PABLO
VALBUENA: CRONO-GRAFÍA
GALERÍA
MAX ESTRELLA: 06/04/13-31/05/13
Esto, que al principio pasó un tanto desapercibido,
ha ido tomando mayor protagonismo al tiempo que la razón se ha ido haciendo fuerte
en sus presupuestos más cosificadores y regresivos. Quizá el punto de no
retorno vino auspiciado por la emergencia de los nuevos regímenes de
reproducción de la imagen. Porque, mientras la fuerza de producción estaba ligada
a la corporalidad del artista, las relaciones de producción no podían, por
mucho que quisieran, variar mucho en sus requisitos. Sin embargo, la
transformación de los modos de reproducción y exhibición del arte -debido a las
nuevas condiciones que imponía la reproductibilidad técnica como fuerza de
producción inmaterial- aceleró la necesidad de crítica del arte respecto a sus
nuevas condiciones.
Dicho de otra manera: si el campo
estético se comprende como instancia autónoma donde lo social y lo político toman
forma sensible de modo que se pueda trabajar críticamente con ese material, el
cambio de función que Benjamin vio
provocado por la emergencia de los nuevos modos de difusión y producción
artísticos, no hicieron sino acentuar la propia capacidad de la estética para
comprenderse como dispositivo crítico con toda la producción ilustrada, entre
ellas, como no, el propio arte.
Así, hoy en día, las estrategias artísticas
preocupadas en reflexionar acerca de las propias condiciones de existencia del
arte se multiplican casi ad infinitum.
Desde el propio material artístico hasta el mercado del arte a escala mundial,
nada queda fuera de esta vorágine autoreflexiva: la exposición, el cubo blanco,
el cubo negro, la ideología inherente a la propuesta expositiva, la figura del
artista, del comisario, del espectador, del coleccionista, de la propia obra de
arte, el museo-exposición como dispositivo visibilidad, la muerte de la
pintura, del arte, el estatuto actual de la escultura, de la performances, etc,
etc., etc.
Lo difícil de este planteamiento es
saber cuando la autoreflexión logra socavar alguna premisa fundacional del arte
y cuando, por el contrario, no se trata más que de una estrategia archisabida
que tiene en eso de la autoreflexión la oportunidad manifiesta para hacer cada
uno de su capa un sayo. Porque esta capacidad del arte para pensarse a sí mismo
no es una gracieta más acuñada por un arte sobredimensionado filosóficamente
sino que, de forma original, es su más clara razón de ser: solo pensándose
logra el arte todavía atesorar sobre sí alguna capacidad de crítica disensual
frente a la implantación cada vez más programática de una razón hegemónica. Es decir,
la posibilidad de autonomía para el arte viene cifrada en la capacidad del arte
de resignificarse constantemente con su propio legado e historia.
Quien en el curso del último mes y
medio, desde que el día 6 de abril se inauguró la exposición, haya ido
asiduamente a la galería Max Estrella
habrá podido comprobar cómo sus paredes, en contraposición al propio espacio
expositivo que permanece invariablemente vacío, se llenan cada vez más de
dibujos poliédricos: cuadrados, rectángulos, círculos, intersecando entre ellos
y de diferentes tamaño pueblan paulatinamente las paredes de la galería de una
arquitectura bidimensional suprematista que si bien tiene algo de orgánico
remite a una lógica que es preciso desenmascarar y que supone el grueso de
reflexividad de la exposición.
Estas líneas poligonales remiten a una
ausencia que da qué pensar, una
ausencia que si bien puede pasar, como de costumbre, desapercibida, es capaz de
conciliar en torno a sí una reflexividad acerca del propio hecho de “exponer”.
Porque esos vacíos no son sino los emplazamientos que en los últimos años
(desde 2010) han ocupado las diferentes obras de arte que han formado las
propias exposiciones de la galería Max Estrella.
Siguiendo un orden inverso, empezando por la última exposición (la de Perianes), en total quedarán “representadas”
193 piezas referidas a 16 exposiciones.
Así, paulatinamente, las paredes, suelo e incluso techo de la sala de
exposiciones tomarán una densidad gráfica que, lejos de representar nada,
apuntarán a un vaciado simbólico, a una huella que no supone ninguna respuesta
sino, más bien, muchas preguntas: ¿qué estamos comprendiendo por arte?, ¿a qué
condiciones –de exhibición y producción- lo estamos llevando?
Si el trabajo de Pablo
Valbuena se ha interesado en la interrelación espacio/tiempo creando para
ello interesantes arquitecturas temporales, en esta ocasión esta reflexión le
lleva a situarse en el núcleo duro de lo artístico.
Y si decimos lo artístico es porque con sus cronografías va desvelando otro
entramado, parejo a este que nos ofrece, y que atiende al nombre de “mundo
artístico”. La densidad gráfica que paulatinamente tomará la sala servirá de
catalizador para hacer evidente, precisamente, aquello que no se ve y que, en
el ser propio de una exposición, quedo oculto como ideología. Qué se entiende
por “arte”, por exposición, por obra, por obra cerrada y acabada, en qué
condiciones de celeridad trabajan todos los agentes implicados, cómo a fin de
cuentas es el capital el que dicta sentencia –se vende/no se vende.
Superponiendo huellas, Valbuena logra un sustrato inmaterial e inasible pero que golpea
precisamente por su hacer visible lo que no se ve. El espectador, entre esos
lugares vacíos, va configurando una topografía ideológica que es siempre
ocultada por las propias estructuras de posibilidad del arte. Así, lo que hace
esta inteligente exposición es delinear un mapa de la memoria de un arte que,
lejos de atrincherarse en su acabamiento, en su estar a la espera, se lanza
desbocado en busca de no se sabe qué: una bocanada de aire más, una algo de refresco,
un poco de tiempo, una postrera jugada maestra.
Y lo peor es que sabe, la mayor parte de las veces,
que la suya no es sino una jugada perdida, una tirada de dados que, antes o
después, será devorado por los tiburones de la cosificación tardomoderna. No obstante,
esa autoreflexividad que arriba designamos como la característica más preciada
del arte es la marca de su insolubilidad: por muy mal que esté la cosa, por
mucho que sea el campo ganado por los mundos regresivos del capital, siempre el
arte, anclado en esa autonomía autoreflexiva, será garante de una emancipación
siempre a la espera. Exposiciones como ésta, que aciertan levemente a sopesar
esa potencialidad nunca sedimentada por el oprobio de la mismidad, marcan
siempre esa otra ruta, nunca seguida al pie de la letra pero sí que, en esa
ausencia -como la de los contornos de Valbuena-,
necesaria.
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