MNCARS: 05/10/16-09/01/16
(texto original publicado en 'arte10': http://www.arte10.com/noticias/Marcel-Broodthaers-mncars.html)
Hasta
principios de enero puede verse en el MNCARS una retrospectiva diríase que
única: la de Marcel Broodthaers. Muchas, sin duda, son las líneas de análisis e
interpretación de la obra de un artista fundamental para comprender las últimas
décadas de historia de arte contemporáneo. Aquí nos decantaremos por comprender
cómo mucha de su importancia se debe al haberse mantenido fiel al impulso de
ilegibilidad que se encuentra anidado ya en el readymade de Duchamp. Su tarea
como artista fue la de sacar conclusiones menos obvias que el gesto del pop,
moverse en las turbulentas aguas que tocan el minimalimso y el conceptualismo
pero, eso sí, actualizando el gesto duchampiano en una sociedad ya
industrializada, en una arte ya institucionalizado.
Sin duda que al hablar de alguien como Marcel Broodthaers (Bruselas,
1924-Colonia 1976) uno no las tiene todas consigo. Sin duda que algún cabo
quedará suelto; alguna de sus influencias sin recorrer o muchas de sus obras
sin interpretar. Pero, si de ser conciso se trata, creo no equivocarme si vemos
en él al verso suelto en la sempiterna discusión entre Duchamp y Warhol: entre
quién fue más original y fundacional en el andamiaje del sistema del arte
contemporáneo. La crítica –o como poco lo más común en las estrategias
estéticas– han seguido la pista de Warhol a la hora de elegirle como el alma
mater del arte contemporáneo. La teoría de los indiscernibles de Arthur Danto o
la interpretación traumática de Warhol por parte de Hal Foster van sin duda en
esta línea que si, por una parte, supone reverenciar la obra de Duchamp, por
otra parte no hacen sino condenarla a una especie de silencio programático
pues, efectivamente, todavía no había llegado la hora.
Broodthaers aparece
como de la nada a mediados de los años 60, cuando las fuerzas discursivas y
programáticas del arte contemporáneo estaban más que puestas encima de la mesa:
minimalismo, conceptualismo y pop han sido, y son, las tres ramas
interpretativas que más réditos han dado. Cómo no podía ser menos nuestro artista
recoge a lo largo de su carrera influencias de estos movimientos pero, en su
horizonte, su interés es otro, su influencia mayúscula gravita en otro espacio.
Su importancia radica en ser el más fiel continuador del verdadero gesto
disruptivo de Duchamp en una época en la que, y aquí sí coincidimos con Foster,
las estrategias vanguardistas tuvieron que ser repensadas y sometidas a
elucidación crítica.
Pero, ¿qué significa esa fidelidad?, ¿bajo qué parámetros? Centrándonos en
el readymade, muchos se quedaron simplemente con la estructura: de dicha
estrategia se tomó la inscripción novedosa que el objeto, mondo y lirondo, trazaba
al insertarlo en un ámbito de significación que, de por sí, no era el suyo. Repitiendo
el gesto duchampiano pero en un mundo devenido ya por completo mundo de
consumo, la obra de arte muestra sus similitudes y diferencias con la
mercancía, problematizando sin duda el significado del acto creativo y las
fronteras, ya de todo punto lábiles, entre arte y no-arte. Pero algo de por sí
perfectamente lícito –pues, como decimos, ello supone un desplazamiento en el
efecto de significancia de la obra– olvida la radical ilegibilidad que el gesto
de Duchamp tuvo. Repensar el gesto duchampiano en clave institucional es algo
muy interesante: pero más aún lo es si se subraya la perfecta ilegibilidad por
la que el readymade postula.
En este sentido, creo
que lo importante de Broodthaers es comprender que el ámbito propio del arte es
el de la ilegibilidad: sus libros de poemas –aquellos que no había vendido y
que tuvo a bien recubrirlos “artísticamente” con una espesa capa de yeso– se
convirtieron en arte no por el capricho de una galerista, por la suerte de toparse
con algún coleccionista o por una transmutación mediada y meditada. Se convirtieron
en arte porque eran ilegibles: porque el marco de lectura de su poesía no era,
propiamente, el de la literatura sino el arte.
Y es que hay que
tener claro algo que por lo común se olvida: el descubrimiento de Duchamp no
fue tanto el subrayar el ámbito propio del arte como un terreno de
indecibilidad (entre arte y no-arte) sino comprobar cómo los signos
escriturísticos no remiten ya a un alfabeto con capacidad de decodificación –o
traducción– sino a su propia objetualidad: no son significantes en busca de un
significado pleno sino en constante desplazamiento, sometidos a tensiones de
significancia sin final –ni finalidad– ninguno. “Mi objetivo es apartarme de
una poesía literaria para dirigirme hacia una poesía del objeto”: he ahí el camino.
El marco para la poesía no es la legibilidad de la literatura sino el ámbito de
un arte que, desde Duchamp, es pura ilegibilidad.
Para ello Broodthaers dota a las
palabras de la profundidad de los objetos pero, eso sí, sin asignarles ninguna
significancia, quedando todo significado irresuelto, en la disyuntiva de un
pluralidad de alternativas que, al fin y al cabo, torsionan la obra hacia su
ilegibilidad. Escritura, objeto e imagen son las tres, por una parte, una y la
misma cosa pero, por otra, es esa misma identidad la que fuerza confrontaciones
y desplazamientos sin fin. “Moule” se usa en francés para decir mejillón y molde:
he ahí el ruido secreto de muchas de
las obras de Broodthaers: el mejillón, en esa triple trabazón de imagen,
palabra y objeto, remite a ser mejillón o molde: es decir, significado preciso
o mera estructura nuclear con la que poder repetir el proceso de significación
infinitas veces. Es el mismo procedimiento de Magritte solo que potenciado, es
la misma estrategia discursiva que las sillas de Kosuth solo que mucho menos
obvia, evidente y, por ende, más ilegible.
Es por tanto bajo esta premisa de radical ilegibilidad –que bien o mal es
la que aquí sostenemos– que, cómo hemos apuntado, Broodthaers concluye la tarea
de poner en diálogo la poesía con el arte: si por una parte el arte dota a la
poesía de un marco idóneo para su tarea de ilegibilidad –tarea por la que la
propia poesía venía apostando desde mediados del siglo XIX–, por otra parte, y
a la inversa, la poesía enfatiza esta capacidad nuclear de ilegibilidad desde
la que el arte debe de comprenderse. En este sentido, si en la obra de
Broodthaers está Duchamp y está Magritte, también está Mallarmé. Si bien es
cierto que Un Coup de dés jamais
n'abolira le hasard explicita esta presencia, hay en todo caso que señalar
que el programa de Broodthaers pone punto (y seguido) a esa labor objetual y
visual de la poesía del francés, de texto sin referencias externas, de texto
a-significante y errante, texto a la búsqueda siempre inconclusa de un sentido
pleno a través del cual el poema se da. Que ello solo pueda llevarse a cabo
dentro de los parámetros de ilegibilidad que Duchamp inauguró como topología
única desde donde el arte podría sobrevivir a la paulatina conquista de su
ámbito por un capitalismo ya más que incipiente, es –repetimos– el hallazgo de
Broodthaers.
En definitiva, es en esta radical novedad inaugurada por Duchamp –el
comprender la práctica artística, y con ello el propio campo del arte, como un
campo abonado para la ilegibilidad más radical, para una arte no como
emergencia de significados sino como inscripción escriturial de significantes–
donde sin ambages y coartadas de ningún tipo, se sitúa Broothaers. Y es, al
mismo tiempo, esa toma de posición lo que le convierte en figura central en el
arte contemporáneo de la segunda mitad del siglo XX y lo que le hace tan
interesante en la actualidad. Porque, dentro de un arte que por mucho
desplazamiento de lecturas que reivindique queda muchas veces fascinado por el
juego de seducción del objeto-mercancía, dentro de un arte que ha podido
comprobar cómo su efecto crítico es nulo ya que ha de situarse previamente
dentro de las coordenadas del espectáculo para poder ensayar alguna forma de
crítica al espectáculo, ¿no tienen las estrategias de Broodthaers algo que
decirnos?, ¿no nos señalan otra vía no recorrida en toda su amplitud pues, como
decimos, el arte quedó flasheado, subyugado y seducido por la lógica libidinal
de las imágenes, no planteándose ejercicios de radical ilegibilidad más que de
rondón?
Subrayar también que, en cuanto que iniciador
de la crítica institucional, fue sin duda esta primacía de la ilegibilidad como
estrategia única del arte lo que le llevó a cuestionarse las formas
institucionalizadas de exhibición y producción del arte. Porque seamos claros:
cualquier crítica institucional que no haga pie en la ilegibilidad de la obra,
que no comprenda la propia sala de exposiciones como una vuelta de tuerca más en
el desplazamiento de la significancia del propio significante-obra, recae –cómo
sucede actualmente– en mera mascarada que no hace sino dotar de legitimidad a
esa propia institución que –simula– criticar. Una crítica institucional que no
dinamite y elongue la propia exposición hacia una objetualidad capaz de
tensionar más aún la falta de significancia no es sino una retórica de la
enunciación discursiva antisitémica que sirve para poco más que proclamar la
inocencia política de la institución para la que se trabaja.
Exposición no como
aséptica e higiénica estrategia de exhibición, pero tampoco como modulación de
un sentido que emerja ni como contenedor desideologizado: exposición como trama
de descontextualización y acumulación, de derribo de todo lenguaje y todo
discurso. Exposición, otra vez, como moule:
como “molde” para una ulterior y constante ilegibilidad.
Para
concluir, señalar que la práctica artística de Broodthaers comienza y acaba con
la modulación de un gesto de insinceridad: esos libros cubiertos con escayola
que (no) son arte, ese fémur que (no) es un fémur, ese décors que (no) es un decorado: es esa la senda que, de modo
indirecto y eludiendo mucha de la ingenuidad popera, llega hasta hoy en tanto
que reflexión continua sobre la condición del objeto (de arte) bajo el dominio universal
de la producción de mercancías. Desde estas consideraciones que rozan en mucho
las estrategias del pop, el resulto es sin embargo opuesto: frente al festín
que supone el progreso tecnológico, frente a la vorágine de los indiscernibles
que truecan el momento de verdad y falsedad, de original y copia, Broodthaers
enfatiza el gesto melancólico de quien sabe que ya no hay lectura posible, que
todo descansa ya en una radical ilegibilidad, en una borradura constante.
Que la obra de arte no es contenido sino molde, no significado sino
significante, no sentido sino ilegibilidad, no decir sino ruido: esa es la
lección de Duchamp que Broodthers focalizó en dos direcciones: una, la de la
convergencia de los intereses de ilegibilidad de la obra de arte con los
intentos de la literatura más vanguardista del último siglo, y dos, referir esa
ilegibilidad a un dispositivo como el de la exposición hasta entonces poco dado
a enfatizar la suspensión discursiva en la que debiera reposar el arte. Si el arte
contemporáneo se acerca peligrosamente a la afasia crítica es porque, sin duda,
ha preferido caminos más sencillos, contentándose con fuegos de artificio en
relación a estas dos cuestiones relativas al estatuto de la obra de arte y de
la exposición, no atreviéndose a tomarle el pulso a la radicalidad de un acto
creativo comprendido como ilegibilidad pura.
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