MICHAEL BEUTLER
GALERÍA HEINRICH EHRHARDT: hasta el 04/06/16
Lo hemos
estudiado todos; es algo que, dentro de una educación general básica, entra
dentro de los cánones preestablecidos. Me refiero al paso, según los manuales,
del mito al logos: como después de hacer un triángulo, la mente humana –vía geometría
griega– concluye que todos son, análogamente, el mismo triángulo. De ahí a la
conclusión aristotélica de que el ser es análogo no hay sino (muchos) pequeños
pasos. Y es que esa es la clave de nuestro destino socio-económico, el quid
sobre el que hemos levantado nuestro mundo: que la rosquilla se hace a partir de
rosquillas, que no hay origen alguno previo a ningún hacer, que todo es el
hacer de un hacer que hace: praxiología, en definitiva, a la máxima potencia.
Dentro de
estos parámetros que de forma harto sucinta hemos puesto encima de la mesa, el
trabajo de Michael Beutler es crear
una alegoría en torno a ese momento-cero en el que la duplicidad ya existía:
ahí donde uno se da cuenta que no hay nunca un triángulo sino, como poco, dos;
ahí donde uno se da cuenta de que tal triángulo original es una entelequia; ahí
donde uno se da cuenta que todo está ya haciéndose; ahí donde uno se da cuenta
de que no hay –nunca los ha habido– originales sino, como mucho, copias originales.
Y este “hacer
que hace” de Beutler lo hace de
manera estética: por lo tanto, artística. Porque la clave –y lo valioso de este
artista– está en que la dirección no es reversible: una praxis es estética en
relación al juego de relaciones socio-políticas que pone encima de la mesa, a
las estructuras de su producción sobre las que pivota, al quantum de sensorium que maneja. Y es, simplemente,
artística si entra dentro de los cánones de esa transfiguración de lugar común
que es la institución-arte. Dicho lo cual, la conclusión es más que obvia:
puede ser llamado arte sin mover un ápice el lugar estético desde el que se
propone y desde el que se cuestiona.
Si decimos todo
esto que, reconocemos, puede sonar a salida de pata de banco, es para subrayar
que la estrategia que Beutler
moviliza, dentro de ese gesto alegórico con el que lo hemos saludado, más de lo
que se presupone. Porque si la alegoría calla diciendo otra cosa, con el gesto de
maquinar un origen para la obra de arte, para la galería, para el propio arte,
no se hace sino fantasear con la idea precisa de un origen inexistente. Porque,
¿y si después de todo lo hubiese? A eso juega la(s) máquina(s) de Beutler: a simular que existe una
simulación, a simular que existe un origen, un momento en el que la máquina se puso
en funcionamiento, un instante en el que el uno le dijo el otro hagamos Dios
sabe qué: una muesca en la caverna, una Venus de Milo, una Victoria de
Samotracia, unas Meninas o un Cuadrado Negro sobre fondo blanco: todo
está ya hecho desde el principio pero nos encanta fantasear con la idea de una originalidad
siempre nómada y azarosa.
Las máquinas
de Beutler tiene algo de invención
de Morel: crean no una realidad
alternativa sino un desacople entre temporalidades. Una sería nuestro “aquí y
ahora” epifenoménico y otra sería la temporalidad que supondría el haber dado,
en algún momento, orden de iniciar la trama, de poner en marcha la máquina. Es
en esa brecha diacrónica que se abre en el seno mismo de la galería donde Beutler construye sus máquinas dónde
intuimos con claridad nuestro destino: no puede haber momento inicial porque
eso supondría también un momento final, es decir, una muerte, sino incluso un
estar ya muertos.
¿Qué nos dicen
entonces las obras de este gran artista? Qué no hay solución al enigma: que lo
suyo es entonces no ya buscar el momento de encendido sino más bien ayudar a
que nunca deje de estar encendida la máquina. Y, claro está, quien dice la máquina,
dice nuestra narración del arte, nuestra conveniencia o no acerca del reparto
de posiciones en la trama, nuestras posiciones en la historia.
Para esta
ocasión, el motivo elegido por Butler son las dos columnas de la galería Heinrich Ehrhardt. Nuestro artista pone
en marcha su máquina de simular simulacros para crear la fantasmagoría: no hay el
original de ninguna columna, como no hay el original de ninguna galería, ni
original de ningún arte. Solo hay máquinas que simulan que hacen arte: la clave
está, contra todo pronóstico, no en dejar de simular sino en no dejar de
hacerlo. Porque ahí radica la clave de que no estemos muertos, de que nuestra
historia continúe, de que siempre estemos a la espera de ocupar otro espacio,
otro lugar, de tener otros saberes, otras competencias. De que seamos “yo”, o
sea “él”: de que estemos repitiendo lo mismo que ya se dijo en alguna historia.
Luego está la
tontuna de decir aquello de que hace esculturas e instalaciones que transforman
el espacio. Pero decir eso comparado con todo lo que acabamos de descubrir es
como no decir nada.
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