DALÍ: TODAS LAS SUGERENCIAS POÉTICAS Y TODAS LAS POSIBILIDADES PLÁSTICAS
MNCARS: hasta 02/09/13
No, no caigamos en la tentación de
buscar bajo las apariencias. El propio Dalí nos ha puesto la trampa y no
hacemos más que caer en ella una y otra vez. Su genialidad estriba en decir la
verdad cuando miente. Lo más característico de él, ese eniesto bigote, le sirve
–dice- para ocultarse. Mentira, o verdad. El tema no es ese. El tema es que Dalí expuso ante las miradas el
principio general de la ideología de la visibilidad capitalista. Y, para ello,
nada mejor que su propia persona. O, mejor dicho, su personaje. Estableciendo
una diferencia entre sus personas
pretende mantener oculto aquello que precisamente “salta a la vista”. La
pregunta entonces no es qué se ocultaba detrás de la máscara-bigote, sino qué
vemos al ver el bigote y, sobre todo, cómo lo vemos, bajo qué nuevas
condiciones de visibilidad el bigote-Dalí se nos auto-impone como símbolo del
genio o del fraude.
El arte de Dalí entonces está dirigido a ver de otra manera, a ver aquello que
vemos pero que creemos no estar viendo.
Su obra está dirigida a comprobar que no hay más que lo que se ve, que el arte
no es sino un truco de magia para esconderse o disfrazarse, para dar a ver otra cosa. Por ello Dalí es el primer artista-pantalla, el primer artista que sabe muy
bien, quizá demasiado bien, que por muchas diferencias que se traten de erigir,
nada escapa a la visibilidad capitalista. Lo mismo da que da lo mismo: ser un
genio o ser un fraude. La pregunta, insistimos, no es el qué sino el cómo.
El arte de después de la Segunda
Guerra mundial ha pasado de fase y ahora se inserta dentro de los mecanismos
ideológicos de una razón que ha invertido su proceder. Ya no se trata de oponer
a las apariencias un fogonazo de lo Real, sino que, más bien, es a la realidad
a la que hay que oponer una nueva apariencia, una nueva ficción, una ficción
que entre a jugar dentro de una dialéctica que absorbe todo para sí pero, claro
está, sin terminar ahogada en ninguno de sus polos. Y es que lo Real ya solo es
soportable como ficción, de modo que lo que hay que aprender es a reconocer la
parte de ficción de la realidad, ese excedente sobrante, el exceso improductivo
de Bataille.
La búsqueda vanguardista del otro lado
de las apariencias se ha descubierto como un momento dialéctico de la propia
ideológica del capital: como sostiene Zizek,
la pasión por lo Real ha terminado por convertirse en una estrategia ideológica
para no enfrentarnos con lo Real, una forma perfecta de decir lo contrario de
lo que se piensa.
Total y resumiendo: Dalí descubre que solo funcionando como imagen-aparente puede establecer cierta resistencia. Para ello, ahora como entonces, solo cabe una posibilidad: el arte de la fuga, del escapismo, del disfraz perpetuo. La pregunta –repetimos una vez más- no es quién es Dalí, ni quién se esconde detrás de ese bigote. La pregunta es porqué Dalí nos sigue mirando así, porqué le miramos así, y porqué es ese así el nudo borromeo de una dialéctica para la que no hay solución ni posiciones asignadas de antemano. Genio y fraude revierten por tanto en una fantasmología asentada sobre la propia dialéctica ideológica del tardocapitalismo: ambos momentos no son –como se nos quiere hacer creer- excluyentes sino que, más bien, se asientan en una apariencia fundacional para el capitalismo: hacernos creer que hay siempre un otro, un deseo más allá, un principio excluyente capaz de castrarnos.y contra el que hay que luchar.
Total y resumiendo: Dalí descubre que solo funcionando como imagen-aparente puede establecer cierta resistencia. Para ello, ahora como entonces, solo cabe una posibilidad: el arte de la fuga, del escapismo, del disfraz perpetuo. La pregunta –repetimos una vez más- no es quién es Dalí, ni quién se esconde detrás de ese bigote. La pregunta es porqué Dalí nos sigue mirando así, porqué le miramos así, y porqué es ese así el nudo borromeo de una dialéctica para la que no hay solución ni posiciones asignadas de antemano. Genio y fraude revierten por tanto en una fantasmología asentada sobre la propia dialéctica ideológica del tardocapitalismo: ambos momentos no son –como se nos quiere hacer creer- excluyentes sino que, más bien, se asientan en una apariencia fundacional para el capitalismo: hacernos creer que hay siempre un otro, un deseo más allá, un principio excluyente capaz de castrarnos.y contra el que hay que luchar.
Contra esta ideología espectral Dalí realiza la proeza de convertirse
en pura-imagen, en pura apariencia, un bigote capaz de crear siempre una
coartada, un camino de fuga sin profundidad alguna. El “yo soy una máquina” de Warhol es el “yo soy Dalí” sólo que veinte años más
tarde.
En definitiva: Dalí es un genio. O no.
Pero empecemos, mejor, por el final…
El éxito de esta exposición hay que
calibrarlo en una bien trenzada conclusión. Que quizá no haya que ir a Figueras
para comprobar de primera mano cómo el universo-Dalí se reduce, básicamente, a
tres cosas: una tontuna endémica transida de psicótica megalomanía, la
petulancia de un bigote como prueba de su mascarada biográfica y una
incomprensible pasión desnortada por los huevos fritos como pulsión
centrifugadora de todo el arsenal masturbatorio que exuda su obra. Y es que es
tanto lo que hay que escarbar en el “efecto Dalí” para llegar al artista que
uno se pierde en la escenificación que supuso su vida y que ahora, como no, la
museificación postmoderna trata de sacar tajada de la mejor forma posible. De
eso va esto del MNCARS: de
santificar la parusía de aquel que vino a salvarnos.
La egomanía como estrategia de
supervivencia cataliza una profusión casi religiosa de peregrinajes para ver el
sancta santorum de aquel que tuvo las
agallas de autocalificarse, en épocas ya nada geniales, de genio. La fantasmada
podía haber salido mal, pero la astucia del catalán jugó con precisión sus
cartas. Así, cuando el mundo devino lugar inhóspito para la propaganda
vanguardista, se hizo patente que solo cabían tres estrategias: o desaparecer
sin dejar rastro (Duchamp), seguir a
su bola en una serie infecta de pastiches con tufo demiúrgico (Picasso) o hacer del cinismo epocal
virtud y hacer del espectáculo medial en el que el mundo empezaba a convertirse
el hábitat perfecto para intentar una fuga en falso. Dalí, paranoico metódico, supo congeniar con la esquizofrenia
postmoderna.
De modo general, bien puede decirse
que Dalí era un dibujante genial
atrapado en una idea, más bien boba, de la que no se pudo separar en toda su
vida y que, como era de esperar, terminó por devorarle. Y es que eso del
surrealismo está bien, tiene –en época de búsqueda de grandes relatos- su
puntito de gracia. Buscar en los sueños, en el yo oculto del inconsciente, aquello que la realidad nos niega.
Pero, visto con cierta perspectiva, los riesgos endémicos de un sistema ocupado
en barruntar las posibilidades asubjetivas de la propia razón tenía todos los
números para desbarrar a lo grande.
Porque eso de que la liberación formal
de la imaginación creadora pudiera revertir de alguna forma en una emancipación
social se ha visto como una memez superlativa. Casi al instante de proponerse
como tal, el surrealismo pudo comprenderse como el favor que el mundo del
capital estaba esperando con ansias: capitalizar no ya solo las formas de la
conciencia sino, sobre todo y más importante, las de ese inconsciente colectivo
que ahora, asaltado por las fuerzas artística, se hará visible y susceptible de
ser aniquilado como posible campo de resistencia.
Y no es que con esto estemos negando
la mayor a formas disruptivas que eclosionaron con el advenimiento de una razón
ultracosificadora que ya no alienaba solamente el ámbito de producción humana,
sino que empezaba a enajenar lo más privativo del sujeto. Es que, en esto como
en todo, el apelar a fuerzas telúricas –desde Novalis hasta hoy mismo- se ha demostrado como el primer paso para
que la razón colapse terrenos ignotos hasta entonces.
El germen de toda esta problemática –a
la que entramos solo de soslayo- es que la dialéctica con la que ha funcionado
el arte no ha sido capaz de desprenderse del momento subjetivo como posibilidad
más fehaciente de resistencia. Así, recayendo en idealismo una y otra vez,
renegando de ese momento objetivo sobre el que ha de hacer funcionar la
dialéctica, el arte deviene en muy poco tiempo una trama asocial y apolítica
configurada a imagen y semejanza de la otrora razón que hubiera querido
revocar. En otras palabras: las vanguardias, como eclosión de una razón instrumental
que simulaba crear ámbitos de esperanza al precio de constreñir ya
definitivamente las subjetividades en simples módulos programados y alienados,
creyó ver paraísos ahí donde anidaban ya los primeros resortes del simulacro
capitalista. Así las cosas, con una razón acelerando el ritmo, las vanguardias
coligieron comprender un tanto inocentemente tal velocidad como la de la propia
emergencia de una nueva sociedad.
No por otra cosa las vanguardias se empeñaron en perpetrar, todas y cada una de ellas, un manifiesto. Es decir, su estética estaba dirigida políticamente a hacer patente la oportunidad única de hacer viable, de una u otra manera, la revolución. Con estos mimbres entonces normal que, en pocos años el golpetazo fuese terrible. La Segunda Guerra Mundial y una llamada al orden como estrategia a seguir en tiempos de desconcierto generalizado puso punto y final a los intentos más o menos desnortados de hallar resistencia en los cebos que la propia razón capitalista era ya capaz de disponer a su libre antojo.
No por otra cosa las vanguardias se empeñaron en perpetrar, todas y cada una de ellas, un manifiesto. Es decir, su estética estaba dirigida políticamente a hacer patente la oportunidad única de hacer viable, de una u otra manera, la revolución. Con estos mimbres entonces normal que, en pocos años el golpetazo fuese terrible. La Segunda Guerra Mundial y una llamada al orden como estrategia a seguir en tiempos de desconcierto generalizado puso punto y final a los intentos más o menos desnortados de hallar resistencia en los cebos que la propia razón capitalista era ya capaz de disponer a su libre antojo.
No
obstante, y contra todo pronóstico, es a partir de esta segunda parte de siglo
XX que la figura de Dalí toma proporciones
realmente importantes para la historia del arte contemporáneo. Sí Dalí debe ser revisitado, si esta
exposición tiene alguna razón de ser que no sea la de cuadrar números en época
de vacas flacas es para, de alguna manera, desvelar los mecanismos internos del
arte que hacen del Dalí epilogal un
resorte capaz de asumir para sí las nuevas potencialidades del arte de la
segunda era del capitalismo avanzado. Y esto, comprender la figura de Dalí como una torsión centrípeta del
arte sobre su propio eje y no como una mascarada donde cada uno acude a buscar
lo que mejor le cuadre (un artista, un genio, un falsario, un franquista, etc,
etc), es difícil de entender, incluso, diríamos, muy difícil.
El
quid de la cuestión, y que pensamos Dalí
fue perfectamente consciente, es que si las vanguardias tratan de adentrarse en
el terreno de lo Real, el arte de la sociedad del bienestar (con todos sus
nuevos ismos) paulatinamente va comprendiendo
que su ejercicio de ficción no es algo opuesto a la realidad (y en mayor o
menor medida verdadero), sino que no puede dejar de participar de la
fantasmagoría generalizada. Es decir, el arte asume para sí de una manera
general el reto de quedar definida como instancia de apariencia, sin poder proponerse ya más como verdad-Real.
Así, el método paranoico-crítico
inventado por él deviene una suerte de simulación de la anécdota general en el
que el mundo queda condensado. Si “el encuentro fortuito, sobre una mesa de
disección, de una máquina de coser y un paraguas” de Lautremont ha terminado por convertirse
en el pathos nivelador de una realidad que hace aguas por todas partes, el
método daliniano de unir objetos sin razón aparente no puede por menos que
reconocer su adiestramiento por las mecánicas del capital. La paranoia como
modulador de la identidad, como algo –en conveniencia con Lacan– que se autoimpone en una nueva racionalidad, deviene impulso
idealista y subjetivo, incapaz de hacer ya frente a las pulsiones esquizoides
del capitalismo avanzado Y es que, cuando la sinsorgada queda convertida en
acontecimiento, el querer mirar debajo de esas apariencias vía surreal no puede
por menos que provocar una sonora carcajada.
Dalí, sabedor entonces de que la lógica de
la apariencia ha devenido realidad, se traviste de gran esperpento para
realizar la más grande de sus obras: la de su propia vida. Pone la máquina a
funcionar no para tensar ese método paranoico-crítico de proliferación de
imágenes, sino para realizar una única imagen capaz de ajustarse a la altura de
los tiempos; una imagen tan paranoica como la nueva época, una imagen que, la
mires por donde la mires, siempre te devuelva el guiño esquivo de su reflejo
invertido. ¿Es un fraude o es un genio? Lo curioso –aquello que hay que
aprender– es que la única genialidad de Dalí
consistió en descubrir que ambos son lo mismo.
Tirando un poco de teoría deleuzniana
bien podía decirse que Dalí percibió un cambio radical en la nueva epocalidad
tardomoderna: de una impronta paranoica se pasó a una huella esquizoide en la
maquinaria social. La ley ya no se impone sino que se estrategiza. Ya no hay, bajo
las apariencias, ningún régimen simbólico al que desubliminar; el deseo no se libera
en ninguna catexis sino que fluye entre nódulos en una pantalla global. La
identidad perdida que Dalí trata de recuperar en la primera época se resuelve
en una racionalización idealista de una paranoia fundacional: el otro, el
padre, impone su poder como el gran Amo. La paranoia prescribe un teatro de las
apariencias donde el deseo no logra abrirse paso. Sin embargo, el otro Dalí, el Dalí postbélico, que huye a
Estados Unidos para después instalarse en la España franquista hasta su muerte,
descubre que lo que sea su identidad carece de interés, que de lo que se trata
es de abrirse paso libidinalmente entre series: entre ser-Dalí y no-ser-Dalí,
entre Dalí y Gala, entre Dalí y su padre, incluso, entre Salvador Dalí y Salvador
Dalí (el hermano mayor fallecido a los dos años) no hay identidad oculta alguna
sino una circularidad esquizoide en continua fuga, una repetición diferida
pretéritamente. Dalí pasa de representar
sus síntomas a experimentarlos: a experimentarse como pantalla, no ya “ser Dalí” sino ser Dalí como –diría Deleuze-
acontecimiento.
Dalí descubre que en la producción
repetida de sí mismo está el acto de creación. En esta línea de fuga Dalí se
mimetiza constantemente en una pantalla cuya única gran imagen es él mismo. De esta
catexis hiperfluíica viene la grandilocuencia de las frases que el dedica al
dinero: Dalí no se estruja los sesos
en ese romanticismo bobalicón de tosferina y buhardilla, que ve en el dinero el
testigo a la traición al propio arte. Dalí supera la contradicción para
situarse, de nuevo, en esa pantalla que todo lo iguala. Superar el dilema –falso
por ideológico- entre el genio y el fraude es diferir en la propia repetición
que el dinero –como máximo flujo indiferenciado- otorga. Tensando un poco más
esta gramática libidinal de la genialidad, Dalí
ofrece un delirio fantasmal como prueba de que ya no hay playas de libertad que
descubrir. Toda su pánfila verborrea son guiños a un espectador desnortado que
no sabe que se la están dando en sus propias narices. Es justamente este Dalí el que no falsea: el que da a cada
uno lo que su merecido.
En definitiva, y para ir concluyendo, Dalí fue un ilustrado de la razón
cínica avant la lettre, cuando eso de
ser postmoderno aún no se llevaba. Dalí
es un exceso que comprende antes que nadie que ese exceso solo puede redundar
como jouissance en un gran otro, en
una gran imagen en devenir donde, como dijera Regis Debray, museificarse en vida, donde todas las pulsiones construyan
un efecto-pantalla. Es en esta jouissance
donde la impotencia declarada del propio Dalí adquiere la forma de una
discursividad no ya surrealista –como suele pensarse-, sino esquizoide, en fuga
constante. Ser Dalí deviene entonces
el suplemento excesivo de la propia vida; es saber descubrir la ficción de la
vida en toda su realidad; es saber no que lo real está oculto bajo apariencias,
sino que en lo real hay siempre un exceso y que ahí justo está lo
revolucionario: en experimentarlo.
Si, con Lacan, detrás de la imagen está la mirada, la verdadera genialidad
de Dalí estriba en conseguir, al
tiempo, que dicha mirada no deje de mirarnos: ¿soy un genio?, ¿soy un fraude?
Contesta. No sabes porque, realmente, no me ves:
he conseguido lo imposible: ocultarme en mi bigote.
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