viernes, 21 de diciembre de 2012

FINES DEL MUNDO/FINES PARA EL MUNDO: LA EXPERIENCIA TEMPORAL Y SU NECESARIO RESCATE POLÍTICO



Bien es cierto que de cuando en tanto la prensa, ese murmullo que se cierne sobre nosotros como una sombra fatídica, nos sorprende con anécdotas con las que poder ir transitando por este mundo en constante crisis. Y se lo hemos de agradecer, por supuesto. Agradecer y aplaudir lo perfecto de su maquinaria. ¿Qué sería de nosotros sin ese chute diario de “realidad”, sin esa provocación que nos pinta una sonrisa de memo en la cara pero sin la cual nuestra máscara apenas se sostendría en esta enfermiza cotidianeidad?

Muchas de las estrategias de los mass-medias van dirigidas a liquar el sinsentido y la fantochada que parece se ha apoderado del pathos mancomunado de hoy en día. Mantenernos en la superficie más bobalicona, dotarnos de potentes somníferos con los que transigir un día más, bombardearnos con un marketing nada subliminal con el que nos dan a probar nuestra misma medicina: ser espejos de nosotros mismos, practicar un tipo de libertad teledirigida según la topografía libidinal más acorde con nuestra posición en el mapa social.

            La disgregación favorece al capital y, presos de la orografía del hiperespectáculo y la máxima abstracción de tiempos y espacios, el poder de los media es darnos unas palmaditas en la espalda hasta que eructemos y podamos irnos a dormir limpios, satisfechos de saber de qué va el rollo y, encima, reírnos en su geta. La figura totémica del latenight de turno es casi profética: reparte tranquilizantes según la dialéctica que más favorece al capital: hacernos creer que sabemos, que denunciamos, que estamos indignados, que mañana será un día mejor porque pondremos todo nuestro ahínco en denunciar los atropellos, las injusticas, las calamidades.


Pero, como no, nada sucede. Y nada sucede porque, en el fondo, nada tiene el suficiente sentido como para proponerse como alternativa. ¿Qué alternativa pueden ofrecer unas parcelas de resistencia que siguen el juego y babosean ante el imperio del signo-mercancía? La sociedad, estratificada en regímenes de resistencia y crítica totalmente caducas, impotentes ante el simulacro espectral de la pantalla-mundo, es incapaz de inferir una alternativa que no vaya con resuello a la carrera tras lo que, aparentemente, trata de criticar.

Si seguimos presos de una macarrónica dialéctica basada en las posiciones de saber y poder, si estamos enjaulados en la pamema fantasmagórica que nos da a conocer solo aquello que la red desiderativa necesita para conquistar ámbitos cada vez más amplios, normal entonces que el presente se nos repita eternamente, adelgazando hasta los mínimos la profundidad temporal de nuestras experiencias.

Así, el espectáculo realmente postmoderno es el darnos a consumir experiencias temporales que nos dejen boquiabiertos frente a la pantalla, pegados como moscas a la red cibernética, escudriñando hasta el más mínimo aleteo, hasta la más insignificante de las vibraciones. Porque aquí y ahora tú eres el protagonista, tú también puedes generar tus sinergias, ser gerente de tu privacidad, exhibir tus capacidades en busca de un quantum de poder más, de una jugada discursiva capaz de, por lo menos, condensar un poco más el pánico atroz que el tenemos al tiempo, congelar el terror patológico de una sociedad que ha vendido sus esperanzas al reino de la velocidad y el capital.

No creo, por tanto, que la soplapollez del fin del mundo sea nada más que una anécdota en el enjambre de noticias con que nos alimentan los medios. Creo, sin embargo, que no es más que una realidad consustancial a la sintomatología del contemporáneo de hoy en día. Si Agamben ha dejado dicho que ser contemporáneo hoy en día no es otra cosa que ser diacrónico al tiempo actual, ser capaz de interpretar las heterocronías propias de todo tiempo, esta gilipollez del fin del mundo no es más que el acontecimiento hecho espectáculo de nuestra total impotencia frente a un tiempo que ya somos incapaces de comprenderlo como múltiple y enedimensional.
 
 

 Porque, si hoy nos falta tiempo es porque, sencillamente, ha desaparecido. Tras las huellas de un tiempo que retorna siempre y en cada caso el mismo a una velocidad casi infinita, nuestras experiencias no dejan de ser socavadas en su mismo centro: precisamente ese que, por ser comprendido como una disrupción en el caudal de la temporalidad, suponen una insumisión frente a lo ya-dado, una diferencia frente a sus propias expectativas.

Y, el acontecimiento del fin del mundo, retrasmitido en su almibarada versión chistosa a nivel global, desde Australia hasta la Costa Oeste, nos dejan saciados, satisfechos de que, al menos por un día, hordas de consumidores de realidad –de hiperrealidad mejor dicho- hayan y hayamos podido llevarnos a la boca un acontecimiento tan real como este: un acontecimiento ficcionado, imposible en sí mismo, sin otra consecuencia que su pueril inanidad. Y es que, como viene denunciando Zizek desde hace tiempo, en un mundo que consume café sin cafeína, cigarillos sin nicotina y grasas light, lo que más le conviene es un acontecimiento sin consecuencia, un acontecimiento que su propia esencia sea su simulación. En el desierto de lo real profetizado por Baudrillard, las acontecimientos son temporalidades extensivas en los espacios que logran abarcar, pero mínimamente intensivos en su poder de proponer lógicas disruptivas con el régimen de lo hipervisible.

Más que un fin del mundo simulado, esta experiencia universal debería –debería en su misma imposibilidad, claro está- abrir el tiempo a otra posibilidad, abrir la conciencia para siquiera intuir que las experiencias temporales provocadas por los regímenes sistémicos no hacen sino adocenar la ideología en una amalgama de condescendencia, indulgencia e indiferencia generalizado.
 
 

Esta, y no otra, debería ser la propuesta más urgente que acometer para el próximo año. Una labor política que se dejase de mirar día sí y día también a los mercados, a la prima de riesgo y las decisiones de prebitostes del sistema, y que fuese capaz de abrir el tiempo a otras posibilidades. Si hay una acción política capaz de hacer frente a la realidad hipersaturada no puede ser otra sino aquella que empiece y termine en imaginar otras maneras, otros escenarios para lo posible, lo decible y lo pensable. Ahora, aunque la palabra de respeto y miedo a partes iguales, es hora de alentar una utopía, porque la función política de la utopía consiste precisamente en interrumpir y/o romper nuestras ideas heredadas al respecto del futuro: romper ese futuro prefabricado.

Pero, bajo la égida de un sistema que sella a cal y canto otras futuribilidades que no sean las que el propio capital anticipa, ¿qué capacidad para imaginar podemos tener? Más bien pocas y, días como hoy, nos hacen creer que ninguna. Porque, cuando solo somos capaces de imaginar el futuro como catástrofe (Sontag) o incapaces de todo punto de hacerlo (Jameson), la realidad es ciertamente que el mundo fetichizado del capital está a un paso de hacer con todo el horizonte de posibilidades para construir realidades alternativas.

Que esto coincida con el terror mastodóntico bajo la ciberpantalla es algo que, pese a saber, no nos atrevemos del todo a cambiar. Porque, acomodados bajo la idioticia circundante, no encontramos motivo para deshacernos de este tiempo-presente infinito, maleable, previsible y exhibicionista que, acabe “acabe”, no dejará de ser el mismo.

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