Estimado Mario,
Sabes que sigo tus andanzas florentinas con desacostumbrada pasión y que
las fotografías que subes en tu muro de Facebook son los únicos instantes de
pétrea belleza que puedo permitirme al día –qué digo al día ¡a la semana! Nunca
he ido a Florencia y, tal y como van las cosas, creo que nunca lo haga. Una
vez, ciertamente, estuve cerca: ideé un pequeño plan de escape con el aliciente
de ir a ver un concierto de Dylan –sí, soy muy carca–, pero al final resultó
todo frustrado. También, he de decir, guardo cierta pasión futbolera con la
ciudad. Allí militó el más grande futbolista de casi todos los tiempos: Gabriel
Omar Batistuta.
Pero dejemos estos pormenores que no son otra cosa sino un dilatar el
momento en el que, de una vez por todas, tengo que ponerme a escribir, a
escribirte. He leído y releído tu crítica acerca de la exposición de Ai Weiwei
en el Palazzo Strozzi que apareció en CTXT la pasada semana. Lejos de los
melifluos parabienes que pudiera comentarte sobre un texto redondo en todos sus
aspectos, lo fundamental es esa sabiduría que destilan tus palabras concentrada
en reconocernos rodeados por una panda de timadores, por una banda de
apandadores de la peor calaña cuya única misión es hacernos comulgar con ruedas
de molino para que así, distraídos en simular que escrutamos los signos de los
tiempos, no dejemos de mirarnos el dedo mientras la luna desaparece sin dejar
más rastro que nuestra bobalicona sonrisa.
Si Benjamin decía que "una filosofía que no es capaz de incluir y explicar
la posibilidad de adivinar el futuro a partir de los posos de café, no puede
ser una filosofía autentica", lo cierto es que la ideología estética en la
que estamos sumidos hace su trabajo a la perfección: no hay futuro que adivinar
porque todo es un continuo presente con el cauterizar la herida de una vida que
se nos va por el sumidero. Lo único que deseamos es que nos chuten con la dosis
de distracción necesaria para calmar nuestras ansias por un Accidente Global
que no termina de llegar. Para ello el arte, obras como las de Weiwei, es una
instancia ideológica fundamental para, mientras llega la hecatombe, no levantar
sospechas: realmente, no hay ya nada que esperar. Como bien dices, “es contra este síndrome por el que
deberíamos poner una pica en Flandes, es ahí mismo donde tenemos que plantarle
batalla a tanta mercadotecnia museológica”.
Perdona si comparto públicamente esta sensación: aquí cada uno debe llevar
en soledad su disconformidad. Para eso están las redes sociales, para hacer más
patente la soledad de toda toma de posición crítica, para fracturar sin que nos
demos cuenta el conjunto de los alegatos que en contra del estado actual de
cosas pueden ser enarbolados. Pero si escribo esto, si te escribo esto, es
alentado por la certeza de que lo que nos espera solo puede ir a peor.
Todo es extrañamente nimio: nada importa en demasía pero eso hace que el
resultado sea, como poco, catastrófico. Si despistados estamos –en mayor o
menor medida– todos nosotros, qué decir de los medios de comunicación:
desnortados, sin saber muy bien si rendirse a los parabienes de un arte que
juega la carta secreta de poder investir sensibilidades hacia el delirio
nihilista con un solo dedo o si hacer ver al público que el emperador está
desnudo, abogan por lo primero no sea que alguien pida explicaciones. Lo que
has reseñado acerca de los medios de comunicación italianos es desolador: ver
la paja en ojo ajeno no es óbice, claro está, para no ver la viga en el propio.
Pero uno pensaba que allá afuera la cosa daría, por lo menos, un poco más de
vergüenza. Ya veo que no. Y eso, además de entristecernos por unos breves
instantes de congoja, no puede sino hacernos más fuertes en el alegato vital
por una praxis estética al menos diferente.
Pero vayamos al
núcleo duro: la obra de Weiwei, su entronización occidental a los altares del
arte, es el síntoma predilecto que deja ver la enfermedad que nos está
sumiendo, a este mismo Occidente, en la moribundía más desoladora: la de la
libertad. Ni más ni menos. Una cosa así como “dime de qué presumes y te diré de
qué careces”. Gozamos, sin duda, de un buen simulacro de libertad; pero sin
ningún poso de responsabilidad desde donde desplegarla, aquella, la libertad,
no es sino el paño caliente que se pone para cubrir precisamente nuestra falta,
nuestra actual facies hippocratica. A cualquier reclamo
cedemos nuestros instintos y nuestros más que loables intereses porque, seamos
claros, todo nos importa bastante poco.
Es así que el refrito
de libertad que nos ofrece Weiwei, su puesta en escena, su representación
estética, más que hacernos pensar en nuestros miedos –miedo al otro, a los
otros…a nosotros mismos– nos anestesia y nos calma en una respuesta estética bien
precisa e ideológicamente sobrevenida: pobrecillo, qué mal lo pasó. O, en esa
labor de recordarnos la catástrofe humanitaria a la que asistimos en cada
telediario y que Weiwei toma como tema general, pobrecillos, qué mal lo deben
de estar pasando. Sí: aquí gozamos de un régimen de terror bien administrado
donde la libertad, más que disfrutarla, nos da carta blanca para poner
barreras, para desolarnos frente a ciertas imágenes mientras elaboramos leyes
para medir con precisión el número de pasaportes de ciudadanía que podemos
repartir.
En este mismo
sentido, ¿no son esas balsas que ha colocado nuestro amigo en las ventanas del Palazzo Strozzi la representación más precisa de nuestro cinismo? Y es que
somos sepulcros blanqueados, preocupados simplemente por guardar las
apariencias, porque desde el exterior se nos vea profundamente conmovidos y
preocupados por la situación. Es por ello que, cómo dices, la “culpa” no sea de
Weiwei. O, como poco, él no es el problema. No sólo dará los buenos días a sus
vecinos sino que de encontrármele yo mismo en el rellano del ascensor, aseguro
que no aceleraría los pasos como –he de confesar– hago con el resto de vecinos
de mi bloque.
El problema somos nosotros. Que no hayas encontrado ni “una sola nota en la prensa italiana
que ponga en cuestión la legitimidad de esta exposición o la validez de lo que
se expone” solo puede tener, al tiempo que esa indolencia periodística que
antes hemos apuntado, una razón: que nos hemos creído el cuento porque, más que
nada, es la historia que más nos conviene. Mientras este “pobre” hombre siga
exponiendo su lucha y su afán por recobrar y conquistar la libertad, por
ofrecérnosla en bandeja de plata, nosotros podemos seguir a lo nuestro, haciendo
como si tal cosa, como si nos preocupase algo más que nuestro ombligo. Con
montar exposiciones de un artista chino reconvertido en activista disidente con
títulos como este de Libero tenemos
más que suficiente para seguir aquilatados en unos valores de los que solo
queda un vacío cascarón a la deriva
Mi conclusión es que
a este artista se le adora en este Occidente nuestro porque no es ni más ni
menos que la encarnación de nuestra inversión especular en la pantalla
ideológica. Nos sumamos a sus intereses, mitificamos su disidencia, elogiamos
su valentía…porque en el fondo nos importa un pito. En una sociedad como la
nuestra donde el pegamento comunal es el del mutuo desinterés, las luchas de Ai
Weiwei son la quintaesencia de ese desinterés ilustrado con el que el arte
conquistó su autonomía. Es ahora cuando, por fin, el desinterés es patente:
nada nos importa menos que las correrías de un artista chino es su procelosa
relación con la operativa de un estado tiránico, nada nos puede interesar menos
que las consignas que un artista chino pueda ofrecernos acerca de lo mal que,
parece, van las cosas ahí fuera.
Así pues, la cosa
está clara: Weiwei nos hace un gran
servicio. Somos unos meapilas y lo sabemos, preferimos la floritura de
sentirnos representado por un “extraño” que apostar por sacarnos nosotros
mismos las castañas del fuego. Es decir: este artista nos permite el doble
salto mortal con tirabuzón invertido: asociarnos a una causa justa que sabemos
en nada cambia nuestra realidad bien aseadita.
Si la pregunta
flotante que sobrevuela la historia reciente de Occidente es la de la responsabilidad
–¿somos, y en qué medida, responsables de los otros?, ¿de esos que mueren
escapando de la guerra?, ¿qué son masacrados por algún tirano al otros lado de
nuestras fronteras?– la figura de Ai Weiwei nos permite silenciar esa pregunta
y simular que damos una respuesta a la altura de las circunstancias. Las cuitas
políticas de Ai –desproporcionalmente seguidas por Occidente– nos permite
ejercitarnos en la cínica respuesta con la que simulamos que todavía podemos
soportar cierta responsabilidad, que todavía estamos atentos a la pregunta del
otro cuando lo cierto es que pocas cosas nos importan menos.
Lo curioso es que, si
mi reflexión es correcta, esa instrumentalización que denuncias de unas obras
de arte tratadas “como un pequeño eje de negocio magnético cuyo interés radica
en todo menos en el arte”, delatan al mismo tiempo, mejor que cualquier otra
cosa, la sordidez de nuestros intereses. ¿Existe otro lugar donde “la
especulación y la ruina de los valores culturales” queden tan bien
representados que en esas balsas o, lo mismo da, en esos nenúfares hechos de
chalecos salvavidas que ha dispuesto en el estanque del Palacio Belvedere de Viena? Sin duda que no. Tanto es así que la obra de Weiwei
puede ser vista como la paradoja de un Occidente que eleva a los altares del
arte a aquel que sufre la tiranía opresora de un régimen dictatorial pero que
duda en hacer lo mismo con millones de exiliados que huyen de ese mismo poder
despótico.
Es ahí donde no podemos dejar de ver
una luz al final del túnel: el arte –vía negatividad de sus pilares idealistas– debería esforzarse por plasmar el simulacro en el que
se ha convertido, debería clamar y poner en limpio la atrofia de todo ejercicio
de libertad desde el que presumiblemente parte. Que lo haga de esta forma
usufructuaria y con la rúbrica del artista como genio, que lo haga
ofreciéndonos aquello precisamente de lo que carecemos, no deja de aludir a la
precisión dialéctica de su devenir mecanismo ideológico. Qué sus obras nos
ofrezcan en alta fidelidad el cinismo que nos consume, la melancolía y sordidez
de nuestras vidas y que nosotros confundamos churras con merinas y veamos en
tales ejercicios, simplemente, “obras de arte”, es algo que solo tiene una
explicación: estamos enfermos.
Lo
que está claro es que Weiwei no quiere devolvernos la libertad, tampoco que
sintamos su propia (falta de) libertad mientras crea: él no sabe lo que quiere.
Tampoco la institución-arte sabe demasiadas cosas. Es solo el arte quien, como
venganza a nuestra cortedad de miras, nos abofetea sin piedad mientras nosotros
aplaudimos el espectáculo.
Apuntas –y con esto concluyo– a la
confusión de todo ese acervo de posiciones críticas que toman el readymade duchampiano como único concepto
comprensivo de la obra de Weiwei. Es, apuntas, “algo así como decir que un desnudo de Herb Ritts
desciende de Miguel Ángel o que tú, yo, tu primo de Soria o la vecina del
cuarto provenimos todos del primer hombre, que debió de nacer en un paraíso
donde al parecer todos iban en pelota”. Es decir: la confusión es absoluta. Se
desconoce el porqué y el para qué de las estrategias de Duchamp y creemos que
con multiplicar exponencialmente el ítem de objetos está todo hecho: “gigantesco,
sí, pero sin elocuencia física ni material”. Difícil decir tanto en tan poco.
La adscripción de diferentes significados
en relación a un significante que es descontextualizado y descentrado de su
clásica fuerza de significancia –¿no es esta la lógica del readymade?– tiene, cómo única misión estética,
hacer oír ese ruido secreto, esa latencia de significancia que el mundo
administrado silencia. Pero esa gigantomaquia del bueno de Weiwei, esa acumulación
y condensación a gran escala, ¿qué otra función tiene que no sea el imponer un ruido
a través del cual no se oiga nada, a través del cual quede enmudecido el grito de
espanto que nuestras vidas burocratizadas debería causarnos? Al final, si nos
la cuelan, si nos dan gato por liebre, si nos abofetean en la cara, si nos
creemos que de aquí saldrá algún tipo de eficiencia…si seguimos creyendo en el
arte, en este tipo de arte es porque somos unos perfectos indocumentados, unos
incultos que pensamos que con dos o tres conceptos mal hilvanados podemos
responder a las cuestiones que nos ofrece este mundo.
En fin, no quisiera
extenderme mucho más. Si te parece lo dejo aquí sin por ello, antes, dejar una
pregunta en el aire: visto y comprobado esta dejación de principios que se
ejerce desde esta nuestra vieja y decadente Europa, ¿qué nos queda? No sabría
decir, pero ninguna respuesta nos vendrá dada a través de esta forma de arte.
Quizá solo nos quede ayudar a que el tinglado se venga abajo lo antes posible
y, desde ese páramo, ensayar nuevas formas de belleza. No puede ser que la noche
sea eterna, no puede ser que los profetas de lo agorero lleven razón, no puede
ser tampoco que dejemos la antorcha de libertad a otro iluminado que nos haga
llenar campos de batalla bajo la lucha por no sabemos qué idea.
Para ello seguro
estoy que pasear por Florencia es, en toda su potencia, el ensayo general más
pertinente para estos tiempos de medianía que vivimos, una posibilidad como
ninguna otra para la emergencia de la belleza: una belleza otra, diferente, no
ha resultas de tal o cual concepto o teoría del arte; una belleza, compulsiva o
no, que nazca del corazón de las relaciones humanas; de la amistad, de la
hospitalidad.
Sin otro particular, en la seguridad
de que compartimos la radicalidad de esta tarea, me despido.
Un fuerte abrazo.
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