No tienen razón. Aquellos que de forma
tajante separan el reino de la realidad del de la ficción, no tienen razón. Ninguna.
Más bien todo lo contrario, la realidad es la ficción suprema, la ficción que
en cada caso vence en el pulso que sobre lo visible, lo decible y lo pensable
establecen ciertos discurso, ciertas visibilidades, ciertas reverberaciones entre
cuerpos.
Digo esto a colación de una soberbia
película (“En la clase”) cuya temática
versa sobre la literatura y los efectos que esta puede -y debe- tener sobre la “realidad”.
Porque el “versar sobre”, el “ir sobre algo” de esta película, no remite a
problemas de personalidad del escritor, a dicotomías referentes a su destino, a
pulsos existenciales ni a la desnuda dialéctica éxito/fracaso tan querida a los
efectos sensibloides de Hollywood.
El asunto del que trata esta película
es la literatura en su estado más puro; objeto y sujeto, el arte supremo de la
ficción, la literatura, es el tema principal a tratar por una película que se
enfrenta cara a cara con la praxis de una actividad condenada al “fracaso”, a
abrir el fracaso, a purgar el tiempo-presente de los injertos de artificialidad
y reinventarse en cada tirada de dados que propone.
Y es que, como hemos dicho al
principio, y pese a que su generalizada creencia bien puede considerarse la
gran-ficción-única, realidad y verdad no van nunca de la mano. La realidad no
es más que una construcción determinada, un efecto dado desde un punto de vista
muy concreto, una comprensión ideológica y política construido para dotar de
visibilidad determinadas estructuras, determinados puntos nodales.
Pero queda siempre lo otro, la
diferencia de lo construido con lo real, de lo dicho con lo mostrado, de lo
significado y el significante: en el simple hecho del decir ya hay una grieta,
una imposibilidad de decir la precisión, la totalidad. Siempre, en el lenguaje,
el desgarro, el olvido de lo que no acude puntual a su cita: un sentido que se
eleva y sube a la superficie de la historia y otro que se hunde en la profundidad
de lo indecible.
La literatura surge en este punto:
rescatando del olvido aquello otro, la gran diferencia del decir consigo mismo.
La literatura toma la palabra para decir la promesa que fue negada, que fue
arrinconada por un acontecer que prefirió otro enlazamiento, otra destinación,
otro reparto de las sensibilidades con el que construir ‘realidad’. Porque, no
por quedar sedimentado bajo la espesa capa de la realidad-verdad, lo no-dicho
queda a expensas de su inminente olvido: cabe escribirlo. Porque escribir es
salvar al tiempo de sí mismo, es reencontrar la fuente de la ficción que pudo
tener la llave para comprender el ‘ahora’. Escribir es siempre un acto redentor:
mirar al pasado para abrir el futuro a la novedad. O se escribe o se está
muerto
La escritura no juega proponiendo una
salida a la realidad: la escritura se ceba con ella, con la realidad, la desmonta
y vomita sobre ella. Porque la realidad no es más que el pariente rico de una
miseria que necesita ser revelada. La literatura no cuenta historias, cuenta
justo la mitad que falta de una narración lacónica y dogmática como pocas: la
que da forma a nuestra realidad. Pero no, no son historias: el escribir es un
puro devenir, un acontecimiento en sí mismo que se pliega y repliega con la
realidad proponiendo nuevas salidas.
No se enfrenta la realidad a la
ficción; la literatura no es mentira frente a la verdad de la realidad. Más
bien ambas forman un conglomerado, una mónada acribillada de agujeros como un
queso gruyere por donde el sentido se escapa y donde solo caben dos posturas: o
sellar la grieta, hacer como si todo tuviese un sentido “verdadero”, o sumergirse
en la vorágine que propicia una realidad siempre desenfocada, oblicua y
escurridiza. Así, escribir para detener un tiempo desquiciado y volverlo a
desquiciar; para hacer saltar la diferencia en lo continuo y que se instaure,
quizá en un leve parpadeo, la novedad de lo discontinuo.
Y solo en esa tarea, en la tarea de
poner diques para luego derribarlos, acontece algo parecido a una verdad, una
verdad no transferible ni dicha, una verdad esponjosa y multiforme para la que
no hay comunicación posible. Porque la verdad de la escritura es su continuo
fracaso: siempre se escribe por última vez, bajo la promesa de decir esa secuencia
oculta, para desempolvar el olvido, para zaherir y sonrojar de forma definitiva
a la verdad dogmática de la realidad. Pero no hay forma: siempre el decir dice
lo otro, siempre el escribir se escurre entre su propia huella, entre la propia
firma del autor que no hace más que claudicar ante su huella, que no es más que
al promesa de su muerte.
Porque siempre escribir es decir nosotros desde el yo, siempre es instaurar la secesión en la propia identidad: pero
siempre al precio de enfrentarse cada vez con la radical alteridad, la de ese
tiempo que se escurre de entre las manos. Escribir es crear comunidad desde la
propia memoria finita de lo ya-sido. Escribir para morir escribiendo, para
decir la muerte mejor, para morir mejor.
Pero ante todo, escribir es desvelar
la otra cara, lo silenciado y oculto. Lo mismo que hacen los dos personajes en la
última escena, escribir es hacer operar un nuevo conocimiento, un nuevo poder,
es dirigir la mirada a una escena primordial y descubrir los poderes mágicos y
dionisiacos de lo oculto: lo secreto, que es igual a lo siniestro; la belleza,
que se equipara a lo terrorífico; lo sagrado, que se identifica con la
putrefacción. No hay historias que contar, sino realidades que desvelar:
acercarse al abismo de lo oculto y saltar.
Un último apunte: la utilidad, el
merecer la pena, ¿por qué traspasar el espejo? El viejo profesor sonríe como un
dios nietzscheano pese a perderlo todo; el joven estudiante sonríe al saberse
un demiurgo capaz de hacer vibrar otras fuerzas, otras potencialidades hasta
entonces ocultas: el “normal hogar de clase media” termina por ser el mismo…aunque
es otro bien diferente. En su núcleo ha acontecido lo indecible, la posibilidad
de lo imposible, el silencio traspasando cada instante de vacuidad: la morralla
de la mierda salpicando, lo empalagoso del deseo ortopédicamente cortado de raíz,
la desnudez frente a las caretas y disfraces que simulan purgar el fracaso, el
tedio, la propia muerte, etc.
Es precisamente ese conocimiento el
que merece la pena y sin el cual no se podría vivir ya que todo saltaría en el
cortocircuito provocado por una realidad que, exasperantemente, coincidiría punto
por punto con ella misma. Porque, ¿qué sabemos de Dios que no sea la misericordia
y expiación de la culpa en Dostoyevski,
qué sabemos de la inquina gestada durante décadas en esta España que no sea el
odio que destila el “Volverás a Región” de Benet,
qué sabemos de fundar y refundar mitos que no nos venga dado por el Yoknapatawpha de Faulkner?, ¿qué sabemos de los mundos que somos capaz de crear si no
es por la medida que un día nos puso en frente el "loco" de Cervantes, qué sabemos de lo (in)actual de nuestra (des)memoria si
no es por la magdalena de Proust,
qué sabemos de nuestra insondable impiedad si no es leyendo a Céline?
Y es que, si vivimos, si estamos
vivos, es porque la vida siempre responde con un exceso, con una violencia de
un decir que no dice nada pero señala precisamente aquello que calla; si
vivimos es porque hay un acontecer que separa sentidos, que se abre a lo abisal
de toda vida y la interroga. Si no hubiera literatura, si no escribiésemos,
estaríamos muertos. Puede que al escritura sea también una manera de morir, pero
es la única forma de morir en libertad.
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