jueves, 1 de diciembre de 2016

METAPINTURA: EL ARTE COMO PASADO, PRESENTE …Y FUTURO


METAPINTURA. UN VIAJE A LA IDEA DEL ARTE 
MUSEO DEL PRADO: 15/11/16-19/02/17

Escribo este texto a pelo, sabedor de que debería levantarme y coger de mi pequeña biblioteca algún libro que me sirviera de trampolín, bucear en internet un buen rato hasta dar con algún que otro documento que me permitiera rastrear acontecimientos desde donde poder trazar una misma lógica causal. Pero entonces nada sería igual y, sobre todo, no haríamos justica a esta grandísima exposición. De hacerlo no elaboraríamos más que el enésimo cuestionario de requerimientos, la enésima bagatela intentando tomarle el pulso a nada más y nada menos que cerca de mil años de arte. De hacerlo no resultaríamos ser sino un funcionario de la cosa artística, un pseudo académico encantado de mirarse el ombligo en busca de un dato arqueológico que mostrar al mundo.
Si decimos todo esto no es ni mucho menos por ponernos la venda antes de la herida sino porque, muy por el contrario, sabemos de lo que estamos hablando: de una gran exposición en todos los sentidos, no ya solo de obras –que también– ni únicamente en lo concerniente a cubrir una determinada época, sino capaz de vislumbrar en paralelo las dos preocupaciones axiales desde donde se ha ido perfilando el concepto  de arte y, con ello, su práctica: el estatuto epistemológico de la imagen y, junto con ello, la posición del artista dentro de la sociedad. Ante este intento colosal uno no puede andarse con chiquitas ni tampoco cubrir el expediente con alguna chuchería de mercadillo; tampoco se puede elaborar un sesudo tratado desde donde simular que se cubren todos los frentes ni mucho menos aún merodear alguna posición teórica que no hará sino ocultar al resto rebajando así el desacostumbrado calado de la exposición.
En suma, se trata, simplemente, de señalar la rotundidad expositiva, la multitud de ecos que atraviesan la exposición, el alegre vibratto que sostiene una historia –del arte, de las imágenes, del artista– que pese a que culmina con la creación del Museo del Prado en 1819 llega, sin duda, hasta nuestros días. Mostrarlo, dar alguna leve pincelada, exponer cómo mucho la certeza de que sus pinturas nos siguen interrogando acerca de nuestra contemporaneidad y desaparecer sin hacer mucho ruido: he ahí todo.


Lo desconcertante y fabuloso de esta muestra, lo que le deja a uno con el pulso vacilante, es comprobar cómo entre lo enrevesado de tanta(s) historia(s) se producen pequeños y mínimos momentos de convergencia a través de los cuales puede descubrirse una –siempre otra y diferente– historia del arte: una historia recortada en los momentos de máxima torsión donde la autoreflexión que anima desde su inicio al arte asume una nueva etapa, formando así una constelación de momentos que exceden con mucho el ámbito propio del arte para acaparar el ámbito vital del sujeto y de la comunidad.
            Porque sin duda esto es lo capital, el rastro que toma esta exposición y que, hemos de convenir, no suelta hasta el final: ¿qué significa fabricar una imagen?, ¿de qué y para qué vale?, ¿es una artesanía como cualquier otra?, ¿qué incidencia tiene para la sociedad el tipo y clase de imágenes que se permiten fabricar?, ¿qué relevancia social toma el artista en relación a todas estas cuestiones? Preguntas, todas ellas, que inciden en la recursividad que anima al arte: el arte siempre ha tenido que poner en claro sus propias condiciones de producción y exhibición, quedando referida su ontología en la elucidación de tales premisas.
Para ensayar algún tipo de aliciente desde donde poder animar al lector a lo necesario de acudir a esta cita madrileña, podemos acudir a una triple economía a través de la cual vislumbrar esa constelación de convergencias que hemos señalado y que materializan la pluralidad de historias que aquí se cuentan: a medida que el arte y el artista gana prestigio social, la capacidad autoreferencial del arte es más potente y, al tiempo y también directamente proporcional, el espacio de representación se va plegando sobre sí mismo, creando así un espacio de alegorización desde donde la Modernidad irá tomando forma.
Es, repetimos, esta triple ascendencia progresiva del arte lo que hace palpable esta exposición. Porque si en un primer momento el debate arte sí o arte no, imágenes sí o imágenes no, se soluciona con la tradicional remisión a san Lucas como primer pintor de la Virgen María, si incluso el arte tuvo que luchar por su dignidad al relatar como Dios mismo descendió para ofrecer como primicia un retrato de su Madre o al entender la Sábana Santa como la predilección de la divinidad por la imagen, poco a poco se fue teniendo constancia que la esencia propia del arte es su propia problematicidad, la referencia a una imagen y un espacio de representación que no queda nunca cifrado y bien sellado en una mímesis sino que se escapa por los bordes –el arte empieza a repensar las condiciones materiales de su producción– y por la profundidad de su escena –el arte empieza a tener constancia que una imagen es siempre más que una imagen.   


Pero igualmente –y para nosotros, acostumbrados a los pormenores del arte adjetivado de contemporáneo, es sumamente interesante– es sin duda esta triple carrera que se ve entrelazada en esta muestra la que, sin duda, nos apela a nosotros directamente llamándonos e invitándonos a reflexionar en profundidad acerca de nuestro ser contemporáneo, de nuestra Modernidad, de los fracasos cosechados y de los retos a los que hemos de hacer frente.  
Porque, ¿no somos nosotros aquellos para quienes la imagen ya no representa nada?, ¿no somos nosotros los que habitamos un tiempo épsilon donde el espacio de representación queda cifrado en un infrafino barroquizado hasta su nihilidad escópica?, ¿no somos, también nosotros, quienes hemos terminado de eliminar a una loada praxis social llamada “artista” ante la infinitud de imágenes que podemos autoreproducir técnicamente?, ¿no somos también nosotros quienes elevamos al pódium de los elegidos a algunos de estos “artistas”, justamente a aquellos que más énfasis ponen en ofrecernos la nada que nos resta por ver?
Si hoy en día estamos sumidos en un desierto de lo real, si la realidad se ha diluido ofreciéndonos como coartada del crimen perfecto unas apariencias como reclamo para, al menos, tener un espectáculo con el que distraernos, no es por un ciego capricho del destino: es sin duda porque las cartas ya estaban marcadas de antemano. El arte comenzó a fantasear con la producción de más imágenes y, aunque fue capaz –Las Meninas, El Quijote– de ver la perversión ontológica que ello suponía, continuó creyendo que nada sería para tanto.
Es ahora que, como el Angelus Novus de Benjamin, podemos echar la vista atrás y comprender por qué el Torso del Belvedere es la única imagen del arte que podemos soportar: porque la escena ha terminado por plegarse, porque nada puede ser ya representado, porque las imágenes nos han traicionado y han conquistado un mundo ya desubicado, desjerarquizado y desvalorizado.


Desde este punto vista, la conclusión de esta exposición no puede ser más obvia: los puntos de intersección entre las historias que nos narra, los nódulos de agarre y desplazamiento, las diferentes etapas de autoreflexividad y repliegue de la escena de representación, no marcan sino la secuencia que ha desembocado en nuestra catástrofe.
Ahora bien: solo tenemos que dar por acabadas el programa utópico del arte para que un verde horizonte se abra despejado frente a nosotros, libre ya de la esclavitud mimética, del servilismo representacional, del sucedáneo de subjetividad burguesa que siempre ha sido la del propio artista. Así pues, una única pregunta al traspasar la puerta de salida de esta magnífica exposición: ¿nos atreveremos a ir más allá del arte, a ver más allá de la imagen, a escribir más allá del texto?

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