OMAR JEREZ: SIN NOTICIAS DE DIOS
“El principio de toda verdad es dejar hablar al sufrimiento”
Adorno
Desde el pasado martes día 4 de diciembre, y durante 8 días, el artista Omar Jerez está recluido en un zulo de las mismas dimensiones que aquel en el que estuvo secuestrado Ortega Lara durante 532 días. La idea no es ‘representar’ lo que fue el secuestro; la idea no es siquiera ponerse en la piel –cosa imposible- de la víctima. La idea, pensamos, es asumir el papel de testigo, de responsable que somos todos de no hacer desaparecer la memoria de la víctima. El artista asume para sí esa labor que, aunque necesaria en un ejercicio democrático verdadero en el cual debería de estar a la orden del día, es siempre desatendida y comprendida únicamente como un ejercicio frío de compasión del ya caído.
Ser testigo, denunciar la injusticia que acompaña siempre a una memoria nunca restaurada: eso es ser ciudadano. Si hay una indignación de todo punto necesaria es aquella llamada a no hacer del olvido una estrategia política.
Si hay una figura que bien puede decirse que marca como ninguna otra el desarrollo completo del siglo XX y lo que llevamos de este XXI es, sin duda, la víctima. Porque, si bien nuestra tragedia sigue siendo, como sostenía Benjamin, que “la catástrofe suceda aún hoy”, lo cierto es que las reflexiones filosófico-políticas de los último decenios han tenido muy presente esa diferencia que con respecto a la idealidad del progreso encarna la víctima.
Dicho con otras palabras: si bien no se puede decir que hayamos renunciado al pensamiento dictatorial de Hegel de que los costos de la historia en su desarrollo racional no son más que florecillas pisoteadas a los lados del camino, sí que puede sentirse un cambio de aptitud con respecto a la fragilidad de las víctimas. Para semejante cambio ha sido fundamental el nuevo carácter epistémico de la noción de memoria y la restitución de la universalidad negativa de Benjamin. La memoria, de un tiempo a esta parte, cotiza al alza.
Porque aunque sea cierto que nada haya cambiado bajo nuestro sol, que el imperio del progreso siga siendo nuestro horizonte más deseado, lo que no deja de ser cierto es que la “experiencia de Auschwitz” ha dejado una huella indeleble en la cartografía básica de aquellas posiciones que gritan por la sed de justicia en un mundo atemperado únicamente por el cortoplacismo de la felicidad instantánea. Y si nos retrotraemos a Auschwitz –cosa que quizá para muchos pueda resultar incomprensible tratándose en este texto de una “simple” perfomance- no es por otra razón que aquella que nos lleva a pensar de que fue justamente entonces cuando, por primera vez en la historia, se hace imposible el camuflar el sufrimiento del otro.
No es, como a menudo se piensa, un exceso con relación a otras masacres que, si se quiere –aunque en esto hablar de competencia es de todo punto inmoral-, superaron en daño y costo de vidas: es que hasta entonces, en el imperio de la razón occidental, en su labor colosal de imponerse universalmente, las víctimas eran, siempre y en cada caso, arrojadas al olvido de la necesidad de superar el momento objetivo de la razón desenvolviéndose en la historia.
Desde entonces todo terrorismo, en especial este de ETA, es fascismo en estado puro ya que desde la doctrina que separa “canónicamente” a unos de otros, a aquellos que hacen patria con el “todo es raza” de los que no, se enarbola una bandera para la cual no hay nunca costo excesivo para que la historia siga imperiosamente el destino que anticipadamente ellos han trazado. A este respecto, Benjamin insistió en numerosas ocasiones en que nada a favorecido tanto al fascismo como la idea de que es la negación radical del progreso. Más bien todo lo contrario, opina Benjamin, el fascismo, es el último estadio de una historia para la que el progreso lo es todo, es la idealidad consumada de su destinación. Es la interiorización de una razón que quiere tener razón en todo, sobre todo en ver cumplidas sus expectativas, que desea que la historia coincida punto por punto con la revolución, con el destino común de un pueblo o una raza.
Es ahí desde entonces que se hace innegociable repensar la verdad, la política y la moral teniendo en cuenta la barbarie. Después de Auschwitz Adorno establece un nuevo imperativo categórico: “hay que recordar para que la historia no se repita”. Si en Benjamin la memoria era una categoría nueva del conocimiento, con Adorno se convierte en deber, en mandato moral extremo.
Es en esta urgencia ninguneada por los poderosos donde se sitúa la obra de Omar Jerez. Porque si la memoria abre el tiempo de la herida a la espera de la justicia, si la sola presencia de la víctima ya no incomoda debido a ser la encarnación de los descartes necesarios para que el imperio del progreso avance seguro, sino porque abre y resemantiza el tiempo presente recargándole con responsabilidades que, dicho de forma clara y meridiana, nadie sabe qué hacer con ellas, Omar quiere alertar sobre la necesidad de empezar a tomarnos en serio los sufrimientos del otro, a empezar a hacer política desde este mismo instante, sin esperar a anestesias propagandísticas ni a discursos bien medidos en el efecto de telediario o en el recuento de votos. La labor, la de tomarnos en serio los unos a los otros, empieza aquí y ahora con cada uno. Responder a esa pregunta lanzada por el sufriente, responder aunque no haya palabras para hacerlo, aunque no haya gesto capaz de eliminar de un plumazo todo el dolor.
La obra de Omar Jerez alude a la responsabilidad que todos tenemos para con el otro; porque ahora, cuando el presente se piensa con esa fina pátina de espectacularidad, cuando el bombardeo mediático acecha llamando a congeniárselas con la inmediatez absoluta, el cálculo de fines y medios no redunda sino en beneficio de la nadería, de la superficialidad más deleznable, ahí donde todo discurso obtiene el pleonasmo de la fétida certeza, de la autosatisfacción onanista. Comprobar que, aún a expensas de los políticos más atroces, del mangoneo y saqueo de los hombres de estado, de la cortedad de miras del tertuliano de turno y la eliminación por ahogamiento de cualquier forma de intelectualidad más o menos creíble, el presente es más denso que una retahíla informe de lugares comunes, de síes pero noes, y de cálculos obscenos.
La denuncia por la que clama Omar es aquella que nos sigue ninguneando lo básico: que realidad e historia no coinciden, que el olvido no es ninguna estrategia mínimamente aceptable, y que el presente es siempre algo más –mucho más- que los hechos. La obra de Omar Jerez llama a la posibilidad siempre diferente de otra temporalidad no sujeta a prejuicios de cálculo alguno, no atrincherada en la racionabilidad de lo aconsejable. Un tiempo otro donde es lo silenciado, lo desesperado y ausente lo que está en el centro del debate. ¿Cómo restituir la pérdida, cómo dar justicia a lo injustificable, como reparar lo irreparable? Atender a estas preguntas es situarse en un a priori ético, en una eticidad hiperbólica, que no busca tanto la reparación como la actualidad de la memoria. Justicia y memoria son indisociables porque sin memoria de la injusticia no hay justicia posible. En todo caso, no se trata de impartir justicia, sino de reconocer que sin memoria de la injusticia no hay manera de hablar de justicia.
Ahora, cuando a punto estamos de tirar la toalla ante la mediocridad circundante que solo sabe construir un presente hecho de encuestas, de cifras y números, de medidas que cifren siempre cada día la necesidad del progreso, Omar Jerez nos recuerda que existe una tensión entre pasado y futuro, entre felicidad e injustica, entre un yo y un tú, y que nuestra infinita responsabilidad es velar por la vulnerabilidad del otro, aunque sea incapaz de pedir auxilio. Porque reparar lo irreparable remite a comprenderse como sujeto de una responsabilidad infinita para con la fragilidad del mundo, es responder por las responsabilidades adquiridas por el simple hecho de nacer.
En este sentido, la obra del artista granadino bien puede situarse en las cercanías de lo que Mieke Bal llama ‘actos de memoria’: actualizaciones del pasado a través de perfomances –de actos significativos- efectuados en el presente, partiendo del hecho de que la memoria es un lugar de contacto entre pasado y presente. Acto de memoria como una reinscripción del pasado en el presente, aunque no exactamente una representación, sino una manera de hacer que el pasado vuelva al presente por medio de una especie de eco de lo sucedido.
Este mesianismo político, lejos de dar pábulo a los triunfadores del progreso, lejos de contentarse con la medida que queda cifrada en la felicidad de los vencedores, trata de insertar otra temporalidad comprendida como disrupción, como detención de los primados del progreso, de la temporalidad espuria de las ganancias. Este mesianismo solo cabe comprenderlo como extracción de esperanza de los desesperados. La esperanza solo crece ahí donde la desesperación es total, donde el fracaso no se vive como privación o fatalidad impuesta, sino como un atentado a su ser, como una injusticia irreparable.
Pero, ¿qué logra reintroducir esta redención mesiánica en la racionalidad occidental del progreso? Sólo la memoria. Sólo la memoria trae el pasado al presente haciéndonos contemporáneos de acontecimientos pasados, y solo la memoria hace valer hoy las injusticias pasadas. Es solo la memoria, su fragilidad –pues depende siempre de testigos-, la capaz de detener el avance ignominioso de la historia. Porque memoria e historia se oponen entre sí ya que es solo donde acaba la historia, donde el grito de los vencedores calla por un instante, donde surge la posibilidad de que la memoria eleve su voz para clamar en el desierto de las injusticias cometidas.
Relación esta, entre memoria e historia, que si por una parte se oponen, por otra - la parte de la política más mundana- parece que quisiera establecerse como identidad ideológica. Porque esa es la única misión del politicastro de turno: darnos a creer que no hay memoria válida sino la que emana de una concepción de la historia unilateral y prepotente. Así, el mismo Benjamin sostiene que “en la pretensión de mostrar las cosas como realmente han sido se esconde el narcótico más potente del siglo XIX”. Porque ateniéndose a los hechos –el historicismo- se crea la ilusión de aprehender la realidad cuando la realidad es siempre más que los hechos, siendo los hechos tan solo la parte exitosa de la realidad.
Según todo lo dicho la perfomance de Omar Jerez remite a destruir –o al menos reflexionar sobre nuestra posición dentro del tinglado- los posicionamientos tan mediocres y unidimensionales que son respaldos por un ejercicio democrático que solo tiene en cuenta la felicidad que pudiera destilarse de una progreso sin límites y que cualquier otra consideración, cualquier mirar hacia otro lado, hacia el caído, se produce únicamente con el beneplácito inmoral de los beneficios a corto plazo que ello pudiera traer. Saber que “para los oprimidos el Estado de excepción es permanente”, que la posible debilidad mesiánica tiene que ver solo con nuestra incapacidad para reconocer en los más débiles de nuestros contemporáneos a seres humanos, sujetos de felicidad, y no a meras piezas estratégicamente dispuestas sobre un puzle donde solo los poderosos pueden meter mano.
Dar voz al otro, no solo al tecnócrata, al experto, dar voz al silenciado, no solo la que en un momento dado puede reportarnos unas ganancias, dar voz al excluido. Eso es democracia: tomarse en serio que el sujeto es sujeto de derechos. Si las democracias se basan en el simulacro de las “posición simétrica”, en un consenso basado en una ignominia que otorga a cada uno posiciones preestablecidas y cuya legitimidad pasa únicamente por el beneplácito de discursos amañados, una democracia que se tome en serio toda la historia solo puede basarse en las posiciones que otorga la compasión: porque compasión no es en modo alguno el sentimiento que despierta en nosotros el vencido, sino la respuesta a la pregunta que nos dirige el que sufre un daño inferido por el hombre. Compasión no es paliar el sufrimiento del otro, sino unirnos a su univocidad, a su específica singularidad. Compasión es crear comunidad en una memoria que hace del presente siempre una posibilidad irredenta de restitución; “compasión, como dice Reyes Mate, es aceptar la pregunta que nos dirige el otro”.
El título puesto por Omar Jerez, “Sin noticias de Dios”, alude sin lugar a dudas a que, si bien para algunos la restitución íntegra de las injusticias ha de venir de manos de aquel para quien no hay olvido -un verdadero Mesías-, eso no quita para que la necesidad imperiosa que tenemos de formar comunidad en torno al desvalido remita a una pregunta proferida a cada uno de nosotros. Sobre nosotros recae la responsabilidad absoluta, somos nosotros quienes damos voz al político o a la víctima. Quizá baste recordar una anécdota de Primo Levi cuando, preguntado por una alumna sobre qué poder hacer, contestó sin dudarlo que “los jueces sois vosotros”. Porque ser juez es mantener viva la memoria, porque nosotros –a fin de cuentas- somos más culpable que el culpable y porque ser juez como nosotros estamos llamados a serlo es hacer pervivir la memoria en una respuesta para la que nunca puede haber fondo.
Epílogo: bien puede mantenerse, y de hecho se hace, que una obra como esta peca de simplificación, de no ser más que una pantalla mediática desde donde el artista pretende ganarse unos cuantos minutos de fama, de no ser más que una farsa que utiliza un acontecimiento traumático para echarle geta al asunto. Que, en definitiva, es demasiado fácil meterse en un zulo y extraer de ahí consideración alguna válida para una posterior reflexión acerca de nuestra posición en el entramado social.
No estoy de acuerdo: todo puede ser igual de fácil o de difícil. Comprar un billete de autobús entre Haifa y Jerusalén, vivir voluntariamente en el exilio, sacar a la luz todo tipo de testimonios, etc. De lo que se trata es de estar ahí y tener la determinación de llevarlo a cabo y de, en la manera que mejor se pueda, experimentar el acontecimiento para reactivar la memoria, para abrir el trauma en modo alguno resuelto por los gobiernos bien intencionados.
El límite sería únicamente el que el propio arte se pusiera. Claro está que tal límite, si de verdad es un límite y compete al arte, ha de ser el reverso de las políticas ninguneantes y cortoplacistas que estamos sufriendo. En definitiva, de lo que se trata una y otra vez es de cómo conseguir resistencia en un mundo herido de un presente fantasmagórico.
Os adelanto que el artista Omar Jerez tiene escrito un manifiesto que será estudiado en un futuro como un nuevo movimiento artístico.
ResponderEliminarFelicidades por el texto
Muchas gracias! Estaré atento! un saludo.
ResponderEliminarEs brutal la crítica,
ResponderEliminarJodidamente buena
Mis sinceras felicitaciones al autor del blog¡¡¡
Este tipo es un espantapajaros!
ResponderEliminarsu exito es acorde a la ridicula y agonica sociedad en la que vivimos
Pura basura pseudo-artistica
este tio es un CANTAMAÑAS