viernes, 1 de febrero de 2013

MIQUEL BARCELÓ: EL ARTISTA EN SU ESCONDITE


MIQUEL BARCELÓ
GALERÍA ELVIRA GONZÁLEZ: hasta 27/03/13

 Aunque, lo sabemos, pequemos inmisericordemente de idealismo, lo que dijo Félix de Azúa en una reciente entrevista para ‘El Cultural’, eso de que en los últimos 30 años no ha habido arte, se refiere, pensamos, al hecho de que en estas tres décadas no ha habido artista capaz de situarse de igual a igual con respecto a lo que el arte, en su utópica destinación, necesita. Porque hay tiempos en que sí, en que incluso -al menos eso pareciera- el arte tiene que ir con la lengua fuera para seguirle la pista a díscolos artistas que arremeten contra las fronteras trazadas por el arte en relación con su gran otro, el no-arte.

Hoy entonces, habida cuenta de esta ausencia de opciones que enfrenten al arte consigo mismo, el arte prefiere, como apunta Perniola, permanecer en la sombra, a la escucha, en la espera de su propio advenimiento.

Tales posicionamientos que aquí hemos delineado muy a la ligera adolecen de un punto de vista demasiado idealista que es incapaz de percatarse, como hemos concluido en una reciente crítica sobre Santiago Sierra, que el arte y el no-arte (la estética y la política, los mundos de la vida y de la alta cultura) están tan íntimamente ya ligados, que aquello que desde un punto de vista ilustrado –e idealista- se llamaba arte ya ha fenecido, quizá incluso hace justo los 30 años que Azúa significaba.

Pero sí que nos vale para comprender como se gesta un mito o, lo que viene a ser, un producto cultural, en este caso, Miquel Barceló. Porque cuando el arte está tan a la sombra como pudo estarlo a comienzos de nuestra Transición, cuando no se tenía ni el tiempo ni las ganas de esfuerzo de posibilitar la emergencia de un artista que pudiera estar a la altura de su tiempo, la institución-arte prefirió su ratito de visibilidad, su cuota de pantalla, su implementación en los criaderos del arte mundial para, ahora sí, clamar a los cuatro vientos que, por fin, con ese entusiasmo nuestro tan característico y que sigue haciendo época, estábamos a la altura de las circunstancias.
 
 

Podía haber habido otras soluciones, pero una vez que los excesos de la Movida habían barrido el conceptual de los primeros setenta, cuando el retorno a la pintura en esos años 80 era tan jugoso y –sobre todo- procuraba dividendos tan altos, la tentación, hemos de decir, era demasiado alta. Las altas esferas del entusiasmo sociata querían su rey Midas y Barceló aceptó el órdago: con un pie en la tradición pictórica del informalismo matérico que nos caracterizó y la nueva ola del neoexpresionismo alemán, su obra cumplía las exigencias de una nueva élite que, sin querer olvidar el señuelo del sufrimiento existencial –eso tan progre-, deseaba más que nada subirse al carro del carácter expansivo de la cultura postmoderna.

Todo, para ese arte en la sombra, para ese “arte” ilustrado-institucional, muy normal, demasiado normal: sacarse de la manga y ad hoc un artista capaz de ser llamado para cumplir en su persona los destinos culturales de todo un país.

Y es que, cuando la cultura cae en la garras del régimen internacional de la mercancía-capital, lograr visibilidad inmediata se torna en función primordial para unos gobernantes que se saben encargados de una nueva aristocracia, de una nueva gauche divine capaz de llamar arte a cualquier cosa que sea anteriormente bendecido por el mainstream internacional.

El problema de todo este lío es que, como de forma magistral ha esclareció Miguel Cereceda en su columna del ABC Cultural, uno se pasa después la vida entera tratando de lograr legitimidad para un trabajo que, de buenas a primeras, fue lanzado a la categoría de obra maestra.

Que esa búsqueda de legitimidad la haya llevado a cabo Barceló desde el prurito que da saberse figura totémica del arte patrio, que se haya puesto el traje de diablo maligno y enfant terrible, no quita, desde luego, para comprobar cómo cada nueva búsqueda suya no haya terminado por ser sino una introspección más íntima que parece –a cada paso- arribar a las cercanías de la nada.


Así, el proceso de legitimación de Barceló queda referido a una huida consentida que le sitúa paradójicamente cada vez más en el núcleo de una tradición propia que, conjugada con una actualidad que se difumina en sus propias intentonas de legitimidad, auspicia la nadería como resultado. Total y resumiendo: el viaje con tintes románticos a África, a Malí, tiene la misión de dotar al artista de una salida al menos digna: erigirse en pantócrator de una obra que tiene en ella misma su razón de ser. Barceló propone y Barceló dispone: hacer y deshacer, construir y destruir unas piezas cuya legitimidad se encuentra en el armario sin fondo de una tradición que no solo llega a Picasso o Miró, sino que arriba a las playas Griegas, ahí donde hace 3000 años empezaba a levantarse nuestra civilización.

Irse tan lejos para estar tan cerca –dando forma a la arcilla del Mediterráneo- solo tiene una explicación: convenir en construirse una narración que le otorgue, al menos, el privilegio de la duda; una narración que le permita ser comprendido como chamán, como sacerdote y demiurgo de su propia deriva y legitimidad. Pero, claro está, la dialéctica entre tradición y modernidad, servida únicamente como saciante de la propia sed de legitimación de uno mismo solo tiene un nombre: el de mediocridad.

Así, las pinturas y cerámicas presentes en esta exposición de la Galería Elvira González (la primera en diez años en galería española, y lo primero después de las trifulcas de hace casi ya tres años en el CaixaForum) son los testigos silentes de un ocultamiento: el del propio artista en la procelosa mitología que el arte ha ido construyendo en esa relación historiográfica a la que hemos aludido al principio. El mito del artista demiúrgico, del romanticismo del viaje, de la búsqueda de las raíces, el mito de la tradición, del artista como genio, etc.: todo con tal de simular estar a la altura, de dar una razón de porqué esto y no lo otro.
 
Todo con tal de estar oculto y encerrado en la caja de cristal y poder decirse a sí mismo “artista”.

martes, 29 de enero de 2013

SANTIAGO SIERRA: EL ARTE ANTE SU ACABAMIENTO


 


SANTIAGO SIERRA: EL TRABAJO ES LA DICTADURA
GALERÍA IVORYPRESS: hasta 30/01/13

 La perfomance “El trabajo es la Dictadura” consiste en que cada una de las páginas de los 1.000 libros que serán vendidos como cuaderno de artista, dentro de la serie LiberArs de IvoryPress, será rellenado durante nueve días, en una jornada laboral de diez de la mañana a siete de la tarde, con parada para comer y el salario mínimo recomendado por el Servicio Público de Empleo (antiguo INEM), por treinta parados que con un bolígrafo convencional y sobre los libros aún vacíos, impresos tan solo con líneas azules —que emulan el papel que se usa en los cuadernos escolares—, copiarán una y otra vez la frase “El trabajo es la Dictadura”. Su trabajo, dicen, servirá de profunda reflexión y denuncia de la situación actual del empleo en España

 Seamos, por un día, algo demagogos: Ivory Press, editorial, librería y sala de exposiciones, con presencia en España, Reino Unido y Suiza, fundada en 1996 por Lady Elena Foster, coleccionsita de alto copete, le pide a Santiago Sierra que quiere hacer un libro de artista con él. Las compañías, tanto para uno como para otro, no son las más indicadas: si por alguna confluencia cósmica, se hiciese realidad siqueira una mínima parte de lo que Sierra entiende por arte, multinacionales como esta de la Ochoa no durarían ni lo que un bizcocho a la puerta de un colegio; por otra parte, Sierra, ocupado en su NO global, vería como, esta vez sí, se contesta afirmativamente a una de esas patas en las que, de una u otra manera, se apoya una élite del capitalismo salvaje.

Total y resumiendo: la demagogia da para mucho. La demagogia y, en esta caso, la impotencia del arte: la impotencia del propio arte es que, producido en la esfera social autónoma, subsumido dentro del “giro cultural” postmoderno anunciado por Jameson, todo producto-arte remite a un doble juego difícil de congeniar: sí por una parte parece querer lanzarse en busca de una disrupción dentro del tejido social en el que se inserta su producción, por otra, deudor de tal tejido, no hace sino caer en los mundos de la mercancía y el capital. Así, la contradicción fundamental es  la que se da entre la trivialización de los productos culturales por servir al mercado de consumo de masa, lo cual se percibe como algo negativo, y el proceso de democratización cultural, que se ve como algo positivo.
 
 

Solución a éste rompezabezas: Sierra recoge el guante y se dispone a ofrecer a los señores de la Ivorypress su querido libro de artista. Pero ello, claro está, no puede quedar así; no puede valerse, un artista político como él,  de las estructuras del arte-mercancía para lanzar, él también, su cosa, es decir, su “trabajo”, su “arte”. Así pues, solución alternativa: la misma solución es parte del problema. Es decir, la propia génesis del libro evidencia los procesos perversos en que incurre el capitalismo a la hora de producir sus mercancías, inclusos las tan lujosas y afamadas mercancías-arte. Esa, por otra aprte, es la “marca Sierra”; y eso, precisamente, es al legitimación oportunista de multinacionales dedicadas al mundo-arte.

Así, todos contentos: ellos, la Ivory, tiene su libro de artista del mismísimo Santigo Sierra y él, el propio Sierra, tiene su escenificación de la crítica al sistema que tanta miseria parece crear y que a él -por el momento, solo por el momento, pues la revolución siempre está cerca- le sirve para, como poco, “ser artista”.

Y, ¿entonces?, ¿dónde queda el arte subversivo del que tanto se vanagloria Sierra?, ¿dónde la apuesta disensual que reclama para sí el arte?, ¿dónde, incluso, el malditismo y rebeldía de esa clase alta que decide, con gesto díscolo, dedicarse a eso tan underground del arte? Porque en este juego de espejos en el que parecen ganar todos no resulta, visto con un poquito más de profundiad, que somos todos los que salimos perdiendo.

Lo cierto es que lo nuestro, lo hasta aquí dicho, forma también parte de ese juego de simulación al que el arte parece tan aficionado. Porque sí, vale, a un nivel muy básico puede que el trabajo de Sierra adolezca de esa vena radical y de denuncia con el que muchos quieren cargar al arte. Pero, a poco que se vea lo que hay detrás, el trabajo de Sierra tiene en la polémica –esa que se cifra en un servirse de las estructuras del capital al tiempo que las denuncia- su mayor virtud.

Y es que, esa cantinela de la denuncia no tiene, en estos tiempos que corren, ningún potencial. Señalar impunemente la gran hipocresía que domina al mundo desde el púlpito impoluto del arte no es, a día de hoy, sino el reverso tenebroso de aquello que pretende criticar. Debord resumió perfectamente este círculo en su famosa sentencia: “en el mundo realmente invertido, lo verdadero es un momento de lo falso”. Es decir, el conocimiento mismo de la inversión pertenece al mundo invertido. Así, erigir un discurso estético desde el dogma del saber que uno posee y la ulterior indignación que el desvelar las estructuras de dominación ha de provocar, no remite -en la teoría crítica de hoy en día- sino a un consenso pactado de antemano –doble de ese pacto en el que, en el ejercicio de demagogia que hemos simulado, habría habido entre el artista y la institución arte- que revierte en una toma de posiciones desanclada de cualquier posibilidad de emancipación: unos que ‘hacen creer’ y aquellos que ‘creen’. Y es que, como dijo Rancière, “si ya que todo el mundo está dentro del espectáculo, no hay razón para que nadie salga de él jamás, tampoco aquel que conoce la razón del espectáculo”.

Así las cosas, el hacer desfilar la debacle de la democracia española (Los encargados), el escenificar la quema del sistema capitalista (‘K’) o del futuro negado y expropiado (Future), el explorar los mecanismos de segregación racial que se derivan de las desigualdades económicas (Contratación y ordenación de 30 trabajadores conforme al color de su piel, 2002; Estudio económico de la piel de los caraqueños, 2006), o el, como en este caso, evidenciar una relaciones de producción resueltas en la alienación del sujeto productor y la búsqeuda de una cuantiosa plusvalía, ¿consigue algo más que una visibilidad de las ideas de los que mandan?, ¿no es un ejercicio de denuncia que sirve a los mismos resortes que critica, basando el destello abrasador de su crítica en una toma de conciencia que separa, de nuevo, a los que saben y a los que no-saben?

La pregunta no es baladí, porque de la respuesta que podamos darle se inferirá una toma de posición respecto al trabajo de Sierra: pasar de erigirlo en pope de la disidencia anti-capitalista a geta egomaníaco que saca tajada de un ejercicio dialéctico más que inocentón.


Y la clave está precisamente ahí, en esa polaridad que surge al referirse en una misma frase, en un mismo discurso, al arte y a la política: o se mantiene una pretendida distancia de autonomía –con lo cual la realidad sigue tal cual y el ejercico de la política no se ve ni molestado por las prácticas artísticas-, o el arte entra a saco en la génesis de realidad sociopolítica con lo cual, adiós muy buenas al propio arte ya que, bien a las claras, sería otra cosa ya.

Quizá la solución es que el proyecto ilustrado de autonomía estética ha terminado por caer en barrena: ya nada puede hacerse para que el arte, y toda actividad en la estrategia de las imágenes para el consumo, deje de tener la impronta cosificante desde la cual operan: al hacerse visible se hace presa de la posibilidad de acabar en un escaparate con etiqueta de precio y comodidades para el pago en cuotas.

A la pregunta acerca de qué sería entonces ‘eso’ que permanece aún hoy en el lugar del arte, José Luis Brea tiene la respuesta perfecta: “es un entorno protegido, está en un corralito en el que está depotenciado y la forma de lo que se ve allí esta desprovista de cualquier fuerza de incidencia en lo real, salvo en proyectos artísticos que se disuelven totalmente en acción social. Pero es que entonces son acción social y activismo social. Yo sé de gente que como artista ha decidido en un momento dado dar el salto a prácticas de activismo. Pero si hacen activismo, se acabó, ya no hacen arte”. En definitiva, ¿cómo situarse en la indecibilidad entre arte y política sin depontenciar a ninguna de las dos?, ¿cómo hacer para seguir adelante con el proyecto ilustrado de autonomía social sin caer en los mundos de vida propiciados por la mercantilizicón y la estetización?

Este problema toca de lleno el trabajo de Sierra porque, la “prueba del nueve” si se quiere, es que, ahí donde no debía de aparecer nada más que una acción política o, como poco, una crítica a la  institucionalización del sistema, aparece la voz y la persona de Sierra, la del artista: ha de quedar claro, si se trata de arte, que, antes que cualquier otra cosa, es “arte”. Como el ejemplo preciso de la negativa al Premio Nacional de Artes Plásticas: no bastaba con negarse, con decir ‘no, gracias’; había que enfatiaz la respuesta, apelar a la tan cacareada libertad del artista que, como una gracia divina le hace situarse más allá del bien y del mal, en una pureza que, de exsitir, el exonera de cuaqleuri capacitación real y efectiva como para ser agente y dispositivo de disenso. Había que dejar claro que se trataba de arte, que era él el que decía que no, legitimado desde la voz pública con que se le consagra por el hecho de ser artista.

Llegados a este punto, la tesis “salvadora” sería que sus estrategias únicamente invierten los modelos más al uso: si por regla general los artitas –obviamente los artistas capaces de tener en cuenta esta problemática arte/política- se sitúan al comienzo en un intersticio donde estética y política se toquen pero no se invaden, si su trabajo está llamado a generar una rearticulación de esta relación, Sierra no duda ni un momento en situarse al otro lado de la frontera: no se trata de una labor ulterior de reasimilación de las disonancias, de una rearticualción de las sensibilidaes como paso final en el entramado de la obra. No: Sierra revela los mecanismos, los pone en articulación de forma muy cruda y patente para, ahora sí, dejarse arrastrar él mismo por la aparente contradicción: pudiendo ser tildada su propia participación e injerencia en los procesos del capital como una usurpción que buscaría únicamente la polémcia, lo que realmente hace es situar al arte frente a su propio destino: su razón de ser, su (im)potencia para sentirse útil. Así, Sierra dirige el foco hacia su propia participación en ese sistema y al hacerlo, el artista nos convida a insertarnos en la significante implicación constitutiva de su obra.


Esta tesis bebería de fuentes antagónicas a la aplaudida estética relacional de Bourriaud: a la tesis afirmativa de que el arte ofrece herramientas para ver el mundo de forma diferente, la idea de que el arte puede cambiar no sólo la percepción de la realidad, sino la realidad en sí, permitiendo crear nuevas formas de sociabilidad y ofreciendo alternativas a los modelos dominantes, Sierra ofrecería la estrategia de que el arte ha de partir de una realidad: lo que existe, las relaciones de explotación y violencia sobre la que se levanta nuestro mundo contemporáneo para, insertándose en lo dado, crear una fisura, una contradicción en el propio sistema.

Pero, ¿para qué?, ¿cuál es el objetivo de ese mimetismo riguroso? La tesis que manejamos es que la contestación a ese “para qué” solo puede contestarse con una respuesta: para que el arte evidiencie su fracaso. Para que evidencie que ya estamos en otra cosa, que deberíamos pasar a otra cosa, que la dialéctica arte/política ha de rearticularse, que las estéticas de resistencia han –definitivamente- fracasado.

El arte no sirve porque la evidencia de las plusvalías generadas por el trabajo de estos 10 trabajadores son efectos de superficie que por una parte son producidas desde la nominación arte –esta vez bajo el nombre de perfomance- y por otra son manipuladas como mercancías, como efectos transaccionales del mercado -y nada hay más absurdo que querer moralizar al mercado-. Es decir, o más acá o más allá, pero nunca en la frontera misma que se desliza perfectamente entre ámbitos, entre estética y política.

Y en el centro él, el artista, vapuleado por una posición que si por una parte es la suya propia –hacer arte-, por otra parte se empeña en lavarse las manos en el agua de la pureza y legitimidad ética. Es esta paradoja que traspasa su trabajo lo que el lleva a comprenderse, como señala recientemente Irmgard Emmelhainz, como la figura neoliberal del trabajador emprendedor precario, gestor de su propio capital humano contratado por proyecto,

Siempre, entonces, es la misma cantinela: que las instituciones se apropien de las retóricas de la resistencia auspiciadas por el arte (el famoso Premio), que las multinacionales del negocio artístico den cancha a estos disidentes sociales (la propia Ivory): esto es muy grave porque, como sostiene Maria Virginia Jaua, de esa manera la institución se autovalida y descalifica otras voces. Pero: también grave que estrategias artísticas se infieran como salvadoras, como reveladoras del “verdadero” caudal opresivo que corre por debajo de la relaciones en el régimen capitalista porque, en el fondo, son más reaccionarias y juegan con los intereses "institucionalizados".

Total y resumiendo: el arte de Sierra evidencia su propia imposibilidad, la necesidad histórica de pasar a otra cosa. ¿Él lo sabe o no lo sabe?, ¿se cree su lugar como disidente político, o acepta que su posición remite únicamente a uan destinación para el propio arte, al encarnar la evidencia de su propia impotencia? Esta pregunta es al misma que se le puede hacer a Hirst o Murakami: saber lo saben, pero, ¿pueden decir –claro y alto- que su arte es la evidencia propia de la debacle del propio arte? Quizá su mejor obra, la de Sierra como la de Hirst o Murakami, es la de situarnos en las inmediaciones de una nueva era para el arte: en la propia duda –existencial y metódica- del arte.

Así, como comentó Esther Planas en una entrada de ‘salonkritik’, “el arte debe ser más exigente, debe hacer un trabajo de autodesmantelación en el que se ponga a sí mismo en duda. La única verdad que se le puede exigir al arte es la de que dude de su propia verdad”. Es decir, la práctica artísicia contemporánea solo puede ser producida como campo sintomatológico de su propio fracaso, solo puede ser llevada a cabo como representación de su propia duda.

viernes, 25 de enero de 2013

EMERGE’12: ARTISTAS EN BUSCA DE ACCIÓN

 

           EMERGE’12
GALERÍA RAFAEL PÉREZ HERNANDO: 22/01/13-02/02/13

 Uno, que tiene pocas posibilidades de viaje, aún recuerda las dos veces que coincidió que era inicio de verano y fin de curso cuando pudo ir, un par de veces, a Londres. Y es que entonces pude ver unas cuantas exposiciones de esas en las que una facultad, colegio o institución abre sus puertas gratuitamente para que sus alumnos copen las aulas con sus proyectos y trabajos fin de curso o máster. Sí, no lo digo en broma: pasearse por los pasillos de esas facultades y entrar en cada una de las aulas donde, solo o en compañía, está el joven artista con lo mejor de los trabajos que hasta la fecha ha podido realizar, ha sido una enseñanza como pocas otras veces me he podido llevar a casa. Jóvenes de los cinco continentes, atacando estrategias múltiples, con motivaciones infinitas, con soportes e intereses diversos, …. el arte –en este caso verdaderamente emergente- en estado puro.

Aquí, que todo es más discreto y humilde, exposiciones cómo ésta no vienen  nada mal, la verdad sea dicha. Claro que es muy escueta, que los intereses con los que surge casi se quedan en eso, en un conjunto de motivaciones que, con toda la buena intención del mundo, se quedarán poco más que en eso: una oportunidad de bregarse en el difícil mundo del arte contemporáneo.
 
 
         Porque sí, porque las hostias y los sinsabores vendrán, como en todo hijo de vecino, más tarde: cuando ya no haya ni Universidad Francisco de Vitoria, ni Fundación AXA, ni galería alguna que les pueda apoyar. Y, si me apuras, ni comisario –Francisco Carpio- ni madrina –Ouka Leele- que se digne. Pero en fin, eso son otras historias de las que hablamos todos los días. Aquí de lo que se trats es de empezar la historia de un sueño.

Con una obra cada artista, de lo que se trataría sería suscitar poco más que un leve interés personal, pero también una mirada general al panorama artístico emergente de lo que se hace en las facultades españolas. Porque en un mundo ya hiperprofesionalizado, cuando hasta para poner una bombilla hay que hacer un máster y la titulitis ha enfangado las corrientes de un país como el nuestro provocando que sean hordas los jóvenes que emigran, una cosa más que clara es que se es artista si el título universitario así lo atestigua.

   La hojita de sala es todo lo que cabría esperar: novedad a raudales, diversidad de intereses, multiplicidad de lenguajes, pluralidad y singularidad, lo particular y lo global, etc. En resumen: todo lo que el arte “es” y todo lo que un buen artista “emergente” debe ser. Que esto sea tan así es más que discutible, pero en fin, la buena intención es lo que aquí cuenta.
 

Entrando ya a saco en lo visto, gustarme me ha gustado mucho la pieza de Usua Pérz Echegoyen: discursos metidos en frasquitos, con letras doradas, de canciones de Lady Gaga, de comunidades, de adolescentes, …: grupúsculos de poder materializados, diría quizá Foucault. También me ha gustado la pieza de Beatriz Díaz, superponiendo dos regímenes de visualidad fragmentada, además de una fragilidad casi candorosa.

Ignacio Lobera, Álvaro Latorre y Andrea Ganuza demuestran de forma clara y brillante que los problemas acerca del medio –del soporte y la tecnología- se o saben al dedillo: cómo la realidad queda construida a través de las injerencias ideológicas de la mirada tecnologizada. La pintura siniestro-infantil de Sandra Rilova tampoco está nada mal.

Pero lo mejor lo mejor, las piezas de vídeo de Julio Fernández Arpón

Aquí os dejo una!! http://vimeo.com/44579790

viernes, 18 de enero de 2013

NOT VITAL: ARTE PROFILÁCTICO


NOT VITAL: 5 SPANIARDS & NOTHING
IVORYPRESS: hasta 20/01/13

 Un arte profiláctico, muy à la Foster. Un arte de ampulosidad, de vana y efervescente ampulosidad. Un arte grandilocuente hasta lo enfermizo que encuentra en la frusilería de lo mundano su contrapartida más efectiva. Un arte, en definitiva, para regodearnos en lo bien que lo pasamos juntos, en lo fascinante que es saberse connaisseurs de un mundo tan ciclotómico y glamuroso como este del arte

De arte epidérmico e hiperhigiénico: así, de primeras, cabe entender el arte de Not Vital, un bon vivant postmoderno que no tiene reparos en mezclar, en el coctel caleidoscópico que forma el grueso de su trabajo, todo lo que le ofrece la bastedad casi infinita de un mundo global.

Porque lo suyo, a las claras y sin discusión alguna, son obras de arte, preciosas obras de arte dispuesta para ser dispositivos de conocimiento y experiencia sutilmente planeadas. Urgidas en la sensibilidad de un hombre extemporáneo, las obras tocan puntos nodales de la humanidad entera: ante todo, el ciclo natural del vivir y el morir. Quizá entonces, de tener una organicidad sistemática, su trabajo aludiría a testimoniar cómo la gran pregunta es la misma en todos los rincones de la tierra: la pregunta por la vida, el misterio orgiástico del ciclo de muerte y vida del que, sin quererlo ni beberlo, formamos parte.

Así, ya sea en su natal Suiza, en Nueva York donde vive asiduamente, en Níger o en Italia donde también parece pasar temporadas, Not Vital integra en un totum revolutum intuiciones básicas referidas a las culturas en las que se consustancia en su periplo vital.
 
 

El origen, como no, en su pueblo natal: Sent, en el valle de Engadina, cerca de la frontera austríaca, una región donde la relación con la naturaleza es primordial y donde clima, paisaje y mitología se unen para construir una relación íntima con la dureza del medio natural. Un origen que, por otra parte, marca aún hoy el discurrir de buena parte de su obra: de blanco impoluto, en alusión a lo primigenio de una visión siempre nevada, Vital dispone formas simples para trazar el potencial inconscinte de la vida.

Pero tan pronto como la discursividad que trata de enfatizar su obra toma aire, uno se percata de que los propósitos se quedan ahí, en propósitos. Porque el popurrí estratégico en que, como buen hijo de la postmodernidad, incurre es de tal calado que solo logra una distancia infranqeable, un sentido que se cae apenas levanta el vuelo.

El propósito, no obstante, del artista es claro: que la tensión que se produce entre lo orgánico de la forma y lo inorgáncio del material depare una contemplación novedosa de lo que aletea latente detrás de sus trabajos: la vida, la muerte, una misma meditación sobre el tiempo, sobre la naturaleza, sobre el hecho privado y colectivo de existir. Así, muchas de sus piezas toman como punto de partida los materiales del artesano –aquel que pareciera estar más unido a la organicidad de lo vivo-: cristal de Murano, orfebres joyeros del norte de África, papeles de artista de Bután, etc. Persiguiendo ese mismo propósito de captar lo original con que debemos relacionarnos con la naturaleza, son el oro, el aluminio, el marmol, sus materiales más queridos, elementos que aluden a la durabilidad, dureza y aislamiento del medio.


Pero es tanta la frialdad expositiva, tanto lo que se quiere atrapar bajo el formalismo desnudo del minimalismo, que sus obras desbarran en la egolatría de unas experiencias que son todo lo bonitas que se quiera pero que, al fin y a la postre, son solo suyas. Celebrar la vida sí, pero es tanta la distancia, tanto el cuidado que parece ponerse para no mancharse en el proceso, para no abandonar su posición de privilegiado observador, que sus propuestas se quedan en preciosos ejercicios de postmoderno onanismo.

Y es que, cuando se quiere asir el todo, lo más probable es que, como cifra una de sus obras aquí se presente, se esté en condiciones óptimas de acabar en la nada.

viernes, 11 de enero de 2013

ALLAN SEKULA O LO QUE EL ARTE NO ES


ALLAN SEKULA: BLACK TIDE/MAREA NEGRA, 2002/03
GALERÍA DISTRITO 4: 13/11/12-30/01/13

           El símil, la ecuación, se revela casi de modo obsceno: pensamos que no hace falta haber por ejemplo leído la última novela de Ricardo Menéndez SalmónMedusa- para comprobar que esta serie de fotografías que la galería Distrito 4 nos brinda están alejadas diametralmente de la problemática a la que debe, en tiempos como hoy, atender el arte.

Dicho con suma brevedad: el trabajo fotográfico de Allan Sekula se queda en las antípodas de lo que el arte necesita para tener aún el valor de erigirse como tal, en lo antagónico de lo que el arte necesita para invocar su nombre y no caer de inmediato sonrojado y abochornado.

Porque, quien se adentre en ese ejercicio genial de sincretismo literario que supone la obra de Menéndez Salmón podrá escudriñar la verdad del arte: mirar, mirarlo todo; y la problemática que de inmediato surge: ¿cómo mirar tanto horror sin apartar la mirada, sin perder el sentido de lo ay de pro sí carente de sentido?

Obviamente la apostilla de Adorno, aquella en la cifraba la imposibilidad de escribir poesía –hacer arte- después de Auschwitz, no es en modo alguno una regla sino más bien la carga de una memoria, la responsabilidad que el propio arte tiene con los ejercicios de visibilidad desde entonces promovidos.

Porque antes sí, antes uno podía coger la cámara y liarse a denunciar el sistema-mundo y el horror sobre el que está construido: para un mundo aún no devenido espectáculo era posible utilizar una crítica de la denuncia amparada en el “simple” acto de ver las injusticias de un mundo destinado a la barbarie. Pero ahora, cuando la barbarie ha terminado por acampar entre nosotros –cuando el documento de barbarie señalado por Benjamin adquirió naturaleza técnica maximizando el horror y optimizando los recursos empleados para tal fin-, cuando el mundo ha terminado por convertirse en el espectáculo hiperreal de sí mismo, cuando, en definitva, lso “actos de ver” –utilizando la teoría de José Luis Brea- se han convertido en sí mismo en un ejercicio de resistencia frente al oprobio de un régimen panóptico instaurado a escala global, ahora –decimos- las estrategias no pueden ser las mismas.
 
 

Porque, en tal caso, el mancillamiento en el que se incurre, lo asqueroso de barrenar de golpe y porrazo la esperanza de todos los desesperanzados, lo obsceno de saltarse por la geta las disposiciones más básicas de lo que debe ser el destino del arte, hacen que la obra –como en este caso- sea indigerible.

      Que los disparos que Sekula realizó –a petición de La Vanguardia- sobre la tragedia que desencadenó el “Prestige” puedan aún a estas alturas ser inquiridos como obra de arte es de un mal gusto terrible: ¿es el arte la documentación preciosista de los acontecimientos, acontecimientos cuanto más trágicos e injustos mejor?, ¿qué busca tal “mirar”?, ¿cómo, después de tanto horror y sangre, puede el arte contentarse con retratar y ver de tal modo?

Sin duda que una de las funciones que más importante tiene el arte es la de servir de testimonio: pero tal testimonio –el “cargar con todas las culpas del mundo” de Adorno- no puede basarse en ejercicios que tienen aún en la crítica clásica su razón de ser. Porque desvelar los mecanismos “ocultos” de la ley de la dominación, amparada obviamente por el Capitalismo Cultural, no tiene reparos en hacer, como apunta Rancière, y como ocurre en el caso que nos ocupa, “de toda protesta un espectáculo, una mercancía”. El saber, cuando el espectáculo se ha convertido en realidad global, la denuncia o la emancipación, son solo ejercicios de simulación bien precisos que reproducen la misma lógica de la ley de la dominación nada más que invertida.  
 
 

Por último, claro está, esta estrategia discursiva todavía heredera de los primados miméticos, tiene en el concepto de sublime la estructura vertebral que sostiene el edificio entero: ese silencio ante la belleza del infinito mar negro, esa simpatía poderosa de los voluntarios, esa orografía herida de la Naturaleza (sí, con mayúscula). Pero lo sublime no es más que un concepto extraestético, diseñado por Kant para que las cajitas de la razón encajen una en la otra, que se ha revelado como el intento de la razón occidental de querer olvidar incluso el olvido, de olvidar incluso el olvido para poder presentarse –la razón- como dueña de sí. Lo sublime: la apelación a un límite numinoso donde el mirar calla ante lo sagrado… de tanto horror, de tanta violencia, de tantas víctimas desesperanzadas dejadas por el camino. Si lo sagrado es algo es la espera infinita, la memoria sustentada en su propia imposibilidad. Poner puertas a esto es hacer del arte un imposible.  

Resumiendo (que creemos nos hemos ido un poco del asunto central): llegará un día, como observa el propio Menéndez Salmón, en donde toda la extensión del planeta será fotografiada y, por tanto, administrada en el silencio de candorosos y buenistas ejercicios de visibilidad. Si alguna misión tiene el arte es incomodar tal misión, la de evitar convenir un mundo servilmente administrado. Si alguna misión tiene el arte sería la de ejercitarnos críticamente con miradas que saben que el horror existe aquí mismo. Acertar a encontrar una vía novedosa no renuente de archisabidas poses de vengador solitario es la labor más acuciante que para sí tiene el arte.

 

P.D. Dejamos para regocijo del lector reflexione sobre el calado y hondura del subtítulo de la exposición, subtitulo que hace referencia, según la hojita de sala, “a un supuesto silencio “operístico” imaginario del suceso que durará 30 años”: “Fragmentos para una Ópera”. Para descacharrarse de risa.

miércoles, 9 de enero de 2013

GAUGUIN Y LA PREGUNTA POR LA PINTURA

         
GAUGUIN Y EL VIAJE A LO EXÓTICO
MUSEO THYSSEN-BORNEMISZA: 09/10/12-13/01/13

 Antes que nada, de lo que se trataría sería de deshacer todas las confusiones que pudieran establecerse de exposiciones como esta. Porque, exposiciones como ésta, nada, a ciencia cierta, tienen que ver con Gauguin; nada por lo menos con el Gauguin hiperestandarizado como eslabón necesario entre escuelas todas ellas digeridas hasta la saciedad por un entramado artístico-educacional que parece haber situado el límite de lo soportable, en todo lo referente al arte, en el trabajo de los franceses de finales del XIX. Sí, bueno, Picasso, Dalí, por lo menos aquí, en las Españas, aunque las más de las veces solo es la apelación lacerosa a un vacío al que nuestra envidia patológica no puede dejar de sustraerse: ambos, Picasso y Dalí, creativamente, artísticamente, son tan franceses como la Brigitte Bardot.

Y si decimos que nada tiene que ver con Gauguin no es solo porque el número de pinturas de éste sea significativamente poco numeroso, no porque -incluso haciendo caso al subtítulo de la muestra- falten cuadros de una importancia simbólica capital como, por ejemplo,  ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?, y no –por último- porque pueda pensarse se trate de otra estrategia perfectamente orquestada por Tita & cía. Nada tiene que ver porque, recorriendo sus salas, uno no sabe muy bien si, definitivamente, dejarse de titulares, de saberse al dedillo el arte que destilan las manos maestras de la pléyade de genios ya digeridos por todos y, aunque solo sea una vez, dejar el protagonismo a la pintura.

Es ella, la pintura, la gran y única protagonista; la única indomable a quien Gauguin trató de domar en un ejercicio que, como todo lo que huela ya a modernidad, consistía más en negar, en expatriar y en repudiar, que en elaborar sistemáticamente bajo los preceptos canónicos.

Porque fue la pintura quien condenó a Gauguin a una vida de expátrida, a ir quemando etapas una tras otra haciendo cada vez más grande la cifra de fracasos que un hombre pudiera soportar. Porque a veces la pintura exige más: no solo abandonar un empleo, una mujer y unos hijos; no solo dejar atrás un país; no solo contentarse con crear y hacer escuela –particularmente la de Pont-Aven; no solo desesperar ante lo aciago de querer crear con el monstruo Van Gogh en Arlés. A veces, muy pocas veces, la pintura exige que se la mire cara a cara, sin mediación alguna, sin narraciones buenistas que queden prendadas de la inspiración, las musas y la locura de una razón encantada con haber forjado a un genio.

 

Fue la pintura quien le condenó a elaborar otra mirada, una mirada que sabía que había que alejarse, tomar distancia respecto a un mundo que había ya caído empicado en las redes de la modernidad despótica y para quien las resistencias predecadentes del spleen baudeleriano no suponían sino la mitificación y glorificación de un sistema-arte llamado a erigir sus propios mártires para disfrute de las “bien-educadas” clases acomodadas.

Fue la pintura quien eligió a Gauguin como mártir de un tiempo bisagra que necesitaba rearticular sus primados respecto a una sociedad devoradora y devastadora. Que al arte no le bastaba con los herederos del romanticismo, que el tiempo, ya desquiciado, hacia necesaria una obturación respecto de un impresionismo cuya contemplación y conocimiento –las cosas claras- era ya el escalón necesario que toda burguesía debía subir para escalar en una sociedad atenta al ensimismamiento de la “cultura”: ese es el conocimiento que la pintura dio a Gauguin. Si hay genialidad, que la hay, es ni más ni menos que la de saberse valedor de un arte que pedía a gritos una trasformación.

Si Gauguin es protagonista de algo, si debe ser aclamado, es porque en él se encarnó la pintura mientras accedía a ser reducido a un mero guiñapo de sí mismo y dar así cabida a ese nuevo caudal de imágenes que la sociedad y el arte necesitaban: expatriación, divorcio, sífilis, lepra, intentos de suicidio, miseria, abandono, etc. 

De agente de bolsa a ser devastado por las llamas de la pintura: el periplo existencial de este genio nos lleva a claudicar de modo definitivo de esa narración tan greenbergiana que opta por reducir la historia moderna de la pintura a una búsqueda de su especificidad técnica y material más propia. Que tal fábula valga para dar cabida –y sobre todo valor- a olas como el expresionismo abstracto neoyorquino, no es en modo alguno óbice para calumniar de tal modo el trabajo suicida de artistas que en el fragor de una guerra de resistencia frente al imperio de la mercancía tomaron parte por la parte más indefensa y, al mismo tiempo, más necesaria: la pintura, el arte. Porque uno no se va a la Polinesia a estudiar la esencia pura de la pintura, sino a dejarse invadir por ella, para hacer de ella una nueva manera de mirar el mundo, una manera de mirar que le proteja del dolor del mundo aunque el dolor contenido sea aún más infinito.



Porque el batacazo fue tan grande que, como Colón al confundir la importancia de su descubrimiento, no fue la grandeza de una nueva época para la pintura lo que pudo descubrir Gauguin, sino la ignominia de un mundo para el que ya no cabía paraíso alguno: cuando en 1901 llega a la isla de Hiva-Oa en las Islas Marquesas comprueba de primera mano los abusos cometidos por las autoridades y cómo la inocencia virginal de los indígenas no es más que, en manos europeas, mano de obra fácil de explotar.

Así, y en definitiva, todo coincide: las propias promesas de la pintura remiten a un paraíso ya, y quizá desde el principio, perdido. El viaje exótico entonces, el primitivismo, no es más que la impotencia de un mundo que se ve alienado sobre unos primados que, a la larga, han venido en descubrirse como simulacros espectrales. No hay salida y, pese a ello, hay que seguir, buscar otras fisuras, otros mundos, otras posibilidades.

Pero la pintura, el arte en general, seguirá buscando, encarnándose en una historia determinada. Este protagonismo de la pintura nos debe hacer preguntarnos, sobre todo ahora en estos tiempos de crisis, por lo fundamental: ¿dónde acampa ahora la pintura?, ¿nos dejaremos inundar, alguien se dejará inundar, por sus promesas? En un mundo hiperburocratizado, donde lo institucional ha terminado por degollar toda libertad artística, no descubro nada si digo que es la valentía de aquellos locos franceses lo que primero echamos de menos. Taimada en una mitología del malditismo que no hace ningún favor al arte, los rebeldes de hoy en día se contentan con poses contestatarias vacías de contenido alguno.

Salir de nuestro solipsismo cibernético, de nuestra indignación de escaparate: el arte tiene razones más poderosas –y también, claro está, más escondidas- para dejarse manipular por la indolencia generalizada de hoy en día. Si la búsqueda de Gauguin no es más que las vicisitudes de la pintura frente a un mundo que mercantiliza toda mirada, todo vestigio de resistencia, nuestra labor no debe dejar de ser la misma: dejar de llenarnos la boca con la aristocracia de los artistas del pasado, dejar de sabernos al dedillo su vida y milagros y descubrir que al pintura, el arte, nos interroga también ahora. Que la respuesta sea la inanidad absoluta es algo que, instituciones como ésta del Thyssen quieren y desean: que la pintura sea sometida, dominadas, domesticada en una historia del arte cuanto más lineal y obvia mejor.

Nuestra labor entonces es ejercitar –como por otra parte reitera Rancière- una mirada emancipada, enfrentándonos a ellos, a los grandes genios del XIX, no como nombres que aprender, como artistas para decorar salitas de estar y consultas de dentista, sino como interrogaciones que al propia pintura nos hace hoy en día, como mediaciones y posibilidades para que la pintura encuentre y siga encontrando su futuro.

viernes, 28 de diciembre de 2012

¡¡HASTA AQUÍ HEMOS LLEGAÓ!! RESUMEN DEL AÑO 2012


Ya metidos en estas fechas tan navideñas y de epílogo de un año que solo cabe definirlo como desastroso, nos ponemos al divertimento que todo lo subsana: el echar la vista atrás para refrescamos la memoria y gozar con lo que hemos dejado atrás. Quien diga que no goza con semejante ejercicio no sabe lo que se pierde. Porque no se trata ni mucho menos de sentar cátedra, sino más bien de saber de dónde venimos para perfilar no tanto el reciente pasado sino el más incipiente de los futuros. Es, si se quiere ver así, lo contrario de la memoria involuntaria de Proust: sería una memoria salvajemente y dogmáticamente voluntaria que extrae, del arsenal de cifras y números en que termina por caber un año, una mínima parte con visos de atisbar qué es lo mejorable, qué lo reseñable, qué estamos cansados de ver y qué, por el contrario, estamos deseosos de que nos ofrezcan más.

Así las cosas, y refiriéndonos únicamente al ámbito galerístico madrileño –ámbito al que prometemos ceñirnos más el año que viene- el panorama ciertamente ha sido un poco, por decirlo suavemente, regular. Ciertamente no es extrañar: si es cierto el dicho aquel que dice que "el aleteo de las alas de una mariposa se puede sentir al otro lado del mundo”, cuando un país está como el nuestro en caída libre, normal entonces que algo tan descuidado, tan desatendido, tan dejado de la mano de unos politicastros cortoplacistas como la cultura, sufra no ya una retracción sino una voraz desintegración de las estructuras que nos han costado levantar dos décadas.

Pero no nos pongamos demasiado estupendos: cosas como la subida del IVA, verdadero tiro a bocajarro para la cosa de la cultura, no tienen sus causas únicamente en la propia subida de precio, sino en la inutilidad con la que el grueso de la población ve la experiencia estética: algo únicamente a consumir, para uso y disfrute del momento y nada más allá que unos momentos de entretenimiento. Así entonces normal que todo tenga que estar camelado con el disfraz del show-bussines, con la mentira de una estetización nada difusa que ha colapsado ya muchos ámbitos de experiencias. En definitiva: si estamos así no es solo por el momento en sí, sino por la atrofia generalizada que sufrimos.   

Pero dejando estas disquisiciones para otro momento, lo cierto es que se mire por donde se mire la cosa no ha pintado bien: el cierre voluntario de Soledad Lorenzo y el “cierre” involuntario –y esperemos que breve- de Oliva Arauna han dejado un boquete de magnitudes más que considerables. Eventos como “Jugada a tres bandas” o el Apertura de este año, si bien han logrado visibilidad, pensamos que no han tenido la calidad de otros años. Por el contrario, también hay que decirlo, Parra & Romero y Eva Ruíz se han hecho con un espacio estupendo, y el movimiento de Fúcares a doctor Fourquet esperemos venga a sumarse a una de las zonas más importantes en cuanto a galerías. Además, la próxima sede de La Fábrica promete ser digna de ver.

Pero dejémonos de cháchara y vayamos al lío. Antes de dar nuestro veredicto sobre las diez mejores exposiciones de este año, recorramos un poco lo visto:

Elespe, Fröhlich y –un tanto decepcionante- Tony Oursler ha sido lo más interesante de la última temporada de Soledad Lorenzo; en Marta Cervera han destacado Erin Shirreff y Clara Montoya; los fotógrafos Juan Carlos Batista en Nieves Fernández, Pablo Genovés en Pilar Serra; Ignacio Llamas y Rebeca Menéndez en Aranapoveda; en Parra & Romero, Kajsa Dahlberg; José Dávila y lo último de Juan de Sande en Travesía 4.

De entre los grandes, Marina Abramovic en La Fábrica, Anish Kapoor y Nauman en La Caja Negra, Warhol en Cayón y Pistoletto en Elvira González.

De Jugada a tres bandas destacaríamos "mcm" en José Robles -también ahí otra coleciva, “The war is over”-, “Esperando a Houdini” en Raquel Ponce y el “Comienzo del film” en Eva Ruíz.

Y ahora sí, ahora vamos ya con la lista más esperada del año, lo que a nuestro juicio dicta qué ha sido lo mejor de este año que se nos va. Sin atender a ninguna jerarquía determinada, lo mejor ha sido lo siguiente:

1-    Nuria Fuster, galería Marta Cervera 


      2-    Eric Baudelaire, galería Juana de Aizpuru



3-    Utah Barth, Galería Elvira González



4-    Jacobo Castellano, galería Fúcares



5-    Doug Aitken, galería Helga de Alvear



6-    Erlea Maneros Zabala, galería Maisterravalbuena



7-    Albert Corbí, galería Raquel Ponce



8-    Eija Liisa Athila, galería La Fábrica



9-    Luis Úrculo, galería Eva Ruíz



10- Oriol Vilanova, galería Parra & Romero



Y para los curiosos, dejamos lo que fue los años pasados:

Otros años: