METAPINTURA. UN VIAJE A LA IDEA DEL ARTE
MUSEO DEL PRADO: 15/11/16-19/02/17
Escribo este texto a
pelo, sabedor de que debería levantarme y coger de mi pequeña biblioteca algún
libro que me sirviera de trampolín, bucear en internet un buen rato hasta dar
con algún que otro documento que me permitiera rastrear acontecimientos desde donde
poder trazar una misma lógica causal. Pero entonces nada sería igual y, sobre
todo, no haríamos justica a esta grandísima exposición. De hacerlo no
elaboraríamos más que el enésimo cuestionario de requerimientos, la enésima
bagatela intentando tomarle el pulso a nada más y nada menos que cerca de mil
años de arte. De hacerlo no resultaríamos ser sino un funcionario de la cosa
artística, un pseudo académico encantado de mirarse el ombligo en busca de un
dato arqueológico que mostrar al mundo.
Si decimos todo esto
no es ni mucho menos por ponernos la venda antes de la herida sino porque, muy
por el contrario, sabemos de lo que estamos hablando: de una gran exposición en
todos los sentidos, no ya solo de obras –que también– ni únicamente en lo
concerniente a cubrir una determinada época, sino capaz de vislumbrar en
paralelo las dos preocupaciones axiales desde donde se ha ido perfilando el
concepto de arte y, con ello, su
práctica: el estatuto epistemológico de la imagen y, junto con ello, la
posición del artista dentro de la sociedad. Ante este intento colosal uno no
puede andarse con chiquitas ni tampoco cubrir el expediente con alguna chuchería
de mercadillo; tampoco se puede elaborar un sesudo tratado desde donde simular
que se cubren todos los frentes ni mucho menos aún merodear alguna posición
teórica que no hará sino ocultar al resto rebajando así el desacostumbrado calado
de la exposición.
En suma, se trata,
simplemente, de señalar la rotundidad expositiva, la multitud de ecos que
atraviesan la exposición, el alegre vibratto
que sostiene una historia –del arte, de las imágenes, del artista– que pese a
que culmina con la creación del Museo del Prado en 1819 llega, sin duda, hasta
nuestros días. Mostrarlo, dar alguna leve pincelada, exponer cómo mucho la
certeza de que sus pinturas nos siguen interrogando acerca de nuestra
contemporaneidad y desaparecer sin hacer mucho ruido: he ahí todo.
Lo desconcertante y
fabuloso de esta muestra, lo que le deja a uno con el pulso vacilante, es
comprobar cómo entre lo enrevesado de tanta(s) historia(s) se producen pequeños
y mínimos momentos de convergencia a través de los cuales puede descubrirse una
–siempre otra y diferente– historia del arte: una historia recortada en los
momentos de máxima torsión donde la autoreflexión que anima desde su inicio al
arte asume una nueva etapa, formando así una constelación de momentos que exceden
con mucho el ámbito propio del arte para acaparar el ámbito vital del sujeto y
de la comunidad.
Porque sin duda esto es lo capital, el rastro
que toma esta exposición y que, hemos de convenir, no suelta hasta el final: ¿qué
significa fabricar una imagen?, ¿de qué y para qué vale?, ¿es una artesanía
como cualquier otra?, ¿qué incidencia tiene para la sociedad el tipo y clase de
imágenes que se permiten fabricar?, ¿qué relevancia social toma el artista en
relación a todas estas cuestiones? Preguntas, todas ellas, que inciden en la
recursividad que anima al arte: el arte siempre ha tenido que poner en claro
sus propias condiciones de producción y exhibición, quedando referida su
ontología en la elucidación de tales premisas.
Para ensayar algún tipo
de aliciente desde donde poder animar al lector a lo necesario de acudir a esta
cita madrileña, podemos acudir a una triple economía a través de la cual
vislumbrar esa constelación de convergencias que hemos señalado y que
materializan la pluralidad de historias que aquí se cuentan: a medida que el arte
y el artista gana prestigio social, la capacidad autoreferencial del arte es
más potente y, al tiempo y también directamente proporcional, el espacio de
representación se va plegando sobre sí mismo, creando así un espacio de
alegorización desde donde la Modernidad irá tomando forma.
Es, repetimos, esta
triple ascendencia progresiva del arte lo que hace palpable esta exposición.
Porque si en un primer momento el debate arte sí o arte no, imágenes sí o imágenes
no, se soluciona con la tradicional remisión a san Lucas como primer pintor de
la Virgen María, si incluso el arte tuvo que luchar por su dignidad al relatar
como Dios mismo descendió para ofrecer como primicia un retrato de su Madre o al
entender la Sábana Santa como la predilección de la divinidad por la imagen, poco
a poco se fue teniendo constancia que la esencia propia del arte es su propia
problematicidad, la referencia a una imagen y un espacio de representación que
no queda nunca cifrado y bien sellado en una mímesis sino que se escapa por los
bordes –el arte empieza a repensar las condiciones materiales de su producción–
y por la profundidad de su escena –el arte empieza a tener constancia que una
imagen es siempre más que una imagen.
Pero igualmente –y para
nosotros, acostumbrados a los pormenores del arte adjetivado de contemporáneo,
es sumamente interesante– es sin duda esta triple carrera que se ve entrelazada
en esta muestra la que, sin duda, nos apela a nosotros directamente llamándonos
e invitándonos a reflexionar en profundidad acerca de nuestro ser
contemporáneo, de nuestra Modernidad, de los fracasos cosechados y de los retos
a los que hemos de hacer frente.
Porque, ¿no somos
nosotros aquellos para quienes la imagen ya no representa nada?, ¿no somos
nosotros los que habitamos un tiempo épsilon donde el espacio de representación
queda cifrado en un infrafino barroquizado hasta su nihilidad escópica?, ¿no
somos, también nosotros, quienes hemos terminado de eliminar a una loada praxis
social llamada “artista” ante la infinitud de imágenes que podemos autoreproducir
técnicamente?, ¿no somos también nosotros quienes elevamos al pódium de los
elegidos a algunos de estos “artistas”, justamente a aquellos que más énfasis
ponen en ofrecernos la nada que nos resta
por ver?
Si hoy en día estamos
sumidos en un desierto de lo real, si la realidad se ha diluido ofreciéndonos
como coartada del crimen perfecto unas apariencias como reclamo para, al menos,
tener un espectáculo con el que distraernos, no es por un ciego capricho del
destino: es sin duda porque las cartas ya estaban marcadas de antemano. El arte
comenzó a fantasear con la producción de más imágenes y, aunque fue capaz –Las Meninas,
El Quijote– de ver la perversión ontológica que ello suponía, continuó creyendo
que nada sería para tanto.
Es ahora que, como el
Angelus Novus de Benjamin, podemos echar la vista atrás y comprender por qué el
Torso del Belvedere es la única imagen del arte que podemos soportar: porque la
escena ha terminado por plegarse, porque nada puede ser ya representado, porque
las imágenes nos han traicionado y han conquistado un mundo ya desubicado, desjerarquizado
y desvalorizado.
Desde este punto
vista, la conclusión de esta exposición no puede ser más obvia: los puntos de
intersección entre las historias que nos narra, los nódulos de agarre y
desplazamiento, las diferentes etapas de autoreflexividad y repliegue de la
escena de representación, no marcan sino la secuencia que ha desembocado en
nuestra catástrofe.
Ahora bien: solo
tenemos que dar por acabadas el programa utópico del arte para que un verde
horizonte se abra despejado frente a nosotros, libre ya de la esclavitud
mimética, del servilismo representacional, del sucedáneo de subjetividad
burguesa que siempre ha sido la del propio artista. Así pues, una única
pregunta al traspasar la puerta de salida de esta magnífica exposición: ¿nos
atreveremos a ir más allá del arte, a ver más allá de la imagen, a escribir más
allá del texto?
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