Bien es cierto que de cuando en tanto
la prensa, ese murmullo que se cierne sobre nosotros como una sombra fatídica,
nos sorprende con anécdotas con las que poder ir transitando por este mundo en
constante crisis. Y se lo hemos de agradecer, por supuesto. Agradecer y
aplaudir lo perfecto de su maquinaria. ¿Qué sería de nosotros sin ese chute
diario de “realidad”, sin esa provocación que nos pinta una sonrisa de memo en la
cara pero sin la cual nuestra máscara apenas se sostendría en esta enfermiza cotidianeidad?
Muchas de las estrategias de los mass-medias
van dirigidas a liquar el sinsentido y la fantochada que parece se ha apoderado
del pathos mancomunado de hoy en día. Mantenernos en la superficie más
bobalicona, dotarnos de potentes somníferos con los que transigir un día más,
bombardearnos con un marketing nada subliminal con el que nos dan a probar
nuestra misma medicina: ser espejos de nosotros mismos, practicar un tipo de
libertad teledirigida según la topografía libidinal más acorde con nuestra
posición en el mapa social.
La
disgregación favorece al capital y, presos de la orografía del hiperespectáculo
y la máxima abstracción de tiempos y espacios, el poder de los media es darnos
unas palmaditas en la espalda hasta que eructemos y podamos irnos a dormir
limpios, satisfechos de saber de qué va el rollo y, encima, reírnos en su geta.
La figura totémica del latenight de turno
es casi profética: reparte tranquilizantes según la dialéctica que más favorece
al capital: hacernos creer que sabemos, que denunciamos, que estamos
indignados, que mañana será un día mejor porque pondremos todo nuestro ahínco
en denunciar los atropellos, las injusticas, las calamidades.
Pero, como no, nada sucede. Y nada
sucede porque, en el fondo, nada tiene el suficiente sentido como para
proponerse como alternativa. ¿Qué alternativa pueden ofrecer unas parcelas de resistencia
que siguen el juego y babosean ante el imperio del signo-mercancía? La sociedad,
estratificada en regímenes de resistencia y crítica totalmente caducas,
impotentes ante el simulacro espectral de la pantalla-mundo, es incapaz de inferir
una alternativa que no vaya con resuello a la carrera tras lo que, aparentemente,
trata de criticar.
Si seguimos presos de una macarrónica
dialéctica basada en las posiciones de saber y poder, si estamos enjaulados en
la pamema fantasmagórica que nos da a conocer solo aquello que la red
desiderativa necesita para conquistar ámbitos cada vez más amplios, normal
entonces que el presente se nos repita eternamente, adelgazando hasta los mínimos
la profundidad temporal de nuestras experiencias.
Así, el espectáculo realmente postmoderno
es el darnos a consumir experiencias temporales que nos dejen boquiabiertos
frente a la pantalla, pegados como moscas a la red cibernética, escudriñando
hasta el más mínimo aleteo, hasta la más insignificante de las vibraciones. Porque
aquí y ahora tú eres el protagonista, tú también puedes generar tus sinergias,
ser gerente de tu privacidad, exhibir tus capacidades en busca de un quantum de
poder más, de una jugada discursiva capaz de, por lo menos, condensar un poco más
el pánico atroz que el tenemos al tiempo, congelar el terror patológico de una
sociedad que ha vendido sus esperanzas al reino de la velocidad y el capital.
No creo, por tanto, que la soplapollez
del fin del mundo sea nada más que una anécdota en el enjambre de noticias con
que nos alimentan los medios. Creo, sin embargo, que no es más que una realidad
consustancial a la sintomatología del contemporáneo de hoy en día. Si Agamben ha dejado dicho que ser contemporáneo
hoy en día no es otra cosa que ser diacrónico al tiempo actual, ser capaz de
interpretar las heterocronías propias de todo tiempo, esta gilipollez del fin
del mundo no es más que el acontecimiento hecho espectáculo de nuestra total
impotencia frente a un tiempo que ya somos incapaces de comprenderlo como múltiple
y enedimensional.
Porque, si hoy nos falta tiempo es porque,
sencillamente, ha desaparecido. Tras las huellas de un tiempo que retorna siempre
y en cada caso el mismo a una velocidad casi infinita, nuestras experiencias no
dejan de ser socavadas en su mismo centro: precisamente ese que, por ser
comprendido como una disrupción en el caudal de la temporalidad, suponen una
insumisión frente a lo ya-dado, una diferencia frente a sus propias
expectativas.
Y, el acontecimiento del fin del mundo,
retrasmitido en su almibarada versión chistosa a nivel global, desde Australia
hasta la Costa Oeste, nos dejan saciados, satisfechos de que, al menos por un
día, hordas de consumidores de realidad –de hiperrealidad mejor dicho- hayan y
hayamos podido llevarnos a la boca un acontecimiento tan real como este: un
acontecimiento ficcionado, imposible en sí mismo, sin otra consecuencia que su
pueril inanidad. Y es que, como viene denunciando Zizek desde hace tiempo, en un mundo que consume café sin cafeína,
cigarillos sin nicotina y grasas light, lo que más le conviene es un
acontecimiento sin consecuencia, un acontecimiento que su propia esencia sea su
simulación. En el desierto de lo real profetizado por Baudrillard, las acontecimientos son temporalidades extensivas en los
espacios que logran abarcar, pero mínimamente intensivos en su poder de proponer
lógicas disruptivas con el régimen de lo hipervisible.
Más que un fin del mundo simulado,
esta experiencia universal debería –debería en su misma imposibilidad, claro
está- abrir el tiempo a otra posibilidad, abrir la conciencia para siquiera
intuir que las experiencias temporales provocadas por los regímenes sistémicos
no hacen sino adocenar la ideología en una amalgama de condescendencia, indulgencia
e indiferencia generalizado.
Esta, y no otra, debería ser la
propuesta más urgente que acometer para el próximo año. Una labor política que
se dejase de mirar día sí y día también a los mercados, a la prima de riesgo y
las decisiones de prebitostes del sistema, y que fuese capaz de abrir el tiempo
a otras posibilidades. Si hay una acción política capaz de hacer frente a la
realidad hipersaturada no puede ser otra sino aquella que empiece y termine en
imaginar otras maneras, otros escenarios para lo posible, lo decible y lo
pensable. Ahora, aunque la palabra de respeto y miedo a partes iguales, es hora
de alentar una utopía, porque la función política de
la utopía consiste precisamente en interrumpir y/o romper nuestras ideas
heredadas al respecto del futuro: romper ese futuro prefabricado.
Pero, bajo la égida de un sistema que
sella a cal y canto otras futuribilidades que no sean las que el propio capital
anticipa, ¿qué capacidad para imaginar podemos tener? Más bien pocas y, días
como hoy, nos hacen creer que ninguna. Porque, cuando solo somos capaces de imaginar
el futuro como catástrofe (Sontag) o
incapaces de todo punto de hacerlo (Jameson),
la realidad es ciertamente que el mundo fetichizado del capital está a un paso
de hacer con todo el horizonte de posibilidades para construir realidades
alternativas.
Que esto coincida con el terror
mastodóntico bajo la ciberpantalla es algo que, pese a saber, no nos atrevemos del
todo a cambiar. Porque, acomodados bajo la idioticia circundante, no encontramos
motivo para deshacernos de este tiempo-presente infinito, maleable, previsible
y exhibicionista que, acabe “acabe”, no dejará de ser el mismo.
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