempre separa, si no al uno del otro, si al menos
las experiencias del uno de las del otro.
Más aún: ¿y se me tropiezo con alguien
que ha sido capaz de ir más allá? No que haya leído mejor –mucho menos que haya
entendido mejor. Todo eso es superficial: leer mejor, entender mejor, etc., son
cosas que se dejan para los escolares. Alguien, me refiero, que haya transitado
mejor, que se haya travestido mejor, que se haya partido y fracturado mejor y
más profundamente: que le haya oído más la vida en ello. Alguien que haya, como
una moneda dejada caer al fondo de un pozo sin agua, sonado más a hueco, a
ruido sordo: alguien que haya devenido eco de sí mismo mejor que yo lo he
conseguido. Eso debe ser fatal, incluso mortal. Eso debe dejar un regusto muy
amargo en el paladar: la sensación de haber dilapidado tus mejores –y por
definición únicos– años.
Pero, en cualquier caso y después de
todo lo dicho, siempre queda el riesgo. El sudor frío que recorre la espalda y
te empuja a ir en busca de ese otro que ha bajado más hondo que tú. Le mirarás
con desprecio, le ofrecerás esa mano tendida como un filete de ternera,
beberéis pintas al mismo ritmo. Y entonces sucederá… sabrás que él es Gandina,
aquel que sin saberlo has estado buscando media vida. Pero antes de que decidas
qué diablos hacer ante tal epifanía, una idea se encienda en tu mente: él
también te estaba buscando, por eso está aquí. También él se escorza para
decirte un secreto al oído: no es él, eres tú quien eres Gandina. Lo que pasa
es que no lo sabes.
El Ulises
solo se cerrará cuando te topes con ese otro que te diga lo que no sabes: que
tú eres Gandina. Eres el hueco por donde pasan y se filtran todas las
historias, todos los relatos. Solo que entonces no solo se cerrará el libro: se
cerrarán todos los libros, todas las lecturas. Porque no habrá nada más que
decir ni que contar. Mundo y texto serán ya perfectamente legibles. Morirás. Somos
–soy– Gandina; y si leemos es para no encontrarnos con nosotros mismos, para
salir de nosotros, donarnos a algún otro. Por eso Gandina aparece por primera
vez en el cementerio: quien se tope con él morirá, dejará de contarse
historias.
Tiene su lógica: aquel día –la jornada en la
que trascurre el libro– Joyce se encontró con Nora y, para no morir, tuvo que
ponerse a escribir de modo ya definitivo; más aún, tuvo que tomar todas sus
decisiones vitales en relación al acto de escribir. Sabía que, después de
haberse encontrado con Nora –aquella que cerraba todos sus relatos, todas sus
ficciones– no había más que hacer más que ponerse a escribir como un loco. Todo
con tal de no morir de amor.
Porque eso es el amor: encontrarse con
alguien que cierra de forma tan definitiva todos tus relatos que solo puedes
apostar por salir de ti mismo de forma radical. Por eso amar es donar la
muerte: anticiparla constantemente. Por eso escribir es posponer esa donación.
Por eso leer es ensayar formas de donar la muerte: ensayar, en definitiva,
formas de amar.
Y sí, por todo ello no hay que dejar
nunca de celebrar el Bloomsday. Porque cada vez que lo hacemos una voz nos dice
que Gandina somos nosotros y que nuestra tarea es no dejar que los relatos
fluyan y así dotar de posibilidades a que cada uno se encuentre con Nora y así
poder donar nuestro amor y nuestra muerte. No encontrarnos nunca más que en las
historias de otros, dándonos a ellas, ofreciéndonos, muriendo en y a través de
ellas: eso es lo que se celebra. Lo que yo al menos celebro.
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