LOUISE BOURGEOIS: HONNI soit QUI mal y pense [MAL haya QUIEN mal piense]
LA CASA ENCENDIDA: 19/10/12-13/01/12
(texto publicado en 'arte10.com': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=422)
Para celebrar su décimo aniversario, La Casa
Encendida propone una gran exposición acerca de los 10 últimos años de
trabajo de Louise
Bourgeois (París, 1911-Nueva York, 2010). Su
obra, mostrada en contadas ocasiones hasta que en 1982 el MoMA le dedicó una retrospectiva, se ha convertido en fundamental
para comprender el desarrollo de la escultura contemporánea y los caminos que
el arte puede y debe rastrear para toparse cara a cara con lo radicalmente
novedoso: aquello que ha permanecido oculto y en silencio hasta ahora.
Toda
la obra de esta singular artista puede concebirse como un intento casi desesperado
por dar forma a los miedos, a las fantasías secretas y a los deseos femeninos;
un intento de dar forma a lo invisible de toda experiencia traumática, de
frenar lo verbal para alegorizar. Su obra empieza justo cuando muchas terminan:
¿cómo hacer presente el olvido, cómo olvidar el pasado, cómo decir lo que no se
puede decir?
ANTECEDENTES
La Modernidad no es ningún movimiento
de autonomización de ámbitos hasta entonces sellados y protegidos bajo la
égloga paternalista del Estado o la Iglesia. La Modernidad es el proceso por el
cual las cosas suben a la superficie, descentrándose y desplazándose de
inmediato. No hay ningún movimiento de autoreflexividad y, sí lo hay, es
siempre deudor de este movimiento de ascensión a la superficie.
El régimen de representación que queda
violentado por las nuevas expectativas de la Modernidad no viene dado por un
proceso exógeno de autoreferencialidad, sino por un desarreglo en las
coordenadas fijadas por una mirada deudora de un determinado poder válido hasta
entonces. Lo que surge no es una instancia ‘ciudadano’ capaz de darse carta de
ciudadanía, sino una mirada que desgarra al sujeto en su quedar remitido a la
jerarquía teo-cosmológica; lo que surge no es una instancia moral autónoma,
sino un pliegue de la conciencia sobre sí misma, un régimen de
desidentificación del sujeto respecto a sí mismo que le consigna a un
desfondamiento original, a una grieta en su propia fundamentación.
La Modernidad, en definitiva: cuando
el mostrar y el decir se hacen añicos a manos de una mirada que no infiere la
distancia adecuada para un juego de realidades donde la imagen ya no hace pie.
Si hay sospecha es precisamente de eso
mismo: ¿qué habrá bajo las imágenes? O lo que es lo mismo, ¿porqué seguir
remitiéndonos a realidades ideológicamente acalladas bajo el peso de la
imaginería colectiva de turno?, ¿porqué no perderle miedo a las imágenes y
refutar la relación biyectiva –la que media entre imagen y mundo- en que parece
quedar amparada la realidad?, ¿porqué no enfrentarnos cara a cara con la
realidad, con lo nouménico real?
Si hay sospecha es precisamente de eso
mismo: ¿qué hay bajo la mercancía?, ¿qué hay bajo los valores?, ¿qué hay bajo
el ’yo’? Pero, ¿cómo nombrar lo que ya
no está oculto, aquello para lo cual ya no hay pantalla-tamiz, la cortina de
humo que disemina el desgarro?, ¿cómo mirar cara a cara a lo que ha permanecido
hasta entonces invisible?
Porque, sin suelo bajo sus pies, la
nominación explota y la simbolización gana enteros. Nada puede ser representado
y todo deviene alegoría. De ahí a nuestro mundo hiperbarroquizado, un suspiro. Todo,
en su ascención a la superficie, en desasirse de la mirada dogmática
representacional, queda en sustitución de otra cosa, de cualquier otra cosa.
Todo es lo mismo y lo mismo es el todo. La obscenidad recubre los objetos
porque la mirada ha de hacer tope, ha de quedar disciplinada de alguna forma:
la mirada del capital-máquina se muestra, para esta tarea, perfecta.
Pero vayamos al asunto que nos ocupa:
la tarea del arte es enfrentarse a la distancia no disciplinada, operar una
apertura de la mirada donde lo reificado se desanude en una multiplicidad de
acontecimientos sin dueños. La tarea del arte es proporcionar a la mirada las
herramientas necesarias para que aquello que flota en la superficie no se
esfume entre nuestros dedos, dotar de procesos subjetivos capaces de hacer del
devenir un marco operacional capaz de conocimiento.
Y es que, en este camino de
desvanecimiento de la mirada cultural, en esta irrupción en la superficie, el
devenir y el fragmento, el acontecimiento y la multiplicidad, llenan una
superficie comprendida no ya como verticalidad jerárquica, sino como
a-significatividad rizomática. El arte entonces como modo de escapar a la
simbolización impositiva de la técnica, el arte como instancia de
reordenamiento de las visibilidades renuentes a caer en el fango de la
estetización de los mundos de vida, ahí donde la mirada haya el gozo
sintomatológico de lo ya-consumido.
CONSECUENTES
En la Modernidad, desde las profundidades
del yo emerge un ‘yo’ ahora no canonizado bajo la impronta cartesiana de la
subjetividad, sino fragmentado en una multiplicidad de instancias las cuales,
en relación no dialéctica, sesgan y rasgan la imagen icónica del ‘yo’. No hay
imagen del yo: Freud da por acabado
el discurso bien pensante del sujeto-total. Ahora el ‘yo’ es una rémora, un
dispositivo de castigo y de placer siempre derivado, una instancia genuflexa
con cualquier forma de poder. Resentimiento, culpa, trauma: el ‘yo’ se
desmigaja bajo la mirada del otro, del gran otro: el deseo libidinal.
Toda historia es la historia de un
fracaso gestado desde la más tierna infancia. La familia, más que ser lugar de
educación, traza y vertebra una racionalidad enmascarada donde los mitos se
tocan con lo traumático para engendrar un enclave miedoso, atravesado por los
continuos deseos de un super-yo ante los que el ‘yo’ no puede hacer nada salvo
confirmar la hecatombe.
Para ello, para dar cuenta de este ‘yo’
siempre en fuga, no cabe una representación canónica del sujeto. Solo vale dar
testimonio de su huella, de su pasar, de los miedos que le aterran y del
insondable espanto que siente al hallarse en las cercanías de lo Real. Así
pues, descascarillar lo Simbólico, asomarse a los lindes de lo nouménico, ahí
donde su realidad coincide con un tropezón, con su trauma fundacional. Es
decir, lo que ha estado haciendo Louise
Bourgeois durante su trayectoria artística.
Y es que, si por algo la artista
francesa ocupa un lugar privilegiado dentro de la historia más reciente del
arte contemporáneo, es porque ella ha sabido como pocos enfrentarse a ese
pánico original que nos consustancia y resimbolizar la realidad. Su obra queda
emplazada entre dos orillas: el feminismo y el psicoanálisis. Y, entre ambas,
la fuerza política de lo innombrable, de lo inquietante, de lo que acecha en su
(in)visibilidad.
El arte, para Bourgeois, era la posibilidad única de dar sentido original a sus
experiencias, sobre todo a las gestadas en el entorno del núcleo familiar en su
infancia: la figura del padre, el arrinconamiento de la madre, la muerte de
hermanos varones, la imposibilidad de ser aceptada por el padre, etc. Y todo
entre tapices, entre agujas, entre remiendos de telas, entre remiendos y
despojos. Cómo ella mismo dice, “me hice artista a partir de la situación
familiar. El arte se me presentó en principio como algo muy útil”.
Así,
la función artística está preeminentemente dirigida hacia la catarsis, a lograr
de algún modo la cura no ya por la palabra, sino por la resemantización. El
arte cura y sana, y ser artista, para ella, no es sino un privilegio: “el arte
es un privilegio que me fue concedido y tuve que ejercerlo y estar a la altura,
más todavía que con el privilegio de tener hijos. (…) El privilegio era el
acceso al inconsciente. Tener acceso al inconsciente es un gran privilegio.
Sentía entonces que debía merecer ese privilegio, y ejercerlo. Tener la
posibilidad de sublimar a través del arte era un privilegio. Hay que aprender a
sublimar”. Y siempre, la catarsis, orientada
a soportar el abandono, a hacer más llevadero el dolor de no poder expresarnos
adecuadamente, a hacer más comprensible la indiferencia y la ignorancia que
suscitamos en todos los demás: es decir, a conservar la cordura. Su obra
entonces nace de una incapacidad, de una resistencia que el medio siempre
ofrece a ser aceptados y queridos y, recíprocamente, a querer y amar.
Cuatro quizá sean los temas que más le
han interesado alegorizar: la sexualidad, el sentimiento de culpa, el tabú del
deseo y la fragmentación del cuerpo. Yen todo ello, una misma estrategia: ahí
donde el psicoanálisis se encuentra con el existencialismo. Es decir, desvelar
la verdad, correr el velo de la belleza que todo lo tapa y dejar que lo Real
asome bajo la figura de lo siniestro. Porque ese es su trabajo: en esa subida a
la superficie que hemos dicho consiste la Modernidad, ayudar a que esta ascensión
sea sincera consigo misma, que no se camufle en los beneplácitos de la forma, la
medida y la belleza, sino que se tope con su propio límite: lo inhóspito de la
cotidianeidad, esa extraña realidad que presagia como una premonición el hecho
de que sea precisamente lo más familiar lo más lejano. Y es que, si como dejó
dicho Eugenio Trías, lo siniestro es
aquello que teniendo que mantenerse oculto, termina por desvelarse y salir a la
luz, su trabajo consigna los modos de visibilidad de esa herida, de esa
cicatriz interior.
Pero la dificultad radica en su misma
postulación: ¿cómo representar lo oculto más cercano, la cercanía de lo inhóspito?,
¿cómo hacer para situarnos en el intervalo que media entre la presencia de una
ausencia y su posibilidad de hacerlo visible? Es decir, como decir lo
indecible, como representar lo irrepresentable. Para ello, dos pilares sobre
los que levantar lo indescifrable de su discurso: el tiempo interior y el
cuerpo.
Porque, si a fin de cuentas es el
tiempo condensado en la imagen lo que garantiza la función representativa, el
tiempo-interior que hace funcionar Bourgeois
es el de una conciencia fenomenológica donde el tiempo instantáneo hace intersecar
el presente con el ya-sido del pasado, con el fin no de reconstruir
ficcionalmente las historias sino para revivir el pasado, para operar otra
relación con él: olvido y recuerdo forman entonces un duplo donde el exceso
siempre posibilita otra vuelta de tuerca, la posibilidad de otro futuro, de
otro por-venir, un ya-sido nunca ocurrido, una alternativa a la caída.
Quizá el tejido y quizá también la
aguja como metáfora de una reconstrucción constante en busca de un reparación,
de la demanda de perdón, de la condonación de un miedo al abandono y las
emociones. Y, con ello, la revitalización de una labor olvidada entre sus
recuerdos: la figura de la madre, hilando y deshilando, ignorada y despreciada,
pero, al mismo tiempo, con el poder mágico de proteger y dar cobijo, de exhortizar
la presencia ignominiosa de lo siniestro que acecha en el hogar, la figura de
la madre como “Femme-Maison”. Los
cuerpos de sus enormes arañas funcionan como un refugio en el que cobijarse.
Y en esa búsqueda, en esa inmanencia
del dolor, siempre el cuerpo como lugar de la inscripción, como pliegue donde
la huella –entre el olvido y la recordación que provoca lo instintivo y
totémico- encuentra su acomodo para decir lo no-dicho, para significar precisamente
ese lugar vacío. Porque el cuerpo siempre es, al mismo tiempo, la ausencia del
cuerpo. Otra cosa, otro vacío. La parataxis que propone Bourgeois es precisamente la que invoca la ciencia psicoanalítica:
cuando la palabra no puede decir, es el cuerpo el que habla. Jorge Fernández Gonzalo, en una obra
reciente, lo dice de forma perfecta: “el
cuerpo actúa como represión de algo mas oculto que aún denominamos cuerpo, y su hegemonía no deja de poner
en relieve que el lenguaje es insuficiente para decir ese fondo inalcanzable,
que la mirada no bordea, sino que limita y recluye”.
Es decir, ¿qué oculta mi historia, qué
ocultan mis experiencias?, ¿qué se quedó en el núcleo familiar? Cuando la
palabra es incapaz de des-ocultar verdad alguna, es el cuerpo el que cataliza esa pulsión
oculta únicamente capaz de revelarse en sus síntomas, en su patologías y
represiones. El cuerpo como presencia de lo (im)presentable.
Si el psicoanálisis vincula en los
casos de histeria el cuerpo con el lenguaje, y si la patología histérica queda
estigmatizada como la enfermedad femenina por antonomasia, los estudios de Bourgeois acerca de la histeria - los
cuerpos arqueados simulando las mujeres histéricas de Charcot- bien pueden comprenderse como un intento de hacer hablar
al cuerpo de otra manera, de desclasificarlo de una taxonomía general que
asociaba a la mujer con una serie de coordenadas explicativas. El arco de la
histeria, ahí done el placer y el dolor se mezclan, donde el cuerpo dice lo que
no se atreve a decir de otra manera: el sustituto del orgasmo en alguien que no
tiene acceso al sexo.
Otro, por lo tanto, punto nodal: sexo
y placer. O, ¿cómo decir el deseo? Es, de nuevo aquí, una subida a la
superficie, un acto de sublimación por el cual el cuerpo queda integrado en una
totalidad comprensiva provocada por la cultura, por la civilización. Pero, ¿y
si el deseo no cabe en esa vasija prefabricada? Aquí la obra de Bourgeois converge con algunos puntos
teóricos de Lacan y de Deleuze: el cuerpo se desgrana y
explota en una serie de zonas erógenas que no hallan identidad global. El
cuerpo se fragmenta en una multiplicidad de pulsiones sin centro organizador.
El falo –Significante perdido- está en constante desplazamiento. En estas
condiciones, la subida al mundo de lo Simbólico supone el desmembramiento de
una unidad que en un principio parece ser el cuerpo, pero que es poco más que
un guiñapo, el quantum de voluntad necesario para sobrevivir a un deseo siempre
zigzageante alrededor de un centro pulsional vacío, una sedimentación de
represiones y patologías donde el habla apenas acierta a balbucear.
El cuerpo entonces como remiendo, como
suma de partes sin un todo omnicomprensivo: un cuerpo restañado y zurcido –como
en sus propias esculturas-, donde cada pespunte remite a una cicatriz interior,
al trauma del abandono, a la ausencia siempre marcada y a la imposibilidad de
recuperar lo perdido. Cuerpo narcisista, cuerpo psicótico, paranoico,
esquizoide: cuerpos nuestros, cuerpos-texto donde inscribimos nuestro vacío, el
anhelo del otro que nunca vendrá, el deseo nunca satisfecho.
En definitiva, cuando las cosas suben
a la superficie, solo cabe representar la huella del vacío que dejan a su paso,
la tachadura velada de una ausencia fundacional: ese ha sido el trabajo de una
artista para quién el arte era una cura, una tabla de salvación ante lo
incognoscible.
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