JESSICA DICKINSON: UNDER
GALERÍA MAISTERRAVALBUENA: hasta
26-01-2013
En este sentido, en las primeras
páginas de su obra “Ante la imagen” Didi-Huberman pone un ejemplo
sintomático de las relaciones paradigmáticas entre arte y visión y que, por esas
oscuras razones que funcionan como motor de la historia, parecen haber sido
siempre ocultadas en beneficio de una conceptología bobalicona de la belleza:
situada en la misma celda que el fraile ocupó en el convento de San Marcos de Florencia, justo en la pared
donde más tiempo da el sol, tamizada toda la mímica gestual por un blanco
hiperlumínico, una Anunciación ahí situada remite a una fenomenología de lo
invisible, ahí donde anida el misterio mismo de la Encarnación: no se trata de
representar, sino de señalar, de nublar la mirada, de ruborizarse ante el
candor de lo no-visible
Así, antes de que Vasari dictase la
normatividad de una ciencia que encontraba su objeto de estudio, antes de que
el tiempo ejecutase la sentencia de la Historia, una Historia del arte que se
agarra a lo visible, a una adequatio que redunde en una tipología precisa de
narraciones, y un arte que intuye desde el principio -aunque, visto en
perspectiva, no sea tanto una intuición como la imposición violenta que hace
una razón siempre necesitada de hallar fondo bajo sus pies- que su campo de
acción es más bien lo visual, antes –decimos- que todo eso, Fra Angélico sabe que el tiempo solo
supone un desgarro, un síntoma intangible que perfora la propia mirada en su
imposibilidad de tocar aquello que señala.
Y desde entonces hasta ahora, la misma problemática pero
cambiando los decorados: cómo se traban y se crean los regímenes escópicos, cómo
se anudan lo visible y lo invisible para dar como válido una determinada
visualidad y cómo puede ser capaz de deslizar las fronteras entre
visibilidades, cómo, según Brea,
funciona ese haber “algo en lo
que vemos que no vemos que vemos, que no
sabemos que vemos”.
Jessica Dickinson (Minnesota, 1975) propone un
ejercicio de visibilidad justo ahí donde no es solo que no haya nada que ver
sino que no se puede ver nada. Es decir, situándose en un campo previo al de la
política como ejercicio distributivo de potencialidades para ver y no ver, su
obra se sitúa en el acto mismo del mirar, donde el lienzo, previo a ser una
representación de algo, es una mezcla de colores y signos, una superficie de
inscripción de texto e imagen que se van acelerando y deteniendo para abrir la
visión a una novedad determinada.
Dickinson por tanto propone una aporía, la
negación más fundamental de lo que se supone es el arte. Porque sus obras
problematizan el apriori fundamental sobre el que se levanta la producción
artística: el servir como establecimiento y nexo causal entre visibilidades,
mediante el cual se conoce no solo lo que se ve sino lo que no se llega a ver.
Porque si incluso el famoso “Cuadrado
negro” de Malevich funciona como
nexo relacional entre diferentes regímenes de visibilidad, entre un ver que se
cierra y otro que, en la negación del primero, se abre a la utopía de lo desconocido,
en Dickinson no hay relación alguna –ni
mediata ni inmediata- con la alteridad: todo sucede en la superficie del medio,
todo remite a la inmanencia del lienzo-pantalla.
No hay más allá ni más acá, nada bajo
las apariencias: todo remite a la instantaneidad fagocitada de un pathos que
hace de la sospecha (Boris Groys) su
razón de ser. La frontera, para un archivo mediático que no logra duración
alguna ni resistencia frente al imperio de la imagen transaccional, es “aquí y
ahora” el propio acto de ver: ver
coincide con la obscenidad de una mirada que se excita ante la hiperpresencia
de lo real. No hay hueco por donde se desarme, no hay fractura por donde atisbe
signo alguno de lo invisible: conocer y ver remiten a las mismas estructuras
que exudan una fenomenología de los medios centrifugada por el poder maquínico
de un signo-mercancía sin profundidad alguna.
Las obras de Dickinson parecen decirnos que sin profundidad no hay luz, que sin
una relación con los reinos de lo invisible no hay más que relaciones vectoriales
en la pantalla: ahí donde la mirada se enferma en bucles infinitos, donde se
torna esquizoide de tanto buscar un punto –punctum
barthesiano sin lugar a dudas- por donde la mirada encuentre su punto ciego, su
momento de enajenación, su lugar para evadirse y traspasar la frontera.
La pétrea materialidad de sus obras,
el enyesado que cubren sus superficies, la temporalidad sedimentada en capas,
alude de modo perfecto a que ya no es momento de levantar capillas a la transvisión
de lo trascendente (Rothko) sino que
nuestra única experiencia ya posible es la de ver, siquiera a tientas, en la
oscuridad. Una mirada melancólica que sabe ya bien a las claras que el tiempo
de lo sublime ya pasó.
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