domingo, 4 de diciembre de 2016

CARTA A UN AMIGO FLORENTINO (CON OCASIÓN DE WEIWEI)

Estimado Mario,
Sabes que sigo tus andanzas florentinas con desacostumbrada pasión y que las fotografías que subes en tu muro de Facebook son los únicos instantes de pétrea belleza que puedo permitirme al día –qué digo al día ¡a la semana! Nunca he ido a Florencia y, tal y como van las cosas, creo que nunca lo haga. Una vez, ciertamente, estuve cerca: ideé un pequeño plan de escape con el aliciente de ir a ver un concierto de Dylan –sí, soy muy carca–, pero al final resultó todo frustrado. También, he de decir, guardo cierta pasión futbolera con la ciudad. Allí militó el más grande futbolista de casi todos los tiempos: Gabriel Omar Batistuta.
Pero dejemos estos pormenores que no son otra cosa sino un dilatar el momento en el que, de una vez por todas, tengo que ponerme a escribir, a escribirte. He leído y releído tu crítica acerca de la exposición de Ai Weiwei en el Palazzo Strozzi que apareció en CTXT la pasada semana. Lejos de los melifluos parabienes que pudiera comentarte sobre un texto redondo en todos sus aspectos, lo fundamental es esa sabiduría que destilan tus palabras concentrada en reconocernos rodeados por una panda de timadores, por una banda de apandadores de la peor calaña cuya única misión es hacernos comulgar con ruedas de molino para que así, distraídos en simular que escrutamos los signos de los tiempos, no dejemos de mirarnos el dedo mientras la luna desaparece sin dejar más rastro que nuestra bobalicona sonrisa.  
Si Benjamin decía que "una filosofía que no es capaz de incluir y explicar la posibilidad de adivinar el futuro a partir de los posos de café, no puede ser una filosofía autentica", lo cierto es que la ideología estética en la que estamos sumidos hace su trabajo a la perfección: no hay futuro que adivinar porque todo es un continuo presente con el cauterizar la herida de una vida que se nos va por el sumidero. Lo único que deseamos es que nos chuten con la dosis de distracción necesaria para calmar nuestras ansias por un Accidente Global que no termina de llegar. Para ello el arte, obras como las de Weiwei, es una instancia ideológica fundamental para, mientras llega la hecatombe, no levantar sospechas: realmente, no hay ya nada que esperar. Como bien dices, “es contra este síndrome por el que deberíamos poner una pica en Flandes, es ahí mismo donde tenemos que plantarle batalla a tanta mercadotecnia museológica”.
Perdona si comparto públicamente esta sensación: aquí cada uno debe llevar en soledad su disconformidad. Para eso están las redes sociales, para hacer más patente la soledad de toda toma de posición crítica, para fracturar sin que nos demos cuenta el conjunto de los alegatos que en contra del estado actual de cosas pueden ser enarbolados. Pero si escribo esto, si te escribo esto, es alentado por la certeza de que lo que nos espera solo puede ir a peor.


Todo es extrañamente nimio: nada importa en demasía pero eso hace que el resultado sea, como poco, catastrófico. Si despistados estamos –en mayor o menor medida– todos nosotros, qué decir de los medios de comunicación: desnortados, sin saber muy bien si rendirse a los parabienes de un arte que juega la carta secreta de poder investir sensibilidades hacia el delirio nihilista con un solo dedo o si hacer ver al público que el emperador está desnudo, abogan por lo primero no sea que alguien pida explicaciones. Lo que has reseñado acerca de los medios de comunicación italianos es desolador: ver la paja en ojo ajeno no es óbice, claro está, para no ver la viga en el propio. Pero uno pensaba que allá afuera la cosa daría, por lo menos, un poco más de vergüenza. Ya veo que no. Y eso, además de entristecernos por unos breves instantes de congoja, no puede sino hacernos más fuertes en el alegato vital por una praxis estética al menos diferente.
Pero vayamos al núcleo duro: la obra de Weiwei, su entronización occidental a los altares del arte, es el síntoma predilecto que deja ver la enfermedad que nos está sumiendo, a este mismo Occidente, en la moribundía más desoladora: la de la libertad. Ni más ni menos. Una cosa así como “dime de qué presumes y te diré de qué careces”. Gozamos, sin duda, de un buen simulacro de libertad; pero sin ningún poso de responsabilidad desde donde desplegarla, aquella, la libertad, no es sino el paño caliente que se pone para cubrir precisamente nuestra falta, nuestra actual facies hippocratica. A cualquier reclamo cedemos nuestros instintos y nuestros más que loables intereses porque, seamos claros, todo nos importa bastante poco.
Es así que el refrito de libertad que nos ofrece Weiwei, su puesta en escena, su representación estética, más que hacernos pensar en nuestros miedos –miedo al otro, a los otros…a nosotros mismos– nos anestesia y nos calma en una respuesta estética bien precisa e ideológicamente sobrevenida: pobrecillo, qué mal lo pasó. O, en esa labor de recordarnos la catástrofe humanitaria a la que asistimos en cada telediario y que Weiwei toma como tema general, pobrecillos, qué mal lo deben de estar pasando. Sí: aquí gozamos de un régimen de terror bien administrado donde la libertad, más que disfrutarla, nos da carta blanca para poner barreras, para desolarnos frente a ciertas imágenes mientras elaboramos leyes para medir con precisión el número de pasaportes de ciudadanía que podemos repartir. 
En este mismo sentido, ¿no son esas balsas que ha colocado nuestro amigo en las ventanas del Palazzo Strozzi la representación más precisa de nuestro cinismo? Y es que somos sepulcros blanqueados, preocupados simplemente por guardar las apariencias, porque desde el exterior se nos vea profundamente conmovidos y preocupados por la situación. Es por ello que, cómo dices, la “culpa” no sea de Weiwei. O, como poco, él no es el problema. No sólo dará los buenos días a sus vecinos sino que de encontrármele yo mismo en el rellano del ascensor, aseguro que no aceleraría los pasos como –he de confesar– hago con el resto de vecinos de mi bloque. 
El problema somos nosotros. Que no hayas encontrado ni “una sola nota en la prensa italiana que ponga en cuestión la legitimidad de esta exposición o la validez de lo que se expone” solo puede tener, al tiempo que esa indolencia periodística que antes hemos apuntado, una razón: que nos hemos creído el cuento porque, más que nada, es la historia que más nos conviene. Mientras este “pobre” hombre siga exponiendo su lucha y su afán por recobrar y conquistar la libertad, por ofrecérnosla en bandeja de plata, nosotros podemos seguir a lo nuestro, haciendo como si tal cosa, como si nos preocupase algo más que nuestro ombligo. Con montar exposiciones de un artista chino reconvertido en activista disidente con títulos como este de Libero tenemos más que suficiente para seguir aquilatados en unos valores de los que solo queda un vacío cascarón a la deriva
Mi conclusión es que a este artista se le adora en este Occidente nuestro porque no es ni más ni menos que la encarnación de nuestra inversión especular en la pantalla ideológica. Nos sumamos a sus intereses, mitificamos su disidencia, elogiamos su valentía…porque en el fondo nos importa un pito. En una sociedad como la nuestra donde el pegamento comunal es el del mutuo desinterés, las luchas de Ai Weiwei son la quintaesencia de ese desinterés ilustrado con el que el arte conquistó su autonomía. Es ahora cuando, por fin, el desinterés es patente: nada nos importa menos que las correrías de un artista chino es su procelosa relación con la operativa de un estado tiránico, nada nos puede interesar menos que las consignas que un artista chino pueda ofrecernos acerca de lo mal que, parece, van las cosas ahí fuera.
Así pues, la cosa está clara: Weiwei  nos hace un gran servicio. Somos unos meapilas y lo sabemos, preferimos la floritura de sentirnos representado por un “extraño” que apostar por sacarnos nosotros mismos las castañas del fuego. Es decir: este artista nos permite el doble salto mortal con tirabuzón invertido: asociarnos a una causa justa que sabemos en nada cambia nuestra realidad bien aseadita.
Si la pregunta flotante que sobrevuela la historia reciente de Occidente es la de la responsabilidad –¿somos, y en qué medida, responsables de los otros?, ¿de esos que mueren escapando de la guerra?, ¿qué son masacrados por algún tirano al otros lado de nuestras fronteras?– la figura de Ai Weiwei nos permite silenciar esa pregunta y simular que damos una respuesta a la altura de las circunstancias. Las cuitas políticas de Ai –desproporcionalmente seguidas por Occidente– nos permite ejercitarnos en la cínica respuesta con la que simulamos que todavía podemos soportar cierta responsabilidad, que todavía estamos atentos a la pregunta del otro cuando lo cierto es que pocas cosas nos importan menos.
Lo curioso es que, si mi reflexión es correcta, esa instrumentalización que denuncias de unas obras de arte tratadas “como un pequeño eje de negocio magnético cuyo interés radica en todo menos en el arte”, delatan al mismo tiempo, mejor que cualquier otra cosa, la sordidez de nuestros intereses. ¿Existe otro lugar donde “la especulación y la ruina de los valores culturales” queden tan bien representados que en esas balsas o, lo mismo da, en esos nenúfares hechos de chalecos salvavidas que ha dispuesto en el estanque del Palacio Belvedere de Viena? Sin duda que no. Tanto es así que la obra de Weiwei puede ser vista como la paradoja de un Occidente que eleva a los altares del arte a aquel que sufre la tiranía opresora de un régimen dictatorial pero que duda en hacer lo mismo con millones de exiliados que huyen de ese mismo poder despótico.


            Es ahí donde no podemos dejar de ver una luz al final del túnel: el arte –vía negatividad de sus pilares idealistas– debería  esforzarse por plasmar el simulacro en el que se ha convertido, debería clamar y poner en limpio la atrofia de todo ejercicio de libertad desde el que presumiblemente parte. Que lo haga de esta forma usufructuaria y con la rúbrica del artista como genio, que lo haga ofreciéndonos aquello precisamente de lo que carecemos, no deja de aludir a la precisión dialéctica de su devenir mecanismo ideológico. Qué sus obras nos ofrezcan en alta fidelidad el cinismo que nos consume, la melancolía y sordidez de nuestras vidas y que nosotros confundamos churras con merinas y veamos en tales ejercicios, simplemente, “obras de arte”, es algo que solo tiene una explicación: estamos enfermos.
            Lo que está claro es que Weiwei no quiere devolvernos la libertad, tampoco que sintamos su propia (falta de) libertad mientras crea: él no sabe lo que quiere. Tampoco la institución-arte sabe demasiadas cosas. Es solo el arte quien, como venganza a nuestra cortedad de miras, nos abofetea sin piedad mientras nosotros aplaudimos el espectáculo.
            Apuntas –y con esto concluyo– a la confusión de todo ese acervo de posiciones críticas que toman el readymade duchampiano como único concepto comprensivo de la obra de Weiwei. Es, apuntas, “algo así como decir que un desnudo de Herb Ritts desciende de Miguel Ángel o que tú, yo, tu primo de Soria o la vecina del cuarto provenimos todos del primer hombre, que debió de nacer en un paraíso donde al parecer todos iban en pelota”. Es decir: la confusión es absoluta. Se desconoce el porqué y el para qué de las estrategias de Duchamp y creemos que con multiplicar exponencialmente el ítem de objetos está todo hecho: “gigantesco, sí, pero sin elocuencia física ni material”. Difícil decir tanto en tan poco.
La adscripción de diferentes significados en relación a un significante que es descontextualizado y descentrado de su clásica fuerza de significancia ¿no es esta la lógica del readymade? tiene, cómo única misión estética, hacer oír ese ruido secreto, esa latencia de significancia que el mundo administrado silencia. Pero esa gigantomaquia del bueno de Weiwei, esa acumulación y condensación a gran escala, ¿qué otra función tiene que no sea el imponer un ruido a través del cual no se oiga nada, a través del cual quede enmudecido el grito de espanto que nuestras vidas burocratizadas debería causarnos? Al final, si nos la cuelan, si nos dan gato por liebre, si nos abofetean en la cara, si nos creemos que de aquí saldrá algún tipo de eficiencia…si seguimos creyendo en el arte, en este tipo de arte es porque somos unos perfectos indocumentados, unos incultos que pensamos que con dos o tres conceptos mal hilvanados podemos responder a las cuestiones que nos ofrece este mundo.
En fin, no quisiera extenderme mucho más. Si te parece lo dejo aquí sin por ello, antes, dejar una pregunta en el aire: visto y comprobado esta dejación de principios que se ejerce desde esta nuestra vieja y decadente Europa, ¿qué nos queda? No sabría decir, pero ninguna respuesta nos vendrá dada a través de esta forma de arte. Quizá solo nos quede ayudar a que el tinglado se venga abajo lo antes posible y, desde ese páramo, ensayar nuevas formas de belleza. No puede ser que la noche sea eterna, no puede ser que los profetas de lo agorero lleven razón, no puede ser tampoco que dejemos la antorcha de libertad a otro iluminado que nos haga llenar campos de batalla bajo la lucha por no sabemos qué idea.
Para ello seguro estoy que pasear por Florencia es, en toda su potencia, el ensayo general más pertinente para estos tiempos de medianía que vivimos, una posibilidad como ninguna otra para la emergencia de la belleza: una belleza otra, diferente, no ha resultas de tal o cual concepto o teoría del arte; una belleza, compulsiva o no, que nazca del corazón de las relaciones humanas; de la amistad, de la hospitalidad.
            Sin otro particular, en la seguridad de que compartimos la radicalidad de esta tarea, me despido.
            Un fuerte abrazo.

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