jueves, 9 de junio de 2016

LUCAS OSPINA: DE LA ESCRITURA COMO PRIVILEGIO DE LA CRÍTICA


Hace tres días, esferapública publicó una entrevista con Lucas Ospina, crítico colombiano, que, junto con un artículo suyo de hace un año en el mismo portal, son de las cosas más interesante que se han oído y escrito sobre la crítica en los últimos tiempos

“Usted va a una la exposición y alguien a la salida le pregunta por su opinión, usted responde que todavía no sabe qué piensa y que solo va a saberlo cuando escriba. Usted escribe un texto, lo publica. La vida sigue, es parte de la eterna conversación”. De esta forma tan irónicamente realista termina Lucas Ospina un texto definitivo acerca del quehacer de la crítica de arte en estos tiempos de desorientación y ninguneo constante. El texto es hace un año, pero si lo saco a la palestra es porque ha redondeado el susodicho texto con una pequeña entrevista colgada en esferapública en la que dice cosas no sabemos si de suma importancia pero que, al menos, a nosotros nos han sacado de nuestra senectud anticipada.
El texto y la entrevista hacen pie en una idea cuasi vodevilesca pero que es, doy fe, cierta a pies juntillas: no es usted, señor crítico de arte, quien elige al arte; es el arte quien le elige. Sí, ciertamente que hay condicionantes. Básicamente dos: un gusto relativo por el arte y un gusto absoluto por leer. “Usted lee, usted escribe (sobre arte)”: así se titula el texto y en eso se resuelve la paradoja existencial de ese mequetrefe que no es más que un bulto sospechoso, una injerencia en un mundo que requiere para sí más zonas de profilaxis e supuesto higienismo. Pero, en suma, al crítico siempre le ronronea la idea del porqué no es otro quien se encarga de estas cosas. Y es que nosotros, como Bartleby, preferiríamos no hacerlo. “Usted escribe porque va a una exposición de arte y cree que nadie va a escribir sobre lo que está ahí, o lo que está escrito es predecible, un ejercicio verbal más cercano a las relaciones públicas que a un ejercicio amplio de interpretación”: somos, parece que nos dice el crítico colombiano, los últimos mohicanos.
 Sentadas las bases, Ospina trata de reflexionar acerca de las condiciones para que el ejercicio de la crítica esté a la altura de las circunstancias. Y es que sucede algo casi inaudito: las redes sociales y la facilidad de verter en un determinado dispositivo mediático una opinión, un chascarrillo, un meme, una gracieta o una polémica con el ánimo de cortar cabezas, hace que, como el mismo dice, “si todo el mundo es crítico nadie es crítico”.
No obstante, en el otro lado de la balanza existe esa tendencia –en la que con cierto sonrojo nos hemos visto representados– de producir crítica de arte siguiendo el pautado plan de acción heredado de algún código de buenas prácticas que, como todo en esta vida, está para cumplir saltándose todas las normas. Cita más o menos potente, generalización, referencia a problemas que asolan al mundo, pertinencia de este artista que da cuenta de este problema: esta sería, a groso modo, la tabla de salvación del clásico crítico.
Para subvertir este estado de afasia crítica cuyo tiro de gracia lo da esta insustancial polarización que ponemos sobre la mesa, Ospina nos dice que la solución solo puede venir dada por aquella que nos puso en este camino trillado de dificultades que es la crítica de arte: la escritura. Es ahí, en el ejercicio de la escritura, donde la crítica se lo juega todo. Ni más ni menos. Tanto es así que, sugiere, si la crítica de arte es muy mediocre no es sino porque se tiene una idea muy cándida de lo que es la escritura, de lo que es escribir. “Solo usamos cierta manera de narrar muy predecible”, llega a decir.
Una crítica de arte a la altura de los tiempos solo puede llevarse a cabo con una escritura a la altura de los tiempos. Una escritura que no sea lineal, documentalista, que no abogue por rancio un ‘sí me gusta’ o un ‘no me gusta’. Esta crítica, esta escritura, debe comprenderse antes que nada como crítica a la crítica de arte: dejar todo lo que se sabe en el baúl de los recuerdos y empezar a hacer memoria, a recordar. Pero no ya desde el “yo” que somos sino desde esa pluralidad de voces que nos habitan. Porque, el crítico de arte, como poco, son siempre dos: él y el otro, él y quien se va abriendo paso a través de un enjambre de ideas que vienen de no se sabe dónde: “uno no escribe solo: uno oye voces y las pone por escrito”.
Una escritura rizomática, más expansiva que inclusiva, que no se fije la meta de dar cuenta de tal o cual acontecimiento sino que lo rodee, que lo recree multiplicando sus conexiones. Una escritura como una misiva, como una carta que se envía sin tener muy claro el remitente. Es más: existe una crisis de destinación y eso, más que animarnos, nos angustia hasta la parálisis de un decir siempre lo mismo.
           Pero, al mismo tiempo, una escritura pegada al presente, que lo tensione y lo cuestione, que lo ponga a prueba creando pequeñas coyunturas, articulando contenidos que replieguen la actualidad, la enreden y la iluminen con una nueva luz. Para ello, como no, y en relación a esa altura de los tiempos que decimos, es necesario que se usen medios no jerarquizados, no lineales y estructurados entre la división que separa productores de consumidores.
Y sí, como dijimos al principio, es necesario que alguien lo haga, que algunos lo hagan. Porque si no lo hace ese alguien nadie lo va a hacer. Es necesario alguien que guarde memoria: pero no una memoria enciclopédica sino una memoria frágil, difusa, abierta a la pluralidad de lo efímero, que mantenga el misterio, la incertidumbre, que deje sitio a lo impredecible. Porque la escritura –craso error- no puede ir nunca pisándole los pies a los acontecimientos. La escritura requiera su tiempo de espera, de buscar las conectividades, de repensar las sinopsis, de barruntar sobre el abismo de esa idea en bucle que se nos presenta una y otra vez. Una memoria que centrifugue todo lo que cabe en una cabeza pero, sobre todo,  todo lo que ayude a crear la disyunción entre el yo y el él, entre el yo y el nosotros. Porque, como sostenía Derrida, “este secreto entre nosotros no es el nuestro”.
Y es que, a fin de cuentas, esa es el privilegio de la escritura frente a otras formas de crítica: que crea el acontecimiento heterocrónico, la fractura en el discurrir de lo dado, que altera la lógica del sentido. Que se toma (su) tiempo, que nos da (su) tiempo.
                Para acabar, un trocito de ese texto que nos ha servido de detonante. Sin duda, de lo mejor que se ha escrito sobre la crítica: “Usted publica un texto y luego otro, bastan dos textos publicados para que digan que usted hace crítica de arte, que usted es un crítico de arte, a usted el término le parece grandilocuente, y además simplón, porque encasilla, es como si quisieran obligarlo a que ocupe ese lugar y abogue por la causa y graduarlo de abogado del arte, o de la crítica de arte, y que usted diga, con cara compungida, que vivimos tiempos difíciles para la crítica de arte y darse así una importancia gremial o generacional para plantear la necesidad de la crítica de arte, pero usted sabe que la crítica no tiene un lugar o disciplina, usted es profundamente superficial, usted lee la filosofía como si fuera literatura y la literatura como si fuera filosofía, a usted le interesan más las historias que la Historia del Arte, antes que ser un crítico de arte, o académico o funcionario en una institución, usted quiere o pretende ser un escritor, un lector que lee para escribir, su compromiso no es con la academia o con su institución, así su filiación académica o institucional sean las que propician el espacio para que tengan lugar sus actos de lenguaje, su material son las palabras, y en el acto de escribir está implícita la crítica, usted sabe que no hay palabras neutras, que toda forma de escritura es una toma de posición, incluso desde su posición usted usa la crítica para ampliar el espacio de su posición, para no ser un administrador de la rutina o un funcionario de la repetición, para —empleado o desempleado— poder acceder a ese espacio inevitable, abierto, inagotable”.

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