viernes, 9 de noviembre de 2012

LA CIUDAD PARAISÍACA: FICCIÓN EN EL DESIERTO DE LA POST-UTOPÍA



JORDI COLOMER: PROHIBIDO CANTAR/NO SINGING
MATADERO MADRID. ABIERTO X OBRAS: hasta 09/12/12


Pocos mitos fundacionales tan fascinantes como aquellos que dan cuenta del nacimiento de una ciudad. Porque en ellos parece quedar sedimentado todos los estratos que configuran al ser humano en todas sus facetas y, sobre todo, puede rastrearse la labor de simbolización de la que se ha servido la humanidad para su desarrollo.


Anta la pluralidad de fenómenos incomprensibles para el humano, la solución más aparente era reducir el caos universal a un orden muy particular: aquel que quedaba figurado en un entorno muy concreto, en la circunferencia que rodeaba un punto concéntrico, un punto de máxima territorialización: el tótem, la figura que horadaba todo significante, la figura capaz de deslizarse y complementar cualquier falta, cualquier punto de fractura en la incipiente cosmología. Mircea Eliade, a este respecto, comenta que “una piedra, entre tantas otras, llega a ser sagrada –y, por tanto, se halla, instantáneamente saturada de ser- por el hecho de de que su forma acusa una participación en un símbolo determinado, o también porque constituye una hierofanía, posee mana, conmemora un acto mítico, etc”. Ahora como entonces, mito y repetición se instalan para dotar al espectro de lo real de simbología capaz de establecer un sentido.


Porque dado ya un territorio concéntrico a una figura multiforme (figura que lacan …), el proceso de comprensión del mundo no hace más que empezar: porque señalar es dar nombre, y nombrar es imponer una ley, una jerarquía, un antes y un después y un deseo que ya nunca pueden satisfacerse. Freud, en las líneas generales que marcan su concepción de la cultura como sublimación de todos los deseos reprimidos ("Tótem y tabú"), ya indicó que el desarrollo de las sociedades primitivas tienen un origen común con el esclarecimiento psíquico que se forma entre el deseo y la prohibición. Así, civilizar es prohibir, es poner vallas a un deseo que no desea más que más deseo. Construir una norma no es más que sublimar la satisfacción producida en aras de un bien mayor: el de la comunidad al completo, el del bien común.

Antígona, en la prohibición de enterrar a uno de sus hermanos acusado de haber traicionado a la ciudad –Tebas-, es figura mítica al enfrentarse a una dicotomía fundamental: la que opone las leyes de la ciudad a las de la sangre. Seguir las leyes y dejar el cuerpo de su hermano Polinices fuera de los límites de la ciudad para servir de carroña a los buitres, o seguir los dictados de la sangre y darle sepultura aún a sabiendas de la desdicha que ello le puede acarrear. Sus deseos o el bien de la comunidad; la norma para todos, o la fidelidad a lo particular de unos lazos de sangre.


Pero, claro está, eso era antes. Ahora los reglajes que siguen los procesos de simbolización son más bien otros diferentes. El dinero, elevado a la enésima potencia en su radical abstracción, entra en liza como el nuevo tótem dejando como rastro una huella de deslizamientos en referencia al antiguo régimen mítico.


El dinero fluye más rápido, territorializa ámbitos cada vez más amplios, simboliza cada vez de forma más perfecta. Contra el dinero ya no hay resistencia posible. El dinero supone, ahora en la época del tardo-capitalismo, la más perfecta de las igualaciones: las que nos remite a todos y cada uno a una simple superficie monádica y libidinal capaz de atesorar y ser atravesados por cuantos más flujos transaccionales mejor. Y el dinero, además, tiene la capacidad de servir de vehículo proyectivo descomunal: todo puede ser alcanzado, todo puede ser consumido.


Claro que, la perversión del sistema aparece en su misma enunciación: todo puede ser alcanzado con el compromiso de adelgazar cada vez más los parámetros temporales en los que nos movemos. Es decir, la temporalidad queda fagocitada en su triple reverberación fenomenológica en aras de vertebrar un único vector: el del tiempo-cero, el del instante epifenomenológico. O todo o nada, pero ha de ser ya. Todo queda proyectado en la utopía en que consiente el minuto siguiente. Así las cosas, el presente se hace global e infinito: todos hemos de proyectar los mismos deseos en un tiempo condensado y uniforme. Si la democracia es odiada –como actualmente lo es- no es sino por esta situación paradójica de unos efluvios que dictan una igualdad a base de institucionalizar unos mismos deseos preconcebidos con antelación por el sistema.


Y de eso va la obra aquí presentada de Jordi Colomer: de cómo proyectamos, de cómo damos forma a nuestros deseos en esta era de la pantalla-global y la imagen-total. Porque, como bien sabemos todos nosotros, la ficción suele adelantarse a la realidad: la ciudad imaginada por Brecht en su obra "Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny" fue construida y hecha real en el desierto de Nevada apenas una año después del estreno de la pieza en 1930.


 

Porque la pregunta hecha por el arte, la pregunta que le capacita siempre para anticipar el sentido al que se adscribirá lo dado, no debe de ser insertarse en los regímenes de lo real, no debe tampoco plantearse como crítica: todo ejercicio de resistencia planteado en tales términos termina antes o después valiéndose de los mismo primados conceptuales del espectáculo al que critica. La pregunta, decimos, ha de quedar establecida en los términos de una farsa, de una ficción que interseque con la realidad no para desvelar la verdad de lo real, sino para trazar otro mapa topológico, otra fantasmagoría especular de la primera.


La farsa de Colomer señala la patochada de un régimen para el cual los intentos denodados de trazar una utopía terminan –y casi diríase que empiezan- en un fracaso mayúsculo, en un oropel de decisiones políticas e institucionales que tratan de anticipar los cauces del deseo cuando la realidad es que la obscenidad del signo-mercancía es tal, la abstracción del dinero es tan inconcebible, que ha terminado por aunar entorno a sí toda maquinaria disruptiva: nada hay contra la ignominia de un futuro nihilizado a través de la maquinaria fantasmagórica del dinero, nada hay de posible que no entre dentro de los parámetros establecidos por la sublime obscenidad del dinero.


Desear, proyectar los deseos mancomunados en esta situación de atrofia libidinal, no puede por menos que ser un gesto de cinismo e ironía: cualquier atisbo de realidad bajo el velo del deseo no es más que la fachada a la que nos lanza el poder maquínico del signo-mercancía. Así, ¿qué hay bajo las proyecciones de desarrollo a la que nos enfrentan nuestros políticos?, ¿qué hay de esas megaurbes concebidas para el desahogo de un capital que, en época de crisis, no termina de fluir como debiera? Nada. Solo los encomios de una clase por ganar la confianza de la gente a base de tratar de reterritorializar flujos desiderativos sin saber que tales bloques libidinales funcionan estrategizándose, escapándose de lo obvio para instalarse en las cercanías de lo hiperreal, de lo capaz de promover más obscenidad.


 

¿Qué hay de ese proyecto llamado Gran Escala situado en el desierto de Los Monegros que debía atraer a 25 millones de visitantes? Nada. El propio Colomer, en una entrevista reciente lo dice claramente: “Eurofarlete es una ciudad distópica. Lo que me hace gracia ahora con el proyecto de Eurovegas es que todo el mundo se ha puesto a imaginar y especular con lo que va a suceder allí. Y no se sabe nada, no hay planos, ni una sola imagen, nada. En realidad esperaba el resultado de esa operación para realizar este proyecto, pero el de Monegros es igualmente rico en planes delirantes. Desde el principio me pareció evidente la vergonzosa similitud con el Mahagonny de Brecht”.


¿Cómo “denunciar” esta situación?, ¿cómo representar el estado vegetativo de una voluntad carcomida por los estertores del mainstream más disciplinado? Por supuesto que Colomer acierta de lleno: una farsa, un ejercicio de pantomima que trata de levantar deseos ahí donde no hay más que viento y desierto.


Antígona, como mito fundacional, sería ahora invitada a jugar a las tragaperras o a ser strepear, a dejar que sus deseos se volatizasen en la más simple imposibilidad. Porque lo otro, el apelar a un nomos diferente al instaurado por “la ciudad sin nombre”, se vuelve cada vez más difícil.

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