GALERÍA CÁMARA
OSCURA: hasta 04/03/17
Para esta su nueva exposición
en la galería Cámara Oscura, Cecilia de
Val inserta y engarza, a través de identificaciones conceptuales y visuales,
una serie de ideas fundamentales que tocan el núcleo duro de las preocupaciones
en las que actualmente se debate el arte contemporáneo. Estas ideas remiten ni
más ni menos que al régimen visual en el que nos hallamos, al estatuto ontológico
de la imagen y la materialidad de la fotografía. Así pues, y desde ya –y aunque
no es tarea de la crítica el entrar a bote pronto en valoraciones–, señalar la
capacidad de esta artista, la solvencia con la que ensaya sus inquietudes y la
rotundidad estética de sus logros. No es fácil enarbolar un discurso que hile
con tanta profundidad cuestiones tan capitales para nuestra contemporaneidad.
El punto de partida es el Monte Perdido, monte
que a pesar de su altura permaneció desconocido hasta el año 1787, año en el
que el geólogo y
botánico Ramond de Carbonnières
(Estrasburgo, 1755-París, 1827) lo divisó por primera vez desde otra cumbre del
Pirineo francés. Y es que su peculiaridad es que permanece invisible desde los
valles circundantes.
A partir de esta situación del Monte Perdido y de la consiguiente similitud con el régimen visual
en el que nos movemos –ese inconsciente óptico de herencia benjaminiana donde
hay siempre algo que no se ve en aquello que vemos– de Val reflexiona acerca del estatuto ontológico de la imagen, de
la desmaterialización de ésta y de cómo esto modifica y altera nuestras redes
de conocimientos y certezas. En último término, el volcado epistémico de todo
su proyecto redunda en un conocimiento fragmentario y deconstructivo, que no
opera dentro de un régimen representacional clásico sino que es capaz de
sedimentar información a partir de una fluídica de datos algorítmicos y de una
defragmentación de todo el espacio representacional. Y es que, casi de manera
provocativa, el resultado final –una abstracción y desmaterialización absoluta
de la imagen– se parece al terreno marmóreo del propio Monte Perdido.
Partiendo de fotografías tomadas en el terreno, de Val las somete a un proceso de
(des)revelado que bien puede ser tomado como mecanismo de invisibilización, codificación
o desmaterialización. Las fotografías, reveladas en un fino papel de
fotografía, son sumergidas en agua con unas gotas de ácido acético a una
temperatura de entre 3 y 5 grados centígrados. Más tarde, al extraer la
fotografía del recipiente, lo que sucede es que la fina película, la
materialidad de la imagen, se separa de su soporte, quedando por una parte una
especie de “piel muerta” en el líquido y totalmente desfigurada, por otra parte,
la imagen fotográfica original.
Es entonces cuando entra a funcionar una compleja red
de transformaciones y paradojas que remiten ya no tanto al arte como ámbito
autónomo y a la supuesta “artistización” de la fotografía sino a nuestro modo de
entender visualmente el mundo. Sí rastrear todas ellas nos llevaría demasiado
lejos, sí que cabe señalar que la paradoja fundamental es que cuando parecía
que la eclosión de lo digital nos llevaría a ver por fin el mundo en su
totalidad, la introducción del tiempo en el devenir digital crea una distorsión,
una obstrucción en la mirada que impide ver lo que se nos dice estamos viendo.
Es esta paradoja la que hace operar el arte desde que Benjamin la pusiese encima de la mesa: la democratización que permite
las nuevas tecnologías no va en modo alguno referida al conseguimiento
emancipador del proyecto de la Modernidad. En suma, lo conseguido por la
irrupción digital en los medios de reproducción no hacen sino perfeccionar la
ideología de un régimen escópico donde, pese a no ver nada, creemos estar
viéndolo todo.
Pero, yendo un poco más lejos, si por un lado hemos ya
señalado la paradójica capacidad mimética de esta a-representación desmaterializada
del Monte Perdido con su “verdadera” representación analógica, por otro lado
cabría decir: ¿qué falla? Es decir: ¿qué es eso que aunque se ve no se llega a
ver? Sin duda: el tiempo. Y es que lo que media entre la materialidad analógica
y la digital es la posibilidad de esta última de convertir la imagen en
imagen-tiempo. Es decir, si la imagen clásica –circunscrita al reinado de lo analógico–
no despliega en torno a sí ningún acontecimiento pues el tiempo de su
percepción y contemplación es un constante y eterno ser el mismo, un tiempo
idéntico que avanza sobre lo ya sido, la imagen digital logra escabullirse de
la esencialidad del momento logrado para, como bien señala José Luis Brea, “asumir en cambio una horizontalidad del
acontecimiento que se aparece como sucesión incortada de tiempos cualsea”. Es así que, retorciendo un tanto los conceptos
aquí volcados, la “piel muerta” de la imagen analógica que queda sumergida en
la suspensión acuosa es ese quantum
de tiempo-presente que a la imagen digital ya no le vale, esa constante y
recurrente ipseidad temporal en la que emerge la imagen analógica inútil para
la imagen digital. Y es que, para ella, todo tiempo tiene que refulgir en la
incandescente inmediatez de un tiempo-ahora, de un presente agujereado, un
tiempo que no es nunca el mismo.
En suma, el proyecto de Cecilia de Val nos enfrenta a nuestra recién –pues es cosa de hace
un par de décadas– estrenada forma de experimentar el mundo y de registrarlo:
somos ya incapaces de ver nada pues un tiempo instantáneo fragmenta toda
imagen, antaño condensadora de memoria y tiempo, en un haz infinito de fotones
recomputerizados en una numeración infinita de bits. Si antes no podíamos ver
el Monte Perdido porque el régimen escópico representacional –sustentado en una
geometría euclidea– no lo permitía, ahora seguimos sin poder verlo porque
nuestro régimen escópico rasga toda imagen al introducir una dimensión
temporal. Es decir, al introducir la diferencia, al hacer de toda imagen un devenir,
un acontecimiento.
Es en este sentido que quizá sea el pequeño
video que puede verse en la sala contigua lo más parecido al marco relacional
de nuestras experiencias: un mero vagar superlativo, una descomprensión de toda
estabilidad, una disolución de cualquier atalaya de sentido, un licuado de toda
formación discursiva, un bloqueo de la mirada ante una información a la que
accedemos en formaciones mínimas de sentido. Somos, en definitiva, seres asaeteados
por montantes de tiempo-presente a los que no podemos dar forma en ningún
ahora.
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