jueves, 2 de junio de 2016

MICHAEL BEUTLER: MÁQUINAS QUE SON MÁQUINAS QUE SON ARTE


MICHAEL BEUTLER
GALERÍA HEINRICH EHRHARDT: hasta el 04/06/16

Lo hemos estudiado todos; es algo que, dentro de una educación general básica, entra dentro de los cánones preestablecidos. Me refiero al paso, según los manuales, del mito al logos: como después de hacer un triángulo, la mente humana –vía geometría griega– concluye que todos son, análogamente, el mismo triángulo. De ahí a la conclusión aristotélica de que el ser es análogo no hay sino (muchos) pequeños pasos. Y es que esa es la clave de nuestro destino socio-económico, el quid sobre el que hemos levantado nuestro mundo: que la rosquilla se hace a partir de rosquillas, que no hay origen alguno previo a ningún hacer, que todo es el hacer de un hacer que hace: praxiología, en definitiva, a la máxima potencia.
Dentro de estos parámetros que de forma harto sucinta hemos puesto encima de la mesa, el trabajo de Michael Beutler es crear una alegoría en torno a ese momento-cero en el que la duplicidad ya existía: ahí donde uno se da cuenta que no hay nunca un triángulo sino, como poco, dos; ahí donde uno se da cuenta de que tal triángulo original es una entelequia; ahí donde uno se da cuenta que todo está ya haciéndose; ahí donde uno se da cuenta de que no hay –nunca los ha habido– originales sino, como mucho, copias originales.
Y este “hacer que hace” de Beutler lo hace de manera estética: por lo tanto, artística. Porque la clave –y lo valioso de este artista– está en que la dirección no es reversible: una praxis es estética en relación al juego de relaciones socio-políticas que pone encima de la mesa, a las estructuras de su producción sobre las que pivota, al quantum de sensorium que maneja. Y es, simplemente, artística si entra dentro de los cánones de esa transfiguración de lugar común que es la institución-arte. Dicho lo cual, la conclusión es más que obvia: puede ser llamado arte sin mover un ápice el lugar estético desde el que se propone y desde el que se cuestiona.


Si decimos todo esto que, reconocemos, puede sonar a salida de pata de banco, es para subrayar que la estrategia que Beutler moviliza, dentro de ese gesto alegórico con el que lo hemos saludado, más de lo que se presupone. Porque si la alegoría calla diciendo otra cosa, con el gesto de maquinar un origen para la obra de arte, para la galería, para el propio arte, no se hace sino fantasear con la idea precisa de un origen inexistente. Porque, ¿y si después de todo lo hubiese? A eso juega la(s) máquina(s) de Beutler: a simular que existe una simulación, a simular que existe un origen, un momento en el que la máquina se puso en funcionamiento, un instante en el que el uno le dijo el otro hagamos Dios sabe qué: una muesca en la caverna, una Venus de Milo, una Victoria de Samotracia, unas Meninas o un Cuadrado Negro sobre fondo blanco: todo está ya hecho desde el principio pero nos encanta fantasear con la idea de una originalidad siempre nómada y azarosa.
Las máquinas de Beutler tiene algo de invención de Morel: crean no una realidad alternativa sino un desacople entre temporalidades. Una sería nuestro “aquí y ahora” epifenoménico y otra sería la temporalidad que supondría el haber dado, en algún momento, orden de iniciar la trama, de poner en marcha la máquina. Es en esa brecha diacrónica que se abre en el seno mismo de la galería donde Beutler construye sus máquinas dónde intuimos con claridad nuestro destino: no puede haber momento inicial porque eso supondría también un momento final, es decir, una muerte, sino incluso un estar ya muertos.


¿Qué nos dicen entonces las obras de este gran artista? Qué no hay solución al enigma: que lo suyo es entonces no ya buscar el momento de encendido sino más bien ayudar a que nunca deje de estar encendida la máquina. Y, claro está, quien dice la máquina, dice nuestra narración del arte, nuestra conveniencia o no acerca del reparto de posiciones en la trama, nuestras posiciones en la historia.
Para esta ocasión, el motivo elegido por Butler son las dos columnas de la galería Heinrich Ehrhardt. Nuestro artista pone en marcha su máquina de simular simulacros para crear la fantasmagoría: no hay el original de ninguna columna, como no hay el original de ninguna galería, ni original de ningún arte. Solo hay máquinas que simulan que hacen arte: la clave está, contra todo pronóstico, no en dejar de simular sino en no dejar de hacerlo. Porque ahí radica la clave de que no estemos muertos, de que nuestra historia continúe, de que siempre estemos a la espera de ocupar otro espacio, otro lugar, de tener otros saberes, otras competencias. De que seamos “yo”, o sea “él”: de que estemos repitiendo lo mismo que ya se dijo en alguna historia.
Luego está la tontuna de decir aquello de que hace esculturas e instalaciones que transforman el espacio. Pero decir eso comparado con todo lo que acabamos de descubrir es como no decir nada.

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