viernes, 24 de mayo de 2013

DALÍ O LAS APORÍAS DEL GENIO: DEL PARANOICO AL ESQUIZO

 

DALÍ: TODAS LAS SUGERENCIAS POÉTICAS Y TODAS LAS POSIBILIDADES PLÁSTICAS
MNCARS: hasta 02/09/13

 Philippe Halsman: ¿Por qué lleva usted bigote?
            Salvador Dalí: Para pasar desapercibido

No, no caigamos en la tentación de buscar bajo las apariencias. El propio Dalí nos ha puesto la trampa y no hacemos más que caer en ella una y otra vez. Su genialidad estriba en decir la verdad cuando miente. Lo más característico de él, ese eniesto bigote, le sirve –dice- para ocultarse. Mentira, o verdad. El tema no es ese. El tema es que Dalí expuso ante las miradas el principio general de la ideología de la visibilidad capitalista. Y, para ello, nada mejor que su propia persona. O, mejor dicho, su personaje. Estableciendo una diferencia entre sus personas pretende mantener oculto aquello que precisamente “salta a la vista”. La pregunta entonces no es qué se ocultaba detrás de la máscara-bigote, sino qué vemos al ver el bigote y, sobre todo, cómo lo vemos, bajo qué nuevas condiciones de visibilidad el bigote-Dalí se nos auto-impone como símbolo del genio o del fraude.

El arte de Dalí entonces está dirigido a ver de otra manera, a ver aquello que vemos pero que creemos no estar viendo. Su obra está dirigida a comprobar que no hay más que lo que se ve, que el arte no es sino un truco de magia para esconderse o disfrazarse, para dar a ver otra cosa. Por ello Dalí es el primer artista-pantalla, el primer artista que sabe muy bien, quizá demasiado bien, que por muchas diferencias que se traten de erigir, nada escapa a la visibilidad capitalista. Lo mismo da que da lo mismo: ser un genio o ser un fraude. La pregunta, insistimos, no es el qué sino el cómo.

El arte de después de la Segunda Guerra mundial ha pasado de fase y ahora se inserta dentro de los mecanismos ideológicos de una razón que ha invertido su proceder. Ya no se trata de oponer a las apariencias un fogonazo de lo Real, sino que, más bien, es a la realidad a la que hay que oponer una nueva apariencia, una nueva ficción, una ficción que entre a jugar dentro de una dialéctica que absorbe todo para sí pero, claro está, sin terminar ahogada en ninguno de sus polos. Y es que lo Real ya solo es soportable como ficción, de modo que lo que hay que aprender es a reconocer la parte de ficción de la realidad, ese excedente sobrante, el exceso improductivo de Bataille.

La búsqueda vanguardista del otro lado de las apariencias se ha descubierto como un momento dialéctico de la propia ideológica del capital: como sostiene Zizek, la pasión por lo Real ha terminado por convertirse en una estrategia ideológica para no enfrentarnos con lo Real, una forma perfecta de decir lo contrario de lo que se piensa.


Total y resumiendo: Dalí descubre que solo funcionando como imagen-aparente puede establecer cierta resistencia. Para ello, ahora como entonces, solo cabe una posibilidad: el arte de la fuga, del escapismo, del disfraz perpetuo. La pregunta –repetimos una vez más- no es quién es Dalí, ni quién se esconde detrás de ese bigote. La pregunta es porqué Dalí nos sigue mirando así, porqué le miramos así, y porqué es ese así el nudo borromeo de una dialéctica para la que no hay solución ni posiciones asignadas de antemano. Genio y fraude revierten por tanto en una fantasmología asentada sobre la propia dialéctica ideológica del tardocapitalismo: ambos momentos no son –como se nos quiere hacer creer- excluyentes sino que, más bien, se asientan en una apariencia fundacional para el capitalismo: hacernos creer que hay siempre un otro, un deseo más allá, un principio excluyente capaz de castrarnos.y contra el que hay que luchar.

Contra esta ideología espectral Dalí realiza la proeza de convertirse en pura-imagen, en pura apariencia, un bigote capaz de crear siempre una coartada, un camino de fuga sin profundidad alguna. El “yo soy una máquina” de Warhol es el “yo soy Dalí” sólo que veinte años más tarde. 

En definitiva: Dalí es un genio. O no.

Pero empecemos, mejor, por el final…

El éxito de esta exposición hay que calibrarlo en una bien trenzada conclusión. Que quizá no haya que ir a Figueras para comprobar de primera mano cómo el universo-Dalí se reduce, básicamente, a tres cosas: una tontuna endémica transida de psicótica megalomanía, la petulancia de un bigote como prueba de su mascarada biográfica y una incomprensible pasión desnortada por los huevos fritos como pulsión centrifugadora de todo el arsenal masturbatorio que exuda su obra. Y es que es tanto lo que hay que escarbar en el “efecto Dalí” para llegar al artista que uno se pierde en la escenificación que supuso su vida y que ahora, como no, la museificación postmoderna trata de sacar tajada de la mejor forma posible. De eso va esto del MNCARS: de santificar la parusía de aquel que vino a salvarnos.

La egomanía como estrategia de supervivencia cataliza una profusión casi religiosa de peregrinajes para ver el sancta santorum de aquel que tuvo las agallas de autocalificarse, en épocas ya nada geniales, de genio. La fantasmada podía haber salido mal, pero la astucia del catalán jugó con precisión sus cartas. Así, cuando el mundo devino lugar inhóspito para la propaganda vanguardista, se hizo patente que solo cabían tres estrategias: o desaparecer sin dejar rastro (Duchamp), seguir a su bola en una serie infecta de pastiches con tufo demiúrgico (Picasso) o hacer del cinismo epocal virtud y hacer del espectáculo medial en el que el mundo empezaba a convertirse el hábitat perfecto para intentar una fuga en falso. Dalí, paranoico metódico, supo congeniar con la esquizofrenia postmoderna.

De modo general, bien puede decirse que Dalí era un dibujante genial atrapado en una idea, más bien boba, de la que no se pudo separar en toda su vida y que, como era de esperar, terminó por devorarle. Y es que eso del surrealismo está bien, tiene –en época de búsqueda de grandes relatos- su puntito de gracia. Buscar en los sueños, en el yo oculto del inconsciente, aquello que la realidad nos niega. Pero, visto con cierta perspectiva, los riesgos endémicos de un sistema ocupado en barruntar las posibilidades asubjetivas de la propia razón tenía todos los números para desbarrar a lo grande.

Porque eso de que la liberación formal de la imaginación creadora pudiera revertir de alguna forma en una emancipación social se ha visto como una memez superlativa. Casi al instante de proponerse como tal, el surrealismo pudo comprenderse como el favor que el mundo del capital estaba esperando con ansias: capitalizar no ya solo las formas de la conciencia sino, sobre todo y más importante, las de ese inconsciente colectivo que ahora, asaltado por las fuerzas artística, se hará visible y susceptible de ser aniquilado como posible campo de resistencia.

Y no es que con esto estemos negando la mayor a formas disruptivas que eclosionaron con el advenimiento de una razón ultracosificadora que ya no alienaba solamente el ámbito de producción humana, sino que empezaba a enajenar lo más privativo del sujeto. Es que, en esto como en todo, el apelar a fuerzas telúricas –desde Novalis hasta hoy mismo- se ha demostrado como el primer paso para que la razón colapse terrenos ignotos hasta entonces.

El germen de toda esta problemática –a la que entramos solo de soslayo- es que la dialéctica con la que ha funcionado el arte no ha sido capaz de desprenderse del momento subjetivo como posibilidad más fehaciente de resistencia. Así, recayendo en idealismo una y otra vez, renegando de ese momento objetivo sobre el que ha de hacer funcionar la dialéctica, el arte deviene en muy poco tiempo una trama asocial y apolítica configurada a imagen y semejanza de la otrora razón que hubiera querido revocar. En otras palabras: las vanguardias, como eclosión de una razón instrumental que simulaba crear ámbitos de esperanza al precio de constreñir ya definitivamente las subjetividades en simples módulos programados y alienados, creyó ver paraísos ahí donde anidaban ya los primeros resortes del simulacro capitalista. Así las cosas, con una razón acelerando el ritmo, las vanguardias coligieron comprender un tanto inocentemente tal velocidad como la de la propia emergencia de una nueva sociedad.


No por otra cosa las vanguardias se empeñaron en perpetrar, todas y cada una de ellas, un manifiesto. Es decir, su estética estaba dirigida políticamente a hacer patente la oportunidad única de hacer viable, de una u otra manera, la revolución. Con estos mimbres entonces normal que, en pocos años el golpetazo fuese terrible. La Segunda Guerra Mundial y una llamada al orden como estrategia a seguir en tiempos de desconcierto generalizado puso punto y final a los intentos más o menos desnortados de hallar resistencia en los cebos que la propia razón capitalista era ya capaz de disponer a su libre antojo.

            No obstante, y contra todo pronóstico, es a partir de esta segunda parte de siglo XX que la figura de Dalí toma proporciones realmente importantes para la historia del arte contemporáneo. Sí Dalí debe ser revisitado, si esta exposición tiene alguna razón de ser que no sea la de cuadrar números en época de vacas flacas es para, de alguna manera, desvelar los mecanismos internos del arte que hacen del Dalí epilogal un resorte capaz de asumir para sí las nuevas potencialidades del arte de la segunda era del capitalismo avanzado. Y esto, comprender la figura de Dalí como una torsión centrípeta del arte sobre su propio eje y no como una mascarada donde cada uno acude a buscar lo que mejor le cuadre (un artista, un genio, un falsario, un franquista, etc, etc), es difícil de entender, incluso, diríamos, muy difícil.

            El quid de la cuestión, y que pensamos Dalí fue perfectamente consciente, es que si las vanguardias tratan de adentrarse en el terreno de lo Real, el arte de la sociedad del bienestar (con todos sus nuevos ismos) paulatinamente va comprendiendo que su ejercicio de ficción no es algo opuesto a la realidad (y en mayor o menor medida verdadero), sino que no puede dejar de participar de la fantasmagoría generalizada. Es decir, el arte asume para sí de una manera general el reto de quedar definida como instancia de apariencia, sin poder proponerse ya más como verdad-Real.

Así, el método paranoico-crítico inventado por él deviene una suerte de simulación de la anécdota general en el que el mundo queda condensado. Si “el encuentro fortuito, sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas” de Lautremont ha terminado por convertirse en el pathos nivelador de una realidad que hace aguas por todas partes, el método daliniano de unir objetos sin razón aparente no puede por menos que reconocer su adiestramiento por las mecánicas del capital. La paranoia como modulador de la identidad, como algo –en conveniencia con Lacan– que se autoimpone en una nueva racionalidad, deviene impulso idealista y subjetivo, incapaz de hacer ya frente a las pulsiones esquizoides del capitalismo avanzado Y es que, cuando la sinsorgada queda convertida en acontecimiento, el querer mirar debajo de esas apariencias vía surreal no puede por menos que provocar una sonora carcajada.  


Dalí, sabedor entonces de que la lógica de la apariencia ha devenido realidad, se traviste de gran esperpento para realizar la más grande de sus obras: la de su propia vida. Pone la máquina a funcionar no para tensar ese método paranoico-crítico de proliferación de imágenes, sino para realizar una única imagen capaz de ajustarse a la altura de los tiempos; una imagen tan paranoica como la nueva época, una imagen que, la mires por donde la mires, siempre te devuelva el guiño esquivo de su reflejo invertido. ¿Es un fraude o es un genio? Lo curioso –aquello que hay que aprender– es que la única genialidad de Dalí consistió en descubrir que ambos son lo mismo.

Tirando un poco de teoría deleuzniana bien podía decirse que Dalí percibió un cambio radical en la nueva epocalidad tardomoderna: de una impronta paranoica se pasó a una huella esquizoide en la maquinaria social. La ley ya no se impone sino que se estrategiza. Ya no hay, bajo las apariencias, ningún régimen simbólico al que desubliminar; el deseo no se libera en ninguna catexis sino que fluye entre nódulos en una pantalla global. La identidad perdida que Dalí trata de recuperar en la primera época se resuelve en una racionalización idealista de una paranoia fundacional: el otro, el padre, impone su poder como el gran Amo. La paranoia prescribe un teatro de las apariencias donde el deseo no logra abrirse paso. Sin embargo, el otro Dalí, el Dalí postbélico, que huye a Estados Unidos para después instalarse en la España franquista hasta su muerte, descubre que lo que sea su identidad carece de interés, que de lo que se trata es de abrirse paso libidinalmente entre series: entre ser-Dalí y no-ser-Dalí, entre Dalí y Gala, entre Dalí y su padre, incluso, entre Salvador Dalí y Salvador Dalí (el hermano mayor fallecido a los dos años) no hay identidad oculta alguna sino una circularidad esquizoide en continua fuga, una repetición diferida pretéritamente. Dalí pasa de representar sus síntomas a experimentarlos: a experimentarse como pantalla,  no ya “ser Dalí” sino ser Dalí como –diría Deleuze- acontecimiento.

Dalí descubre que en la producción repetida de sí mismo está el acto de creación. En esta línea de fuga Dalí se mimetiza constantemente en una pantalla cuya única gran imagen es él mismo. De esta catexis hiperfluíica viene la grandilocuencia de las frases que el dedica al dinero: Dalí no se estruja los sesos en ese romanticismo bobalicón de tosferina y buhardilla, que ve en el dinero el testigo a la traición al propio arte. Dalí supera la contradicción para situarse, de nuevo, en esa pantalla que todo lo iguala. Superar el dilema –falso por ideológico- entre el genio y el fraude es diferir en la propia repetición que el dinero –como máximo flujo indiferenciado- otorga. Tensando un poco más esta gramática libidinal de la genialidad, Dalí ofrece un delirio fantasmal como prueba de que ya no hay playas de libertad que descubrir. Toda su pánfila verborrea son guiños a un espectador desnortado que no sabe que se la están dando en sus propias narices. Es justamente este Dalí el que no falsea: el que da a cada uno lo que su merecido.

En definitiva, y para ir concluyendo, Dalí fue un ilustrado de la razón cínica avant la lettre, cuando eso de ser postmoderno aún no se llevaba. Dalí es un exceso que comprende antes que nadie que ese exceso solo puede redundar como jouissance en un gran otro, en una gran imagen en devenir donde, como dijera Regis Debray, museificarse en vida, donde todas las pulsiones construyan un efecto-pantalla. Es en esta jouissance donde la impotencia declarada del propio Dalí adquiere la forma de una discursividad no ya surrealista –como suele pensarse-, sino esquizoide, en fuga constante. Ser Dalí deviene entonces el suplemento excesivo de la propia vida; es saber descubrir la ficción de la vida en toda su realidad; es saber no que lo real está oculto bajo apariencias, sino que en lo real hay siempre un exceso y que ahí justo está lo revolucionario: en experimentarlo.

Si, con Lacan, detrás de la imagen está la mirada, la verdadera genialidad de Dalí estriba en conseguir, al tiempo, que dicha mirada no deje de mirarnos: ¿soy un genio?, ¿soy un fraude? Contesta. No sabes porque, realmente, no me ves: he conseguido lo imposible: ocultarme en mi bigote.  

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