jueves, 21 de julio de 2011

ARQUITECTURAS DEL SILENCIO


FRANK VAN DEL SALM

GALERÍA CASADO SANTAPAU: hasta 29 de julio

La mecánica es precisa. Una vez el inconsciente óptico es puesto sobre la mesa y exhumada con cada instantánea –con cada una de las miles de millones de instantáneas que existen-, el arte se eleva a tótem bien pensante de aquello último que el ojo puede llegar a ver.

El crack de las imágenes que denunció Virilio está a la vuelta de la esquina y el arte, como quien no quiere la cosa, no hace otra cosa que inflar el globo. Porque el arte se parapeta, se hace fuerte en esa especie de espacio intersticial donde la belleza tecnológica –cifrada las más de las veces en un esteticismo que conjuga lo imponente con los vestigios de vida humana- es reclamada como la quintaesencia de lo artístico.

Uno se planta en una de esas ferias que pueblan nuestra geografía y no ve más que imponentes arquitecturas, edificios inteligentes radiografiados en su hiperutilitarismo minimalista. El no-lugar ha dado paso a la entelequia arquitectónica que puebla nuestras tecno-pesadillas.

La fotografía parece embelesada en plasmar el rastro, la huella de vida que ya no es vida, que es simple ciberexistencia. El nano-acontecimiento: la absoluta obscenidad de nuestras vidas recluidas en espacios de telepresencia o ciberconectividad.

Lo nuevo sublime pareciera que es la plasmación de estas megaarquitecturas. Si la Naturaleza ha quedado reificada a base de progreso y cinismo, ahora lo que nos desborda es la plasmación de aquello que nos ha expropiado nuestras vidas de golpe.

Ya no somos más que marionetas en manos de la megalomanía del sistema. Exclusión/inclusión: el sistema funciona del modo más simple posible. Hipercomplejidad para una lógica tan precisa y simple como tenebrosa. Ya lo dijo Baudrillard: “al final se cumplirá el sueño social y no habrá más que excluidos”.

Las fotografías que presenta Frank van del Salm en la Galería Casado Santapau (la segunda muestra en la galería) parecen situarnos ante lo sublime hipermoderno: la absoluta invisibilidad –inviabilidad- de lo humano. Edificios enormes, fotografiados en primerísimo plano nos hablan de lo mastodóntico de nuestra era y de lo ínfimo de nuestros rastros.

Meros juegos de luces –los que se atisban detrás de los cristales de lo que seguro serán edificios donde se juega la hiperfluidez del capital-, simples espectros, sujetos zombificados: dentro del redil no hay más que fluidez a velocidad límite. Nuestro pathos es el de la dromótica de la velocidad límite y todo sucede a ritmo vertiginoso de simulacro.



 
La mirada zoom se acerca lo más posible a estos edificios que pueblan cualquiera de las urbes del mundo-pantalla para ser testigo de una vigilancia extraña. Luces, neones, atmósferas tecnológicas donde se atisba –o quizá simplemente se desea atisbar- alguna presencia. Nuestro mundo ha devenido una enorme ausencia estructural y el deseo se pliega a querer un encontronazo. No ya tanto voyeuristico ni vigilante, sino un encuentro que nos redima de nuestra destinación última: ser reducido a mero efecto de superficie, a mero dato cabalístico e infográfico con el que la maquinaria ejecute el siguiente movimiento. La burocratización apuntada por Weber ha llegado a ser la causa de una nausea existencial que nos reduce a dato, a información, a mera secuencia codificada de bytes.

Con una estética parecida a los lienzos neoplasticistas de Mondrian, lo que se esconde detrás de los grandes ventanales no es ya ninguna epifanía teosófica, sino más bien la antesala del Accidente, de un futuro que nos acecha detrás de cualquier esquina.

Estas grandes fotografías de Frank van del Salm nos remiten a eso mismo: a la imposibilidad de pensar el futuro más que como una gran catástrofe, como una decantación de todos los primados del ethos humano para quedar reducidos a meras fantasmagorías.

¿Deseamos ver dentro? No sabemos. En principio nos imaginamos las vidas de aquellos privilegiados a trabajar hasta altas horas de la noche y apartamos la mirada quedándonos mejor con lo sublime del envoltorio. O si no eso, la fascinación que nos produce el megaedificio vacío y regido por sus propias constantes nos aterra por exceso de realidad. Pero, más tarde, solo un poco más tarde, algo nos inquieta. Nosotros, como todos, también deseamos lo que se nos hace desear: también deseamos mirar y ser vistos, también deseamos pertenecer al solar devastado de todos nuestros sueños.

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