lunes, 19 de noviembre de 2012

ENTRAR "EN LA CASA": NOTAS SOBRE LA LITERATURA Y EL ESCRIBIR


 
No tienen razón. Aquellos que de forma tajante separan el reino de la realidad del de la ficción, no tienen razón. Ninguna. Más bien todo lo contrario, la realidad es la ficción suprema, la ficción que en cada caso vence en el pulso que sobre lo visible, lo decible y lo pensable establecen ciertos discurso, ciertas visibilidades, ciertas reverberaciones entre cuerpos.

Digo esto a colación de una soberbia película (“En la clase”) cuya temática versa sobre la literatura y los efectos que esta puede -y debe- tener sobre la “realidad”. Porque el “versar sobre”, el “ir sobre algo” de esta película, no remite a problemas de personalidad del escritor, a dicotomías referentes a su destino, a pulsos existenciales ni a la desnuda dialéctica éxito/fracaso tan querida a los efectos sensibloides de Hollywood.

El asunto del que trata esta película es la literatura en su estado más puro; objeto y sujeto, el arte supremo de la ficción, la literatura, es el tema principal a tratar por una película que se enfrenta cara a cara con la praxis de una actividad condenada al “fracaso”, a abrir el fracaso, a purgar el tiempo-presente de los injertos de artificialidad y reinventarse en cada tirada de dados que propone.

Y es que, como hemos dicho al principio, y pese a que su generalizada creencia bien puede considerarse la gran-ficción-única, realidad y verdad no van nunca de la mano. La realidad no es más que una construcción determinada, un efecto dado desde un punto de vista muy concreto, una comprensión ideológica y política construido para dotar de visibilidad determinadas estructuras, determinados puntos nodales.
 
 

Pero queda siempre lo otro, la diferencia de lo construido con lo real, de lo dicho con lo mostrado, de lo significado y el significante: en el simple hecho del decir ya hay una grieta, una imposibilidad de decir la precisión, la totalidad. Siempre, en el lenguaje, el desgarro, el olvido de lo que no acude puntual a su cita: un sentido que se eleva y sube a la superficie de la historia y otro que se hunde en la profundidad de lo indecible.

La literatura surge en este punto: rescatando del olvido aquello otro, la gran diferencia del decir consigo mismo. La literatura toma la palabra para decir la promesa que fue negada, que fue arrinconada por un acontecer que prefirió otro enlazamiento, otra destinación, otro reparto de las sensibilidades con el que construir ‘realidad’. Porque, no por quedar sedimentado bajo la espesa capa de la realidad-verdad, lo no-dicho queda a expensas de su inminente olvido: cabe escribirlo. Porque escribir es salvar al tiempo de sí mismo, es reencontrar la fuente de la ficción que pudo tener la llave para comprender el ‘ahora’. Escribir es siempre un acto redentor: mirar al pasado para abrir el futuro a la novedad. O se escribe o se está muerto

La escritura no juega proponiendo una salida a la realidad: la escritura se ceba con ella, con la realidad, la desmonta y vomita sobre ella. Porque la realidad no es más que el pariente rico de una miseria que necesita ser revelada. La literatura no cuenta historias, cuenta justo la mitad que falta de una narración lacónica y dogmática como pocas: la que da forma a nuestra realidad. Pero no, no son historias: el escribir es un puro devenir, un acontecimiento en sí mismo que se pliega y repliega con la realidad proponiendo nuevas salidas.

No se enfrenta la realidad a la ficción; la literatura no es mentira frente a la verdad de la realidad. Más bien ambas forman un conglomerado, una mónada acribillada de agujeros como un queso gruyere por donde el sentido se escapa y donde solo caben dos posturas: o sellar la grieta, hacer como si todo tuviese un sentido “verdadero”, o sumergirse en la vorágine que propicia una realidad siempre desenfocada, oblicua y escurridiza. Así, escribir para detener un tiempo desquiciado y volverlo a desquiciar; para hacer saltar la diferencia en lo continuo y que se instaure, quizá en un leve parpadeo, la novedad de lo discontinuo.

Y solo en esa tarea, en la tarea de poner diques para luego derribarlos, acontece algo parecido a una verdad, una verdad no transferible ni dicha, una verdad esponjosa y multiforme para la que no hay comunicación posible. Porque la verdad de la escritura es su continuo fracaso: siempre se escribe por última vez, bajo la promesa de decir esa secuencia oculta, para desempolvar el olvido, para zaherir y sonrojar de forma definitiva a la verdad dogmática de la realidad. Pero no hay forma: siempre el decir dice lo otro, siempre el escribir se escurre entre su propia huella, entre la propia firma del autor que no hace más que claudicar ante su huella, que no es más que al promesa de su muerte.



Porque siempre escribir es decir nosotros desde el yo, siempre es instaurar la secesión en la propia identidad: pero siempre al precio de enfrentarse cada vez con la radical alteridad, la de ese tiempo que se escurre de entre las manos. Escribir es crear comunidad desde la propia memoria finita de lo ya-sido. Escribir para morir escribiendo, para decir la muerte mejor, para morir mejor.

Pero ante todo, escribir es desvelar la otra cara, lo silenciado y oculto. Lo mismo que hacen los dos personajes en la última escena, escribir es hacer operar un nuevo conocimiento, un nuevo poder, es dirigir la mirada a una escena primordial y descubrir los poderes mágicos y dionisiacos de lo oculto: lo secreto, que es igual a lo siniestro; la belleza, que se equipara a lo terrorífico; lo sagrado, que se identifica con la putrefacción. No hay historias que contar, sino realidades que desvelar: acercarse al abismo de lo oculto y saltar.  
          Un último apunte: la utilidad, el merecer la pena, ¿por qué traspasar el espejo? El viejo profesor sonríe como un dios nietzscheano pese a perderlo todo; el joven estudiante sonríe al saberse un demiurgo capaz de hacer vibrar otras fuerzas, otras potencialidades hasta entonces ocultas: el “normal hogar de clase media” termina por ser el mismo…aunque es otro bien diferente. En su núcleo ha acontecido lo indecible, la posibilidad de lo imposible, el silencio traspasando cada instante de vacuidad: la morralla de la mierda salpicando, lo empalagoso del deseo ortopédicamente cortado de raíz, la desnudez frente a las caretas y disfraces que simulan purgar el fracaso, el tedio, la propia muerte, etc.  

Es precisamente ese conocimiento el que merece la pena y sin el cual no se podría vivir ya que todo saltaría en el cortocircuito provocado por una realidad que, exasperantemente, coincidiría punto por punto con ella misma. Porque, ¿qué sabemos de Dios que no sea la misericordia y expiación de la culpa en Dostoyevski, qué sabemos de la inquina gestada durante décadas en esta España que no sea el odio que destila el “Volverás a Región” de Benet, qué sabemos de fundar y refundar mitos que no nos venga dado por el Yoknapatawpha de Faulkner?, ¿qué sabemos de los mundos que somos capaz de crear si no es por la medida que un día nos puso en frente el "loco" de Cervantes, qué sabemos de lo (in)actual de nuestra (des)memoria si no es por la magdalena de Proust, qué sabemos de nuestra insondable impiedad si no es leyendo a Céline?

Y es que, si vivimos, si estamos vivos, es porque la vida siempre responde con un exceso, con una violencia de un decir que no dice nada pero señala precisamente aquello que calla; si vivimos es porque hay un acontecer que separa sentidos, que se abre a lo abisal de toda vida y la interroga. Si no hubiera literatura, si no escribiésemos, estaríamos muertos. Puede que al escritura sea también una manera de morir, pero es la única forma de morir en libertad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario